El miedo en la literatura nos ha legado a varios autores que han trascendido su obra para convertirse en iconos culturales, como ha sido el caso de Edgar Allan Poe, Howard Phillips Lovecraft y, más recientemente, Stephen King. Con ello no queremos descartar por supuesto, a Mary Shelley, cuya máxima obra gótica está por cumplir su bicentenario, a Joseph Sheridan Le Fanu, Bram Stoker, Arthur Machen, M.R. James, Robert Bloch o a William Hope Hodgson, por citar algunos escritores.
Sin embargo, más allá de la ficción contenida en los relatos y cuentos de terror, horror o misterio, algo que resulta por demás llamativo es el cúmulo de símbolos y significados inmersos en la narrativa, y que inexorablemente nos remiten a la propia personalidad del autor.


Es el caso de Guy de Maupassant (1850-1893), el conocido escritor naturalista francés, cuyas narraciones alusivas a la angustia, la locura, lo sobrenatural y la muerte, han sido objeto de un estudio interdisciplinario durante más de un siglo.
Nacido probablemente el 5 de agosto de 1850 en el castillo de Miromesnil, en Tourville-sur-Arques, su madre, Laure Le Poittevin, era amiga de Gustave Flaubert, el célebre realista autor de Madame Bovary y La educación sentimental, y a quien Guy conoció en 1867, llegando a considerarlo su maestro. La pronta separación de sus padres y el carácter dominante de su madre, sin duda contribuyeron a la formación del futuro escritor que vio en el autor de Salambó a una figura paterna, siendo precisamente éste quien lo impulsó a comenzar a escribir y lo presentó a Émile Zola, Iván Turguenev y a los hermanos Edmond y Jules de Goncourt, introduciéndolo así al mundo literario.
Luego de haberse trasladado a París, abandonar los estudios de derecho y desempeñarse como funcionario, Guy de Maupassant fue desarrollando su característica personalidad pesimista y misantrópica, teniendo como filósofo de cabecera a Arthur Schopenhauer. Sexualmente promiscuo, es ampliamente conocida su aversión por el matrimonio, y la paternidad que se le atribuyó tras su muerte sobre Honoré-Lucien, Jeanne-Lucienne y Marguerite, hijos que presuntamente tuvo con Josephine Litzelmann.
Se cree que fue a causa de la sífilis, padecimiento que contrajo alrededor de 1877 y que se considera le produjo graves problemas nerviosos que llegaron a la demencia, que el autor del célebre Bola de sebo, intentó suicidarse a comienzos de 1893. Trasladado a una clínica parisina, falleció el 6 de julio de ese año, legándonos un total de seis novelas, alrededor de trescientos cuentos, seis obras de teatro, tres libros de viajes, una antología poética, e innumerables artículos y crónicas periodísticas sobre literatura, política, entre otros temas.
La obra de Guy de Maupassant se adscribe generalmente al naturalismo, el movimiento literario surgido en el último cuarto del siglo XIX y prolongado hasta bien entrado el XX, que se caracterizaba por describir la realidad social pero no limitándose únicamente al liberalismo, optimismo, y a la fe progresista de la clase burguesa, sino abordando la pobreza, la enfermedad, los prejuicios, la prostitución y la muerte. Su perspectiva pesimista y determinista era una de las principales cualidades que distinguían a este movimiento de su predecesor, el realismo. Así, encontraremos entre los escritores de esta estética al propio Émile Zola, a Alphonse Daudet, Nikolái Gógol, Fiodor Dostoievski, y a Anton Chéjov.
Como hemos mencionado, es diversa la temática que Guy de Maupassant aborda en su narrativa: Lo erótico, los celos, la psicopatía, la muerte y el más allá, así como el miedo y la angustia. Particularmente en este último tópico, son muy conocidos los relatos Sobre el agua (Sur l´eau, 1876), Miedo (La peur, 1882), La mano (La main, 1883), ¿Él? (Lui ?, 1883), Carta de un loco (Lettre d´un fou, 1885), La noche (La nuit, 1887), ¿Quién sabe? (Qui sait ?, 1890), y en forma especial, El horla (Le horla, 1886).
El Horla: una presencia
El horla es un relato originalmente escrito en 1882 y reescrito en ocasiones posteriores, en el cual el narrador refiere la existencia de una presencia que, aunque no le resulta posible identificar como una persona, sí es un ser invisible que constantemente lo acecha, y que durante las noches le absorbe la vida, por lo que atraviesa periodos de enfermedad sin causa aparente. Se trata, pues, de un relato sobre la angustia, lo siniestro y la locura.
