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Hay poetas que solo leemos en otoño

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Se fue ya el verano, la estación orgiástica en que se disipan las obligaciones y florecen por doquier los latentes anhelos, esos que hibernan de crepúsculo a crepúsculo y amanecen solo al calor del mediodía.

Vacaciones, descanso u holgazanería, el tiempo de vacío en que cabe al fin la realización de los hombres. Donde alcanzan el ser los proyectos gestados en el invierno, bajo la gelidez de la nieve que sabe a nada, a modo de solución fantástica al tedio que anegara la ciudad –los corazones en la ciudad–. Mañanas en que se alza el sol como jugando en casa, y no con la timidez fugaz de diciembre; con decisión y poderío, dominando el cielo con báculo de fuego, inundando la vida de calor y movimiento, hasta abrasar la piel y aun el alma.

Son días en que el trabajo, que debiera ser la dignidad de una vida antes que el yugo bajo el que tantas veces se aparece, se esfuma; en que el deber se contrae hacia la nada, se diluye en un pasado frágil del que apenas queda, como testigo de que una vez fue, un recuerdo polvoriento y sepultado por la vorágine de ahoras que se abalanzan unos sobre otros. A julio solo convienen desvaríos impensables en febrero, fugas en pos del horizonte más irresistible –esas escapadas nuestras a la Atlántida–, entretenimientos prohibidos o imposibles y la mayor exaltación de ese no-sé-qué voraz del hombre, que exige lo inabarcable de cualquier experiencia. El elixir que fuere mientras deleite de cualquier manera y desborde .

Acompañan el sol, que disuelve la mínima nube, y una noche cálida y corta que invita a abandonar la intimidad de la habitación.

“¡Calor, calor, calor! La noche no mata, sino el hielo”

Estremece la caída de la primera hoja. Ese leve vaticinio, tan hueco como elocuente, profético, apocalíptico. Contemplamos pavorosos desde el fulgor del estío la primera víctima del porvenir, de la tragedia que sobreviene año a año a maltratarnos: la flor de la vida, el efecto del ser, que se hubo revestido de verde y frondosidad en la rama más alta y solemne, se seca. Se llena de muerte y se cae del sostén vital a la arena en que se camufla, rompiéndose en trocitos desde la rigidez de un cadáver.

Cenizas.

Y enseguida otra y otra. La calle queda sepultada por un manto pardo, catastrófico, que huele a sangre y cementerio. Los árboles, desnudos de una bofetada, se mueren uno a uno. El sol se retira antes y se muestra después, y lo hace como prisionero de un demonio invisible. Ya no calienta, ya ni alumbra, ya no disuelve la mínima nube, que crece hasta amordazar el mundo, la vida. Todo queda a oscuras, agrisado a lo menos. El frío nos envuelve en quilos de lana que saben a mortaja, y la niebla, de vez en vez, invade la luz que erigimos nosotros para conmemorar plañideros la derrota de Helios, nuestro dios.

Y la lluvia nos atiza en la cara. Como si no fuera suficiente colocarnos frente a esta nada orquestada, y ella pugnara por entronizarse en nosotros.

Además, el trabajo retorna a asfixiarnos; llegamos a odiar con profunda aversión la sola palabra –“trabajo“, que se allega a lo íntimo del oído como una lápida sobre la espalda que nos constriñera a la tierra–. Y las horas escasas en que “el sistema” tolera que alentemos en libertad las pasamos a oscuras, en tinieblas, en el hielo.

Hay determinados poetas que solo leemos en otoño. Es inevitable volver la mirada a esa estantería que cada mayo pierde su existencia, envuelta en telarañas, y desempolvar ese libro de lomo amarillento, que reza: “Del poeta maldito“, y lo firma León Felipe.

 

 

Otoño es esa prueba de Natura que solo superan dos clases de personas. Algunos, al término de la embriaguez, y en escasez de vino, ingenian nuevas formas de evasión. La música, o una pantalla, o una buena prórroga al calendario de fiestas del mes anterior. Acaban orinando sobre tumbas y carcajeándose ante la muerte. Como las moscas que, dice Machado, se posaron “sobre el juguete encantado, sobre el librote cerrado, sobre la carta de amor, sobre los párpados yertos de los muertos“.

Otros no sufren ausencias en otoño, ni entienden el espíritu del verano.

(@ChemaMedRiv) (Chema en Facebook) Grados en Filosofía y en Derecho; a un año de acabar el grado en Teología. Muy aficionado a la buena literatura (esa que se escribe con mayúscula). Me encanta escribir. Culé incorregible. Español.

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