En su obra ya clásica, El Universo del Western, Astre y Hoarau dedican una decena de páginas a hablar del ocaso del Western. Desde los años 40´comienza a imponerse el afán revisionista. Los indios no son los malos de la película. Custer no fue un campeón sino un sádico. Comienza a ser difícil distinguir entre buenos y malos. En los años setenta EEUU se muestra ya cansada de su mito nacional. Los western crepusculares vienen a desmitificar el gran relato, América se ríe, sin ganas, de sí misma. Como en toda etapa de decadencia, los frutos que se entregan al gran público son un recuerdo vago de las glorias pasadas. El género agoniza. Así acaba el ensayo de estos autores franceses. Corre el año 1975.
Pero los 70´ también han quedado atrás. Y el remordimiento ante sus excesos, así como el escepticismo dominante que le llevó a esta nación a la furia iconoclasta, se han apaciguado. Con distancia, sin la ingenuidad primera aunque sin tampoco la fuerza creativa de sus mejores años, vemos hoy como el género vuelve a sumar devotos. Y los resultados no defraudan. Dos grandes frutos de esta vuelta al género son dos grandes series de los últimos años: Deadwood (2005-2006) y Justified (2010-2015). Aun tratándose de un western revisionista (David Milch, su creador, pasó varios meses documentándose acerca de esta ciudad sin ley, sus personajes, costumbres y pecados) Deadwood plantea, en su núcleo fundamental, uno de los temas principales del mito: la lucha entre el caos y el orden. Justified, por otro lado, es fiel en su esquema al relato clásico. Y en el escenario que propone, América puede volcarse a interpretarse a sí misma, a reflexionar sobre sus fobias, sus anhelos, su identidad mermada. De ahí que un autor pueda llamar a Justified “a 9/11 Western”, en cuyas entrañas cree descubrir una reflexión crítica sobre el discurso legitimador de Bush contra Al-Qaeda. Estas dos magníficas series abogan por recuperar el mito, por reparar el espejo roto en el que una nación se ha visto crecer y cambiar con el paso de los años.
Decía André Bazin que “el western ha nacido del encuentro de una mitología con un medio de expresión”. John Ford, el insuperable maestro del género, decía también que si tuviera que escoger entre el mito y el hecho histórico, se quedaría con el primero. El western no es un mero escenario histórico, un decorado cualquiera en el que insertar un drama. Es cierto que el espacio y el tiempo importan. Pero importan en la medida en que remiten a un espacio y tiempo míticos. Un universo cargado de símbolos, que incorpora el relato de la gesta de los colonos, su misión civilizadora que obedece a un plan divino, el Oeste como segundo Edén, los conflictos inmemoriales que acompañan al hombre desde siempre: caos y orden, pecado y redención, inocencia y culpa, ley natural y ley positiva, libertad, autonomía, segundas oportunidades. Los arquetipos del western sirven a esta causa. El resultado de todo ello es un conjunto de estructuras interpretativas en donde la sociedad americana puede medirse a sí misma, tomar conciencia de aquello que la obsesiona, le preocupa, teme o anhela. Y con la sociedad americana también toda una civilización. Porque los grandes temas del western son los grandes temas de Occidente.
El western no es un mero escenario histórico, es un universo cargado de símbolos que incorpora el relato de la misión civilizadora: el Oeste como segundo Edén.
En una clase con estudiantes de Guión, David Milch señala la columna vertebral de Deadwood: “la idea es la siguiente: el impulso fundamental que lleva a la gente a civilizarse es la idea de que el caos es muy incómodo. La absoluta imposibilidad de que cada uno se desarrolle como individuo, que no sepa muy bien quién es quién, la implacable y no resuelta falta de piedad… todo ello supone un cuestionamiento a la idea de orden. Y vivir eso resulta duro. El mundo no termina ahí: en realidad, es donde empieza”. El pueblo minero de Deadwood representa, a mi modo de ver, el escenario más puro del western: un entorno semicivilizado. La tensión dramática no puede ser mayor allí donde conviven en pie de igualdad tantos polos opuestos (sheriff-bandido, ley-delito, frontera-civilización, etc.) agrupados en las fuerzas orgánicas de la socialización y las fuerzas disgregadoras de la violencia. Allí, la moral no puede esconderse en las buenas costumbres –aún no han llegado al pueblo –, sino que debe manifestarse en cada uno de los personajes separados del todo; cada uno debe tomar de su propia conciencia el criterio de acción. La ambigüedad moral, el que no sea posible identificar al bueno con la ley, y al malo con el delito, da consistencia y complejidad al drama. Es otro de los aciertos de Justified, por ejemplo, donde Raylan Givens, el sheriff, es tan valiente como irascible, todo un héroe griego viviendo en un condado perdido de Kentucky.
Justified y Deadwood, además de contar con guionistas y actores extraordinarios (Walton Goggins/Boyd Crowder y Ian Macshane/Al Swearengen, los geniales villanos de cada una de las series se llevan la palma), son series tan sólidas y exitosas, creo yo, por recuperar el mito del western en un momento tan crítico en lo que a identidades se refiere. Veremos si esta nueva oleada del Western se queda aquí, o sigue ofreciéndonos oportunidades para repensar los grandes temas, olvidando viejos complejos y reconociendo el valor del mito.