El protagonista describe a manera de diario cuanto le ha acontecido, narrando que fue en su casa de campo cerca de Rouen a orillas del río Sena donde comenzó a percatarse de que diversos objetos le eran movidos de lugar, y por las noches le eran consumidas el agua y la leche que dejaba junto a su cama, lo que notó primero en forma fortuita, luego con el propósito de descubrir a quien irrumpía en su habitación. Conforme transcurre el relato, se vuelven cada vez más patentes la desesperación y la angustia que van sumiendo al protagonista en la locura, al no serle posible identificar la naturaleza del mal que le acecha, y al que ha llamado el horla:
¡El Ser! ¿Cómo lo nombraría? ¡El Invisible! No, eso no basta. Lo he bautizado el Horla. ¿Por qué? No lo sé. Así pues, el Horla apenas me abandonaba a partir de ese momento. Día y noche yo tenía la sensación, la certidumbre de la presencia de ese ser inasequible vecino, y también la certidumbre de que él se llevaba mi vida, hora a hora, minuto a minuto.
Es conocido que el término horla no existe como tal en francés, sino que parece ser una palabra compuesta por hors: fuera y lá: allá, y que permite al narrador tratar de identificar a la presencia como lo otro, algo fuera de sí pero que le resulta imposible determinar completamente. Es esto lo que le produce una angustia que va empeorando conforme avance el relato, alejando al narrador de la cordura.
Al tratarse de uno de los relatos más populares de Guy de Maupassant, las interpretaciones que se le han dado han sido muy diversas, siendo ampliamente difundida la creencia de que se trata de una confesión personal, relacionada con el deterioro físico y mental que comenzaba a consumirle por el inevitable avance de su enfermedad, aunque no han sido pocos los que consideren que no es una interpretación correcta, puesto que se estima que el estilo del escritor se mantuvo hasta 1891, año en que dejó de escribir.
Ya cinco años antes, en una carta dirigida a su amigo Robert Pinchon en 1877, Guy de Maupassant se había referido a la sífilis:
¡Tengo la sífilis! ¡Por fin! ¡La verole! No la despreciable meada caliente, ni la eclesiástica cristalina, ni las burguesas crestas de gallo, o las leguminosas coliflores, no, no, la gran verole, de la que murió Francisco I… Estoy orgulloso y desprecio por encima de todo a los burgueses. ¡Aleluya!, tengo la sífilis, por consiguiente, ya no tengo miedo a contraerla.
Sin embargo, no es posible negar que exista cierto paralelismo entre la historia contada en El horla y su decaimiento físico. Ya para 1885 los síntomas se habían agravado, causándole incluso alucinaciones, ex abruptos violentos y desdoblamientos, a la vez que su angustia se manifestaba en augurios de su pronta desintegración. Al año siguiente volvió a reescribir El horla.
Es así, que cuando en el relato describe la absorción de la vida del protagonista por ese ente indescriptible, encontramos una alegoría a la alienación de la voluntad por una fuerza desconocida e incontrolable, esto es, la disociación de la personalidad que el propio autor estima padecer, producto de su inefable angustia.
La angustia
El tema de la angustia ha sido ampliamente analizado por filósofos y pensadores tanto anteriores como posteriores a Guy de Maupassant. En El concepto de la angustia (1844), Soren Kierkegaard se refiere a la angustia como posibilidad, originada en la contraposición humana de la infinidad de posibilidades con la finitud de la propia existencia. En este sentido, la angustia surge cuando la persona se imagina la multiplicidad de posibilidades y las confronta con la realidad, es decir, para Kierkegaard la angustia es la posibilidad de la libertad:
Así es la angustia el vértigo de la libertad; un vértigo que surge cuando al querer el espíritu poner la síntesis, la libertad echa la vista hacia abajo por los derroteros de su propia posibilidad, agarrándose entonces a la finitud para sostenerse. En este vértigo la libertad cae desmayada. La psicología ya no puede ir más lejos, ni tampoco lo quiere. En ese momento todo ha cambiado, y cuando la libertad se incorpora de nuevo, ve que es culpable. Entre estos dos momentos hay que situar el salto, que ninguna ciencia ha explicado ni puede explicar.
En este punto es conveniente distinguir la angustia del miedo, ya que diversos pensadores coincidirán en que el miedo es una emoción que se produce siempre a causa de algo determinado, una amenaza real, presente o futura, en tanto que la angustia es un estado afectivo causado por algo indeterminado y carente de objetivo.
Esta distinción ya la hacía el filósofo danés al escribir:
El concepto de la angustia no es tratado casi nunca en la psicología; por eso debo llamar la atención sobre la circunstancia de que es menester distinguirlo bien del miedo y demás estados análogos; éstos refiérense siempre a algo determinado, mientras que la angustia es la realidad de la libertad como posibilidad antes de la posibilidad.
