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El lenguaje de los sonidos

En Democultura/Música por

Si busca estilos de música en cualquier explorador digital, libro de música o enciclopedia que se precie, a buen seguro que encontrará más de los que era capaz de imaginar. Probablemente por eso de que la música no es más que el lenguaje del alma. Y como cada uno de nosotros cargamos con una –con mayor o menor esfuerzo – significa que lo hacemos con banda sonora propia. Así que he aquí el primer consejo: no se molesten en cuantificar la música.

La inevitable tendencia a la categorización del ser humano hacia toda realidad, incluido el arte, hará que ante usted aparezca una interminable lista de estilos y variantes. De entre todos ellos, hay uno que encarna a la perfección la máxima anteriormente señalada: el estilo libre.

Si nos remontamos a su origen, probablemente no acertemos a encontrar una fecha o un lugar. De hecho, sería un error tratar de ubicarla en un marco de espacio-tiempo. Porque la música nació sin reglas. Sonidos que emiten los distintos cuerpos, que primero sorprende al humano, después lo entretiene y al final se acaba convirtiendo en un lenguaje lleno de sentido. Creo que no erraríamos si dijéramos que la música nació sin estilo, que guarda un origen tan antiguo como el hombre. Un principio sin armonía, sin letra ni partitura, ni más sentido que el dejarse llevar. Dejar que el alma tome forma de sonido. Creo que en ese momento encontramos la semilla de la música.

En esa necesidad de control del hombre ante su medio, ante su mundo, va desarrollando la capacidad de recordar, de aprender y, en este sentido, de transmitir. Así evoluciona la música. Desde la transmisión de un rito, de una contraseña en forma de golpes, sonidos y onomatopeyas, a la transmisión de un ritmo, de un cántico, de un significado. La música envuelve de emociones a quien la escucha, pero también sirve para expresarse con el más allá, evocar espíritus y deidades, para pedir y ser escuchado, o celebrar un hecho convertido en rito y en estandarte de la identidad de un pueblo.

Ese lenguaje nace con el hombre y le acompaña en todo su camino. Evoluciona con él, se enrevesa como él, se utiliza como arma y más tarde como comercio. Se complica. Pero sigue siendo un lenguaje necesario. Cada vez más elaborado, cada vez más pretencioso e intencionado.

Pero saltémonos eras y edades de cultura musical para llegar a la América profunda de los años 30. En esa tierra de rascacielos recién estrenados, revestida de segregación racial y con la elegancia del zapato de charol y el sombrero borsalino, se va a dar un fenómeno que devolverá la música a ese origen primitivo, aventurero e introspectivo: la Jam Session. No es que hasta la década de los 30 del siglo XX nadie se dejase llevar por la expresividad de su voluntad rítmica, sino que es ahí cuando, una vez más, el hombre categoriza el acto.

‘To Jam’ tiene un doble significado: estorbarse, agolparse; e improvisar. No sabría decirles si por mera casualidad, o por una vinculación referencial. Perdóneme el vacío documental. El caso es que las jam sessions comenzaron en clubes o locales, una vez concluida la función ordinaria, o incluso en viviendas particulares, donde se reunían músicos fuera de su horario de trabajo para tocar lo que les viniera en gana.

 

El periodista George Frazier (1911-1974) lo definió como “una reunión informal de músicos de Jazz, con afinidad temperamental, que tocan para su propio disfrute música no escrita ni ensayada”.  Más tarde, Philippe Carles, André Clearchat y Jean Louis Comolli añadirían a esa frase el detalle de que estos artistas “no trabajan habitualmente juntos y que, sin líder, programa definido ni partituras, improvisaban a partir de temas o estructuras armónicas conocidas por todos”.

La Jam nació como un acto de subversión a las reglas del show business que ya por entonces empezaba a sedimentar su estructura. Se convirtieron en el escenario donde los músicos rendían culto a la música, donde el artista daba rienda suelta a lo espontáneo. Un ring donde las grandes figuras se batían en el virtuosismo del sonido, de la pasión y del amor a la música; donde jóvenes instrumentistas acompañaban a artistas consagrados. El lugar en el que la gente se juntaba en torno al amor a tocar, a disfrutar del sonido y a expresarse de la mejor manera que sabían. Todo ello bajo la única ley que marca la música.

Pero de nuevo la industria descubrió el filón comercial de estas reuniones. Se empezaron a promocionar las ‘Tenor Sax Battles’, espectáculos donde los músicos medían su dominio del instrumento. Incluso se podía ver a la promesa local retando al artista de renombre, que había llegado a la ciudad con motivo de un espectáculo. Estas ‘batallas’ comenzaron en New Orleans, una de las grandes cunas del jazz, que por aquel entonces rebosaba de locales con música en directo, con músicos de color (sobra decir que una gran mayoría) que habían adoptado la calle como escuela, y el saxo como libro. El auge era tal, que los locales enviaban a sus bandas musicales a la calle para atraer a los clientes. El problema era que en muchas ocasiones se topaban con la banda de otro local, entonces el espectáculo estaba servido.

