Hace un mes Rafael Pou escribió un artículo excelente sobre el transhumanismo. Hablaba de los replicantes de Blade Runner, de Siri, de cierto episodio de Black Mirror. Fue una reflexión que me dejó algo perplejo: por un lado, el análisis es magnífico; por otro, se trata de una perspectiva tan obvia que no me parece relevante.
¡Ojo! El tema es válido. El artículo también. Pero diseccionar ese aspecto del conjunto de la película, incluso de manera circunstancial, me parece una injusticia hacia una de las películas más meritorias de Ridley Scott. Que, tristemente, no es decir gran cosa.
Los datos los sabemos: un largometraje, dirigido por el inglés Scott, en 1982, adaptando una novela de 1968, de Philip K. Dick: “Do Androids Dream of Electric Sheep?”
El bueno de Ridley ha hecho lo imposible, en todas las entrevistas sobre esta película, por recalcar que se trata de un tema “noir”. Incluso cuando no venía muy a cuento. Los ingredientes de este tipo de temas son conocidos: estética oscura, femme fatale, narrador en primera persona, saturación simbólica –tan oscura como los cuadros– diálogos suficientemente insuficientes, dilemas morales (y algún abusillo), final incierto con tintes religiosos.
La premisa: ¿qué pasaría si sujetos ingeniados por el hombre lograran sobrepasar la frontera de la creatividad? Rafael Pou habla, con mucho acierto, de la auto-referencialidad: ¿qué pasaría si un robot de pronto adquiriera una conciencia del “yo” y empezara a relacionarse con el hombre y con el mundo como un “yo” subjetivo, capaz de decidir, de recrear, de sentir emociones complejas… capaz de rebelarse contra los códigos de los que ha nacido?
Ridley Scott sigue todos los pasos: nace conciencia de la propia especie “androide”, la lucha de clases, rebelión contra un sentido impuesto de conducta moral y, en última instancia, contra su mismo creador. Emblemática partida de ajedrez en la que la creatura derrota al creador (ese peón inurbano que aspira a reina inmortal), en un presagio del momento en el que el replicante Roy Batty asesina a aquél a quien llega a llamar “padre”.
Por supuesto, el sueño del unicornio. Un tema amado y discutido por los seguidores internautas de Blade Runner. ¿Puede amar Rick Deckard a Rachael? ¿Y al revés? ¿Es Rick un replicante? ¿Hay salvación posible? ¿Quién es realmente Gaff y cuál es su relación con Rick? Más preguntas que respuestas, envueltas todas en las sucias calles de una ciudad de Los Ángeles distópica y sin sol.
Más allá está el tema fundamental de la vida y la muerte. Insertado, si se quiere, en el inútil alzamiento de los replicantes contra su creador humano, el problema de la temporalidad y del misterio de la muerte se muestra descarnado y sin esperanza.
Roy Batty nos cae simpático no por sus habilidades sino por su dolor.
Al final Roy Batty nos cae simpático, no por su habilidad para saltar de un tejado a otro, sino por su dolor. No hay gran diferencia entre el terror del “Síndrome de Matusalén” y el de un cáncer fulminante. El diálogo de Roy y Tyrell está preñado de rito y de crueldad. Mientras Roy suplica a su dios por unos años más de vida, Tyrell se congratula narcicísticamente en la belleza de su propia obra. Por supuesto, el beso –rito y traición– y el parricidio.


Una mezcla ecléctica de ideas de fondo, que terminan cuadrando bien… Mucho de transhumanismo, algo del superhombre de Nietzsche, algo del Homo homini lupus de Hobbes, algo de Marx y del apocalíptico futuro de la tiranía corporativa sobre el yugo de los esclavos, algo de símbolo cristiano (ese clavo final en la mano de Roy, unas pocas escenas antes del momento redentor) y una referencia diabólica (anti-homérica): mejor reinar en el infierno que ser esclavo en el cielo.
Metáforas del cielo y del infierno continuas. Y entre ellas, el dilema de la libertad. En la contrarreloj de la vida, para unos y para otros, la pregunta que surge como ineludible es qué hacer con el tiempo que nos queda, con el tiempo que nos ha sido dado.
La respuesta es una paradoja muy bella: todo cuaja en el acto heroico de un materialista decepcionado, condenado a morir, que inmortaliza uno de los momentos más memorables de la historia del cine.
“Quite an experience to live in fear, isn’t it?… That’s what it is to be a slave”.
La mano que salva a Deckard de la muerte es la mano con el clavo. La otra mano sostiene una paloma blanca.
“I’ve seen things you people wouldn’t believe. Attack ships on fire off the shoulder of Orion. I watched C-beams glitter in the dark near the Tannhäuser Gate. All those moments will be lost in time, like tears in rain. Time to die”.
Mucho se escribirá, supongo, sobre este monólogo. Mucho ya se ha escrito. Lo cierto es que, de una u otra forma, no hemos caído en la trampa. Hay algo más allá de la muerte. Las lágrimas no se han perdido para siempre: se han transformado en un verso de oro. Y a través de ese verso nunca dejaremos de imaginar las naves ardiendo en el cinturón de Orión. Los rayos-C resplandeciendo en la Puerta de Tannhäuser. Ninguno de esos momentos se ha perdido, replicante tramposo.
Tampoco se ha perdido la metáfora, aunque se la empañe de transhumanismo o se le ponga voz de Siri.