La Misión: el precio de la redención

En Cine/Democultura por

Llega para todo hombre el instante en que la decisión tan simple de parpadear o cerrar los ojos marca para siempre su destino, porque, ¿y si el recorrido de su vida le ha llevado intencionadamente hasta ahí buscando una respuesta?

La pregunta se convierte inevitablemente en certeza, tanto en la situación que esa pregunta (o hecho) genera, como en la respuesta a esa realidad que interpela en forma de pregunta. La radicalidad de este binomio hace al hombre reconocerse como tal, le despoja de circunstancias que quedan transformadas en un escenario de libertad. Un escenario en el que, frente a frente consigo mismo,  tiene los pies en la frontera de la cima y el abismo.

Es la lectura que me traslada la narrativa de La Misión; la respuesta individual de dos de los personajes ante la muerte de los inocentes como una experiencia límite, que queda entrelazada en la película.

El encuentro entre ambos tiene lugar en el “Nuevo mundo”, el mundo de los imperios coloniales de España y Portugal. Rodrigo Mendoza (Robert De Niro) es un mercenario traficante de esclavos que, al regresar a su hogar, descubre que su amada corresponde, en realidad, a su hermano y, en la ira del rechazo, se bate con él a muerte y acaba recluyéndose por la culpa en un convento.

A las cárceles, vital y material, a las que le han llevado su remordimiento, rencor y sus armas y en las que Rodrigo tiene pensado acabar sus días, desciende el Padre Gabriel (Jeremy Irons), de la orden de los jesuitas, para retar a Mendoza.  “Veo a un hombre que se esconde del mundo. A un cobarde”, le dice a De Niro. “Elegisteis vuestro delito, ¿osaréis elegir la penitencia?”. La respuesta del todavía mercenario pone de manifiesto la vinculación entre ambos: “¿Osaréis verme fracasar?”

 

Mendoza acaba encontrando una redención que se resistía a pedir y que pensaba tener que obtener por sus méritos.

 

Mendoza toma por penitencia cargar todas sus armas por la selva caminando hacia la misión con los jesuitas. Acaba encontrando entre los indígenas una redención que se resistía a pedir y pensaba tener que obtener por sus méritos y se une a los jesuitas. Este relato es paralelo al avance y desarrollo de las colonias y explotaciones comerciales de los terratenientes españoles y portugueses, que encuentran atractiva la tierra de paz de Rodrigo, la tierra de los inocentes a los que antes perseguía.

Surge entonces la figura del obispo como mediador del conflicto de intereses entre los misioneros, los indígenas y los esclavistas. Después de conocer la realidad de las misiones, opta a favor de los colonizadores e insta a los jesuitas a marcharse. El obispo ha respondido a la realidad, pero tal decisión acerca a Rodrigo y Gabriel a la llamada que van a recibir.

Ambos renuncian a cumplir con el voto de obediencia de la orden jesuita en la demanda del obispo de abandonar la misión. Es curioso que esa negativa ante su pauta de vida sea la que abra la senda hacia lo que sus vidas estaban llamadas a ser. La llegada de la nota final, la del oboe del Padre Gabriel y la de la espada de Rodrigo, es incontrolable.

Tanto Rodrigo como el Padre Gabriel están en la antesala de rendir cuentas con su vida por la de otros, porque la vida y la muerte de los inocentes es lo que, para ambos, está en juego. Sin embargo, el pasado del belicista y de traficante de esclavos del personaje que encarna Robert De Niro, esas circunstancias,  les condiciona. Tanto es así, que recupera las armas que había tirado al agua como símbolo de su redención, para defender la paz con la guerra, con su vida, junto a los indígenas que van a plantar batalla.

La idea por la que opta Rodrigo, aun desde la legítima defensa, es mostrarse indomable e inconquistable frente  a los invasores de la misión, revocando la redención que había recibido o retomando las armas de las que había huido. Para él todo ha tenido un precio y se resiste a que su final sea diferente.

En el caso del Padre Gabriel, la actitud y la comprensión de su final son opuestas. Él parte de la certeza de lo conquistado. El precio no depende de él, sino que entiende que él y su propia vida, en una entrega similar a la de Rodrigo, es el precio. Así de pleno es el sacrificio y su lucha está en el testimonio.

Rodrigo combate con las armas a los asaltantes, mientras el Padre Gabriel encabeza una procesión con mujeres y niños de la misión como “defensa”. Cuando cae herido al suelo en combate contra las tropas de los conquistadores, cruza en varias ocasiones la mirada con el Padre Gabriel y con el resto de inocentes de la misión que avanzan bajo la lluvia de proyectiles y antorchas.

Mientras éstos son abatidos por los disparos de las tropas colonizadoras, en su agonía, Rodrigo aguanta y decide mirar. Y sólo cuando el Padre Gabriel recibe un disparo en el cuello y muere, Rodrigo de Mendoza entiende que el momento cúlmen de su vida era entender que el peaje no estaba en la sangre de los demás, sino en la propia.

Luchar con las armas la batalla de los actos era el umbral al sentido de la vida, es decir,  a ver con sus propios ojos, de nuevo, la muerte de un inocente.  Al igual que el Padre Gabriel lo redimió, Rodrigo muere sabiendo dos cosas: que sus actos le han llevado a estar postrado, moribundo, ante el acontecimiento que va a contestar al interrogante del resto de su existencia, a la posibilidad de redención definitiva,  y que ésta, de nuevo, no depende de él.