Para Sigmund Freud (Nuevas Conferencias de Introducción al Psicoanálisis. Conferencia 32), la angustia corresponde a un estado afectivo penoso, y ya desde la primera formulación de su teoría, el padre del psicoanálisis habrá de diferenciar entre una angustia realista y una angustia neurótica, siendo la primera de ellas una reacción que alerta al sujeto y le prepara para huir de un inminente peligro externo; mientras que la segunda la identifica con la excitación sexual inhibida, esto es, una transformación de la libido no aplicada al reprimir el deseo inconsciente, lo que pasaría a la conciencia como angustia.
Con el tiempo, Freud distinguirá tres tipos de angustia: La angustia realista, que se genera ante amenazas reales exteriores al individuo; la angustia neurótica, producto de la tensión entre el yo y el ello; y la angustia social, resultado de la exigencia del superyó al yo.
Ya Freud había abordado la angustia en su relación con lo siniestro (Lo siniestro, 1919) al analizar el relato de E.T.A. Hoffmann escrito en 1816, El hombre de la arena, en el que se narra la historia de Nathanaël, un joven que vive atormentado por un recuerdo de su infancia relacionado con el hombre de la arena, ese personaje folclórico que echa arena sobre los ojos de los niños para que puedan dormir, pero que ha sido convertido en una figura malévola y siniestra por una sirvienta que le cuenta sobre un ser perverso que echa arena a los ojos de los niños hasta que sangren, para luego arrancárselos y llevárselos a la luna para alimentar a sus hijos. La irrupción de ese trauma se da a consecuencia de que cada noche, su madre ordenaba que fueran a dormir porque vendría el hombre de la arena, aunque le insistió posteriormente en que no existía tal ser. La muerte de su padre, la relación entre Nathanaël, su amada Clara y su cuñado Lotario, así como la extraña presencia del abogado Coppelius y el comerciante Coppola, el profesor Spalanzani y Olimpia, dan un giro especial al relato.
El padre del psicoanálisis consideraba esta narración como muestra de la presencia de lo siniestro, lo ominoso, desde la más tierna infancia, puesto que expone el temor infantil que es materializado, en este caso, por medio del delirio. Freud ve la representación de la figura del padre en Nathanaël a través del propio padre y del siniestro Coppelius, así como también en Spalanzani y Coppola, aunque distingue los rasgos ambivalentes que representan. El temor a la pérdida de los ojos es identificado como parte del complejo de castración, que remite necesariamente a la angustia por la pérdida del miembro viril que ya había expuesto en Sobre las teorías sexuales infantiles. Lo siniestro, para Freud, viene a ser aquello que, debiendo permanecer oculto, se manifiesta.
Jacques Lacan retoma en su Seminario X el análisis de la angustia, e incluye como parte de ello al relato de Guy de Maupassant:
Por otra parte el sentimiento de desposesión fue perfectamente señalado por los clínicos de la psicosis. En ella la especulación es extraña, odd, como dicen los ingleses, impar, fuera de simetría. Es El Horla de Maupassant, el fuera de espacio, en la medida en que el espacio es la dimensión de lo que se puede superponer.
Lacan encuentra en la angustia a un afecto, distinto de los sentimientos y de las emociones. Este afecto es causado por un objeto inmaterial, pero amenazador.
En este sentido, lo siniestro se vincula con la angustia por cuanto la presencia invisible que la causa, aquello indefinible e indeterminable, es percibida por el sujeto y lo domina, pero que debiendo constituir un objeto material, permanece fuera del alcance de la percepción sensorial, lo que no le impide, sin embargo, influir en la conducta del individuo. La disociación que cree padecer Maupassant se manifestaría en la ausencia de su reflejo en el espejo, creyendo primero que es un doble maligno, pero intuyendo después que no es totalmente ajeno a su propia persona.
Lacan lo refiere de esta forma:
La imagen especular se convierte en la imagen extraña e invasora del doble, se convierte en lo que le ocurre poco a poco al final de la vida a Maupassant, cuando comienza a dejar de verse en el espejo, y de lo que inmediatamente sabe, que el mismo no deja de tener relación con ese fantasma: cuando el fantasma se da vuelta, ve que es él mismo.
De esta forma, podríamos afirmar que la angustia descrita en El Horla es la descripción autobiográfica de Maupassant, respecto de un doble que trae la muerte y la destrucción del escritor, y que vemos claramente en el momento de la imagen especular en el relato. El escritor siente que su final está próximo, y conforme avanza inexorable hacia ello, su despersonalización se hace cada vez más patente.
¿Cuál es la angustia en Maupassant? La presencia de ese Otro ominoso, que trae consigo la destrucción, la disociación manifiesta en la imposibilidad de encontrarse en el espejo, salvo una representación maligna. El estado físico cada vez más deteriorado que culminará inevitablemente en su propia muerte. Ajeno a cualquier doctrina religiosa, Guy de Maupassant intentó mantenerse firme y digno mientras era consumido por su enfermedad, hasta llegado el momento en que, sumido en la locura, no pudo sobrellevar la angustia, llegando así a acabar con su vida.