En una encuesta reciente de cierto blog dedicado a la lectura, se preguntaba a los participantes cuál sería su género preferido para una lectura veraniega. Las opciones eran: una novela policiaca, un romance y una distopía. De buenas a primeras me llamó la atención que en un blog dedicado a la lectura se presentara la palabra “distopía”, no sólo como existente sino además como un género literario comparable, al menos, a la novela policiaca y al romance.
Pero mucho más importante que la posible incongruencia de la encuesta (a la que no hay que dar mayor importancia), resulta la presunción del problema subyacente. La literatura de los últimos años, tras el éxito explosivo del Señor de los Anillos y de la saga de Harry Potter, ha renqueado de un intento a otro por lograr un estilo divulgativo de novela que saciara la sed épica de los lectores de J.R.R. Tolkien, J. K. Rowling, C.S. Lewis o R. Jordan. Primero autores como R.R. Martin, J. Dashner y S. Collins, y, tras su estela, V. Roth, K. Class o L. Lowry (con lectores de todo tipo y edad, seamos sinceros) hicieron una propuesta que pareció dar en el clavo: La nueva épica es la distopía.
No trato de comparar los autores entre sí, ni juzgar sobre su mayor o menor calidad. Ni siquiera la mayor o menor moralidad de sus mensajes. La sociedad actual nos ha enseñado la supremacía casi omnímoda de la parcialidad subjetiva sobre el valor objetivo de la obra artística, y no pretendo enfrentarme ahora al relativismo. Lo que me pregunto es si tiene la distopía, como forma de literatura, la autoridad moral suficiente para ser incluida entre las novelas de tema épico o, incluso, para sustituir la verdadera prosa épica.
Ni siquiera se trata de una temática nueva. Autores como Karel Čapek (R.U.R.), Jack London (The iron heel), Aldous Huxley (Brave new world) o George Orwell (1984) ya lo habían investigado de forma bastante satisfactoria y, desde mi punto de vista, suficientemente. Y sin embargo no dejan de aparecer, envueltas en verdaderas explosiones de fama, títulos como Divergent, The giver o Derlirium.
El término “distopía”, como ya se ha dicho, no existe en lengua española. Sin embargo su paralelo inglés –“dystopia”- sí existe. Tras consultar algunas definiciones encuentro dos elementos comunes fundamentales todas ellas: que se trata de un estado social o lugar imaginario caracterizado por elementos contrarios a la sociedad armónica, y que siempre está presente el elemento del miedo o de la opresión.
Por supuesto que a una situación social tal corresponde un tipo determinado de gobierno (tiranía o totalitarismo), una estratificación social radical (de corte post-comunista, mayormente: masas de proletariado opuestas a una clase dirigente aristocratizada), un desarrollo histórico (de tipo dialéctico, principalmente, con las oposiciones marcadas por eventos bélicos), y todo el resto de consecuencias ideológicas.
La clase dominante ejerce un control absoluto sobre el resto del pueblo, generalmente reconocido como “ciudadanos”. Un control que es corporativo, propagandístico, religioso, tecnológico, burocrático y, por supuesto, político.
Es interesante, además, que este tipo de situaciones se proyectan sobre el futuro. Un futuro en algunos casos en el que la humanidad llega a cohabitar con robots, simios o simplemente una raza humana más desarrollada. Un futuro también marcado por claros signos post-apocalípticos (un concepto bastante paradójico) o por la resaca de una tercera guerra mundial que, para desazón de muchos, raramente se explica de modo satisfactorio.
Metamos todos estos elementos en una batidora y obtenemos el sustrato común de este concepto aplicado a la literatura. A simple vista parece un concepto político-social más del ámbito propio de la reflexión política de influencia anglosajona posterior a Hobbes (el hombre es lobo para el hombre…), en nada distinto a su antónimo “utopía” (cuya aplicación a la sociedad puede encontrar sus orígenes en el mismo platonismo). Y no creo que se pueda hablar de “novelas utópicas” como de un género literario. Pero no es éste el pensar de la mayoría.