Mientras por aquella época Chicago se regía por el número de Ford 18 acribillados por una Thompson, en New Orleans mandaban las notas, la rapidez de los dedos a las llaves del saxo y la capacidad pulmonar. Las bandas competían en plena calle por ganarse a la clientela. Se batían por conseguir el mayor éxtasis de los presentes, arrancar su aplauso y llevárselos al club como premio a su destreza.

La buena costumbre y la libertad musical no tardaron en llegar a Nueva York, ciudad que comenzaba a asentarse como el faro del mundo y donde nacieron clubes de jazz como el famoso Minton´s, en pleno corazón de Harlem, cuyo escenario aún hoy en día sigue acogiendo a figuras consagradas y jóvenes promesas. Ese mismo al que en su día se subieron Thelonious Monk, Kenny Clarke, Charlie Parker o Dizzy Gillespie.

Segundo consejo: Denle al play

Con la llegada de los 40’ el estilo libre comenzó a ser un boom imparable. Todas las ciudades estadounidenses querían su espectáculo y el productor Norman Granz supo sacar partido de ello. Granz, del que más tarde se dijo que ‘fue el que más hizo por el Jazz’ creó la Jazz at the Philarmonic, donde se llegaban a reunir una docena de los mejores artistas en torno a jams abiertas al público. Su éxito les llevó a tocar en el Philharmonic Auditorium de Los Ángeles – de donde tomaron su nombre – ante más de 2000 personas. Aunque cobraban por el espectáculo, aún quedaban indicios de la filosofía jam: los beneficios se repartían entre los músicos, se defendía la esencia del jazz y no paraban en aquellas ciudades que mantenían la segregación racial. Músicos de la talla de Ella Fitzgerald, Nat King Cole, Willie Smith o Don Byas acompañaron a la banda en más de una ocasión. La fama de la Philharmonic fue tal, que incluso llegaron a grabar una película titulada Jammin´ the blues, candidata al Oscar, y se embarcaron en giras por Europa, Australia y Japón. Algo al alcance de muy pocos artistas y menos de color.

Sin duda eran tiempos dorados para el jazz, para la música nacida del sentimiento  y el estilo libre. Pero el brillo de las jams sessions se fue ensuciando poco a poco. En los 50`cayeron en la sombra y en los 60’ lanzaron su último aliento con el free jazz. La gente, la moda y la música miraron hacia otro lado y el estilo libre quedó relegado al deleite personal de la intimidad de los locales vacíos.

Otros géneros como el rock, el rap o incluso la música folclórica también se han atrevido con el arte de la improvisación. Todos ellos géneros nacidos en la calle, de gente que necesitaba dar forma a su voz interna pero que carecían de la formación académica de la partitura, de la composición y del sonido hecho tinta. Genios que encontraban en la música su mejor forma para expresarse, dejar su huella, mostrar el ritmo que acompaña sus pasos, las letras que mejor les entienden y la entonación que marca su corazón. Rock, rap, reggae, ninguna de ellas nació en la rectitud de las escuelas, ni del profesionalismo de los estudios. Son estilos que salieron de la necesidad imperiosa de expresar lo más profundo de sí mismos mediante el único instrumento que era capaz de llegar ahí adentro.

Samuel Butler dijo que “la música debe ser compuesta con el oído, con el sentimiento y el instinto, no con reglas”. Víctor Hugo declaró que “la música expresa aquello que no puede decirse con palabras pero no puede permanecer en silencio”. Este es el mensaje original de esa semilla sobre la que se asienta el árbol milenario de la música, y el que todo músico y ser humano de este mundo ha conocido a través de una poesía que carece de palabras.

A día de hoy, todo lo que rodea a la música es muy diferente. Si quiere saber cuál es el boom del momento tendrá que preguntar a Spotify; si lo quiere bailar, busque en youtube, y si lo que le preocupa es no encajar en el target, encienda la tele y espere a ver el primer anuncio de cerveza para jóvenes. Pero ahí no encontrará el deleite de un instrumentista, la pasión de una voz, ni todo el lamento que cabe en los pulmones. Para ello tendrá que caminar por el trastero de la música. Caer en el desinterés de los horarios cotidianos, donde el instrumento es la voz y la voz es sentimiento.

Aún quedan lugares donde la música no tiene mucha más finalidad que la de sonar. Lo que pasa es que al final consiguen expresar, abstraer y evocar. Despertar un lenguaje que no entiende de reglas y donde lo único implícito es el propio sentimiento. Pequeños locales donde se reúnen aquellos a los que las palabras les son sordas y solo la banda sonora que llevan dentro se atreve a entender su corazón.

Un último consejo: Escaven en los recovecos de sus ciudades. Aún quedan semillas.

Editor de Democresía. Periodista, politólogo y aventurero a tiempo completo. Amante de la literatura y del cine de verano. Master Chef de emociones, que a veces sirve en plato de imágenes o palabras. Sueña con poder hacerlo a lo grande algún día y acertar 15 casillas en la quiniela.

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