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El humo entre tú y yo

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Creo que en las facultades de Periodismo se sigue estudiando todavía el efecto denominado como espiral del silencio. Introducida por la politóloga alemana Elisabeth Noelle-Neumann, se trata de una teoría que muestra la opinión pública como una forma evidente de control social en la que los individuos con opiniones diferentes se sienten demasiado intimidados por las opiniones de la mayoría, que son las que asientan lo que se considera como socialmente aceptable. 

Pues bien, el otro día esta teoría salió a colación en una conversación en unas copas -lo sé, en Madrid sabes siempre cómo empiezas la noche pero nunca cómo terminas- a las que tuve el placer de asistir para formar parte activa de la todología de la capital. El caso es que había un tipo que estaba muy cabreado con que las estrellas del rock fueran cada vez menos drogatas. Entonces surgió otro tío del fondo de la habitación soltando no sé qué rollo sobre que eso era un concepto completamente demodé. Todo lo decía mientras citaba a un montón de gente como para dar la impresión de que era cultísimo o algo así. 

Era una de esas noches de verano en Madrid en las que todo el mundo está bebiendo. Parecíamos sacados de una especie de secuela distópica de Dazed and Confused, pero lo llevábamos realmente bien. Entonces empecé a pensar que quizás el rockero nostálgico tenía algo de razón. En este bendito 2019, hasta arriba de reguetón y redes sociales, las estrellas se pelean por mostrar en sus perfiles sus rutinas de gimnasio, ejercicios que nos recomiendan para tener una vida más saludable y también alguna que otra promoción de cosméticos. 

La verdad es que yo siempre me sentí atraído mucho más por el perdedor. El que siempre parece estar en su último aliento, que se desvive por mostrar un arte que puede que nadie escuche. Para que permanezca su alma, pase lo que pase con su cuerpo maltrecho. Por eso el retiro de los Rolling Stones a la mansión de Keith Richards en el Sur de Francia a grabar el Exile on Main St. me parecerá siempre la Champions League del romanticismo. 

A la mañana siguiente me levanté con resaca y observé en la prensa este escalofriante titular: Netflix se compromete a reducir la aparición de tabaco en series. Fue entonces cuando apareció Elisabeth Noelle-Neumann en mi cocina y me dijo que yo no tenía ni la menor idea. Ni de espirales ni de silencios.  

Como seguro saben, Netflix no es únicamente una plataforma de vídeo en streaming, ahora también es una compañía dedicada a emitir juicios de valor por todo el globo con una frecuencia cada vez más recurrente. Lo cierto es que podríamos haberlo visto venir. Después de dejar de grabar en países por divergencias con la su política legislativa y expulsar a actores principales de las series de su parrilla por meras acusaciones, lo de los cigarrillos es una nimiedad. 

Por esos momentos yo ya pensaba que vivía directamente en el Londres de Un mundo feliz. Para los dudosos: la nueva censura también afectará a los cigarrillos apagados en un cenicero o las cajetillas visibles en los restaurantes y tiendas. De locos. 

Fue entonces cuando empecé a pensar qué habría sido de mi cinefilia sin el tabaco. Me imaginé a Jean-Paul Belmondo caminando por París del brazo de Jean Seberg sin un cigarro eterno -y enorme- en sus manos. Me imaginé cómo quedaría la larguísima escena de la habitación sin su mítico diálogo: “Una mujer que dice que todo va bien y es incapaz de encender un cigarrillo tiene miedo de algo”. Quedaría de pena. 

Otros personajes como Don Draper de Mad Men o Tommy Shelby en Peaky Blinders -magistralmente interpretados por Jon Hamm y Cillian Murphy- resultarían completamente irreconocibles sin sus adicciones a flor de piel. Tony Soprano perdería toda su atmósfera sin ese puro que nunca termina de encenderse del todo. Matthew Mcconaughey como Rust Cohle en True Detective. Bueno, es que realmente si a ese personaje le van a borrar el humo es mejor dejarlo en un cajón. O lo que es peor: ¿qué sería de Omar Little de The Wire sin poder fumar sus cigarrillos mientras se entrega al amor verdadero, cita a los clásicos y le pega el palo a algún pandillero? -“Omar comin´ yo!”-. Lenny Belardo me gustaría mucho menos sin su obsesión con ese mechero de Venecia en The Young Pope. En definitiva: fumadores, arqueólogos de la estética, últimos románticos. 

Don Draper, amante del cigarrillo, la publicidad y protagonista de Mad Men (Imagen: Complex).

Mi cabeza siguió recorriendo rápidamente algunos de mis momentos preferidos del cine: Marcello Mastroianni intentando encontrar inspiración para su novela al encontrarse con su ángel, con las gafas de sol puestas, la máquina de escribir caliente y el cigarro encendido en el cenicero en La Dolce Vita; Bogart pasándole cerillas a Bacall mientras se miran fijamente en Tener y no tener (“Anybody got a match?”); La última escena de El tercer hombre: Joseph Cotten apoyado esperándola mientras ella camina por un largo sendero. Ella pasa de largo. Él mira al frente, sonríe y se enciende un cigarro. Música de Anton Karas. Sentimiento. Fin; Audrey Hepburn pidiendo fuego en Desayuno con diamantes y todos los buitres de la sala encendiendo mecheros; los pitillos de miradas cómplices de Redford y Newman en El Golpe antes de jugársela a Robert Shaw; Jep Gambardella fumando y buscándole el sentido a la vida mientras pasea por Roma al amanecer en La gran belleza; el cigarrillo que se fuma Al Pacino cuando le dice a Diane Keaton en El Padrino que no le pregunte nunca por sus negocios; John Travolta y Uma Thurman compartiendo un minuto de puro silencio antes de bailar en Pulp Fiction; Di Caprio acordándose de su mujer en Shutter Island; De Niro gestionando una buena paliza en Casino; y así podríamos seguir otros mil artículos más. 

Todas esas escenas que me enseñó mi padre mientras fumábamos sin parar y que luego eran minuciosamente analizadas por Garci y compañía en ¡Qué grande es el cine! Otros que también se ocupaban de llenar los estudios de TVE del humo de sus cigarros, puros y pipas. 

Humphrey Bogart (para mí el único que de verdad ha fumado en la gran pantalla), con su cenicero a rebosar y sus interminables vasos de whisky de madrugada al haber visto cómo el amor de su vida entra por casualidad en su bar de Casablanca, ¿qué debe hacer ahora según los estándares de Netflix? ¿Jugar al Ping-pong? ¿Hacer una tabla fitness? Me niego. 

Por ello, reivindico enérgicamente nuestro derecho a ser unos demodé, a disfrutar de todos nuestros personajes predilectos consumiéndose a la vez que su tabaco, enamorándose entre miradas furtivas con cigarrillos a medias, viviendo a través del humo. Eduquen a sus hijos para que no fumen, si les apetece. Pero hagan el favor de no robarnos el cine a los demás.

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Graduado en Derecho y Periodismo. Amante indómito. La literatura, la escritura, el cine y la música guían mis pasos. Colaboro en Radio Internacional y también he publicado una novela titulada Tormenta de verano. Actualmente busco la gran belleza en el fondo de los vasos y ceniceros.

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