En Wikipedia al menos se habla de “ficción distópica” (“dystopian fiction”) como un género literario más. Y lo mismo puede apreciarse en otros muchos foros de literatura y de lectura (pienso en goodreads.com, quelibroleo.com, etc.), e incluso en algunas publicaciones serias, incluso en lengua castellana -en la que, como ya se ha dicho, el vocablo ni siquiera existe-, como puede ser la reciente colección de historias Mañana todavía.
Por lo demás no me parece que esta temática dé para mucho. Y en el fondo siempre es más o menos lo mismo: un héroe que, siguiendo los pasos de Espartaco, descubre la injusticia social en la que vive (resulta algo preocupante que sus pacíficos conciudadanos no compartan su intuición), se enfrenta contra el régimen opresor y lidera a las masas revolucionarias hacia su liberación. La autora Suzanne Collins propone incluso como ambientación central de su trilogía lo que, en definitiva, no es más que una versión sofisticada de las luchas de gladiadores. Y no le quito mérito alguno a su exitosa trilogía. A fin de cuentas es por entero acorde a la temática “distópica”.
Pero en ningún caso puede la distopía suplantar a la épica. Y resulta preocupante que las encarnaciones de esta temática anti-utópica, además de estar empañadas de una antropología muy pesimista, se presentan siempre en formas de división humana. Cada libro es una gran escisión humana entre el “nosotros” oprimido y el “ellos” que oprimen.
Y se olvidan de la división paradójicamente fundamental y a la vez arcana, que ha estigmatizado al ser humano desde sus primeros pasos en este mundo. En palabras de San Pablo: “hago el mal que no quiero; y el bien que quiero, ése, no lo hago”. La lucha de toda la humanidad contra el mal. Y mucho más humano aún: la lucha en nuestro corazón entre el bien que queremos y que sabemos que es correcto, que nos hace libres, y el mal que nos deforma, que nos corrompe. Seamos dictadores o ciudadanos.
la batalla campañ del mundo no consiste en una lucha entre ricos y pobres, sino en una guerra entre el bien y el mal en el corazón de cada hombre.
No me refiero al corazón del hombre. Sino al corazón del “yo”, que soy hombre. Al corazón del héroe épico que representa mis ideales de virtud y de conquista. Y que lucha con la misma tentación al pecado con la que yo me enfrento día a día.
Así al final, en una revelación gloriosa nos damos cuenta de la gran mentira que entraña la dialéctica de Hegel y la lucha de clases. La batalla campal del mundo no consiste en una lucha entre ricos y pobres, entre ciudadanos y tiranos; sino en una guerra a muerte entre las fuerzas del bien y las del mal en el corazón de cada hombre. Vince in bono, malum.
Y precisamente por eso la victoria no se alcanza con una revolución, sino con una derrota. Y esa es la intuición genial de los grandes novelistas épicos del siglo XX. El bien construye. El mal destruye. El bien no destruye al mal. Lo derrota, pero no lo destruye. Porque el mal se destruye a sí mismo. Y no somos nosotros, al menos en el esquema de una antropología cristiana. Porque el mal del mundo es muy superior a las fuerzas de un héroe. Frodo no es capaz de tirar el anillo en el Monte del Destino. Pero la Providencia se sirve de las decisiones de los hombres para derrotar al mal. De alguna forma, Frodo destruyó el anillo cuando tomó la decisión de perdonar la vida de Gollum; cuando tomó la decisión de ser el portador del anillo; cuando tomó la decisión de no cejar en su esfuerzo por llegar a la cima del Monte del Destino. Pero, a la vez, no fue capaz de destruirlo.
Esta es la verdadera épica, la que enfrenta al bien contra el mal hasta sus últimas consecuencias. Y estos son los verdaderos héroes.
Revolucionarios sociales ha habido muchos a lo largo de la historia. Y pocos entre ellos pueden ser llamados verdaderamente héroes épicos.