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El Principito viaja a San Ireneo de Arnois

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La novela de Natalia Sanmartín, El despertar de la Señorita Prim, busca ser un respiro en medio del vértigo de la sociedad del s. XXI. En ella se relata la experiencia de una joven moderna, inteligente y trabajadora; que empieza a trabajar como bibliotecaria de la colección personal de un sujeto extravagante, en un hogar repleto de niños extraños, en un pueblo que parece anclado en un pasado en el que se valoran más las humanidades que el desarrollo técnico. Esta experiencia conducirá a la protagonista a realizar una reestructuración fundamental en sus valores y en sus prejuicios más sólidos sobre Dios, la vida y el ser humano.

En una noticia sin aparente relación con lo anterior: próximamente–el 11 de diciembre, se dice– aparecerá en la gran pantalla española, la producción de Mark Osborne “El Principito” (The Little Prince). Hace poco he tenido la oportunidad de volver a releer la novela de Natalia Sanmartín y de ver esta adaptación de la obra del aventurero francés Antoine de Saint Exupéry. No he podido dejar de asombrarme ante el magnífico retrato que hacen ambas una de una poderosa intuición común: en el corazón de la humanidad más gris hay una chispa de trascendencia.

La protagonista de Natalia Sanmartín, la señorita Prudencia Prim, tiene que sumergirse en ese pueblo extraño –San Irineo de Arnois– para redescubrir esta chispa interior. La protagonista del largometraje dirigido por Osborne tiene que penetrar en el misterioso jardín de su extravagante vecino para que sus ojos se iluminen de ilusión.

Decía Goethe que pensar es más interesante que saber, pero menos interesante que mirar.

Prudencia Prim y el Aviador y la Niña del Principito aprenden a mirar. Y ese aprendizaje hace que su historia sea relevante.

Se trata de un aprendizaje en toda regla: la intuición juega con la paradoja de la infancia material y la espiritual. Los personajes arrancan sus respectivas historias como “adultos”, “envejecidos” por haber perdido sus ilusiones, independientemente de su edad real.

De una forma o de otra, de modo fortuito o motivado todos llegan a un lugar necesario para crecer: un desierto, una casa junto a un vecino extraño o San Ireneo de Arnois. Ese lugar tiene las características necesarias para que cada uno de ellos emprenda el camino oportuno. Es como el medio ambiente de las teorías darwinianas, pero para el alma humana.

En ese lugar sucede el Encuentro. Encuentro con mayúscula porque es el pivote que da sentido al aprendizaje. Prudencia Prim se encuentra con el hombre del sillón. Pero no sólo. Se encuentra con el divertidísimo club de feministas, con los ateos del pueblo, con los niños de la casa. El Aviador se encuentra con el Principito –que resume genialmente toda posibilidad de encuentro– y la Niña se encuentra con el Aviador, ya anciano y cargado de recuerdos.

Ese Encuentro en ese lugar determinado detona cualquier hábito de mediocridad. Borrón y cuenta nueva y a construir. Porque el aprendizaje que llevan a cabo estos personajes, de la mano de sus respectivos mentores, consiste en una verdadera construcción de valores, de ilusiones perdidas, de redescubrimiento de significados vitales. Es un volver a iluminar la mirada, devolver la luz a los ojos grises, aprender a asombrarse.

Es un proceso que arranca con un Encuentro, pero que se desarrolla, arraigado en el ambiente apropiado, dentro del corazón de cada persona. Otra de esas frases famosas de Goethe: “cuando el hombre no se encuentra a sí mismo no encuentra nada”. Cuando el hombre no descubre en sí la capacidad de asombro, la chispa que le impulsa a mirar con nuevos ojos la realidad que le rodea para dotarla de significado, no encuentra nada.

No es una conversión en sentido estricto. Al menos yo no lo llamaría así. Es más un descubrimiento de algo que ya estaba dentro, para volver a leer el mundo con nuevos ojos. Y así, como por ensalmo, resurge la belleza de la vida con un resplandor inagotable: el amor, la amistad, la sabiduría, el arte, la espiritualidad… lo más noble en el ser humano ocupa el sitio que le corresponde en nuestras vidas.

Con estas experiencias culturales –el leer una novela como la de Natalia Sanmartín, un clásico como el Principito o el ver su adaptación animada– ayuda a frenarse un momento, a escapar por unos instantes deliciosos del frenesí de lo cotidiano y a volver a recordar el sentido verdadero y último de nuestras vidas.

Nos enseñan a mirar.

 

Doctor en Filosofía en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum de Roma. Me considero, ante todo, un gran lector. Inclinado por naturaleza hacia las humanidades clásicas y la literatura inglesa, y por vocación a la metafísica y a la lógica. Católico tras las huellas de Newman, Chesterton y Benedicto XVI. Filósofo tras las huellas de Santo Tomás de Aquino y de Aristóteles. Y gran aficionado al mundo de Tolkien.

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