“El hombre es perecedero. Puede ser, mas perezcamos resistiendo, y si es la nada lo que nos está reservado, no hagamos que sea esto justicia”.
Étienne Pivert de Sénancour, “Obermann“; carta XC (1804).
Corregiría Unamuno a quien, en el prólogo de Niebla, entronizara entre sus referentes: “cambiad esta sentencia de su forma negativa en la positiva diciendo: «Y si es la nada lo que nos está reservado, hagamos que sea una injusticia esto», y tendréis la más firme base de acción para quien no pueda o no quiera ser un dogmático“. Porque no hay nada peor que el infierno, un infierno a cuyas puertas advirtió escrito Dante: “Lasciate ogni speranza” (dejad toda esperanza), y que el filósofo bilbaíno así definía: desesperación. “¡Hay que vivir…!“. Sobre la razón, o contra ella si fuere necesario.
Hay que vivir. No tiene sentido yacer sobre la muerte inexorable, si eso que se mate de una vez, haciendo justicia sobre sí. Si se teme la nada sobre la que florece la vida, hay que inventar el Ser para no morir, para no vivir aterrado que es lo mismo. “Sufrir por la vida y por la muerte” en la vida que morimos, en palabras (las cursivas) de Rubén Darío, contemporáneo. Y si ese Ser a crear nos ha sido ya otorgado como un dato de experiencia, y es posible, sintamos sin necesidad de construir.
Trágico es también el verso del nicaragüense que acabo de traer a colación (para introducir en paralelo a la primera parte de esta reseña). Si el bien llamado padre del Modernismo no fue vitalista, no lo ha sido nadie ni lo será jamás. No hay más que leer Azul, ese texto que marcaría el devenir literario de la América de habla latina, o Prosas profanas, o Canto a la Argentina; o en fin, cualquier cosa de su puño, para darse cuenta de que la razón juega en sus lomos un papel casi nulo, y escribo “casi” por no categorizar. El gran protagonista es el Cisne, el erotismo, la experiencia sensual más allá aún de la vital. Rubén vive, y si acaso luego piensa para justificar lo que anhela y ejecuta. Así se explica con facilidad su sincretismo religioso, en que junta en chirriantes mezcolanzas porciones de primeros y de postres, de cristianismo y de misticismos orientales.
Pues bien: la crítica es unánime reconociendo en su tercera gran obra, Cantos de vida y esperanza, un punto de inflexión, un principio de reflexión y de intimismo que no abandonaría la pluma del autor hasta su muerte, una década más tarde. Sus poemas de madurez son letras todavía alegres y muchas veces ebrias como antaño, pero con tintes trágicos que resultan novedosos, con resonancias de muerte y alusiones a la nada que se hacía enorme frente a sus pupilas, que se le aparecen a sí mismo yermas, derretidas.
Cantos de vida y esperanza, de rúbrica celeste y esplendorosa, de contenido grandioso, ínclito, que sin embargo, quiso cerrar en insólita amargura con un cadáver, que intituló Lo fatal, y que holgando glosas, me limito a transcribir:
Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque ésa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror…
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por
lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,
¡y no saber adónde vamos, ni de dónde venimos…!


Cabe dudar, a la luz de un vitalista que así se sincera, que sea posible vivir lo que no se piensa. O pensar lo que no se vive. El poema rezuma contradicción, esquizofrenia, inestabilidad que ha de resolverse de un lado o de otro. Tiempo relativo, con vocación de muerto, ha de sobrevivir por fuerza el sí-pero-no en la persona, que es una y se duplica contra sí misma en metafísica aporía. Creer contra la razón; vivir el factum, el hecho, contrario a la veritas, ambos con poder para trascender la esfera de la conciencia, para abordar la realidad y en ella darse muerte. ¿Es posible creer en Dios creyendo que no existe? ¿Es posible vivir, experimentar, lo que se juzga falso con certeza?
«Y si es la nada lo que nos está reservado, hagamos que sea una injusticia esto». Remedio para adogmáticos… ¿o panem et circenses para agnósticos? Unamuno, después de muerto, comparece ante el tribunal de Juvenal. Y yo le acuso de falso y prevaricador esgrimiendo esa corrección que hiciera a Sénancour, corrigiéndole a él mismo argumentando su vida: creyó que era la nada lo que le estaba reservado, y trató que eso fuera injusticia. Después de todo, fue él quien dijo que no se había de buscar filosofía en la obra del filósofo sino en su biografía. ¿Creyó al final Unamuno?
El género novelístico es para el vasco, según Julián Marías, un método de conocimiento. Es a don Miguel lo que el laboratorio al científico; un modo de conocer la hipótesis al través de un ensayo y una verificación.
San Manuel Bueno, mártir es una ficción de reportaje. Angelina Carbanillo recupera las memorias del santo del pueblo, don Manuel, el párroco y confesor suyo, cuyo proceso de canonización está instruyéndose. Angelina relata el momento más importante de la historia, que prepara el desnudo de don Manuel:
“En el pueblo todos acudían a misa, aunque sólo fuese por oírle y por verle en el altar, donde parecía transfigurarse, encendiéndosele el rostro. Había un santo ejercicio que introdujo en el culto popular, y es que, reuniendo en el templo a todo el pueblo, hombres y mujeres, viejos y niños, unas mil personas, recitábamos al unísono, en una sola voz, el Credo: «Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra…» y lo que sigue. Y no era un coro, sino una sola voz, una voz simple y unida, fundidas todas en una y haciendo como una montaña, cuya cumbre, perdida a las veces en nubes, era Don Manuel. Y al llegar a lo de «creo en la resurrección de la carne y la vida perdurable» la voz de Don Manuel se zambullía, como en un lago, en la del pueblo todo, y era que él se callaba. Y yo oía las campanadas de la villa que se dice aquí que está sumergida en el lecho del lago -campanadas que se dice también se oyen la noche de San Juan- y eran las de la villa sumergida en el lago espiritual de nuestro pueblo; oía la voz de nuestros muertos que en nosotros resucitaban en la comunión de los santos. Después, al llegar a conocer el secreto de nuestro santo, he comprendido que era como si una caravana en marcha por el desierto, desfallecido el caudillo al acercarse al término de su carrera, le tomaran en hombros los suyos para meter su cuerpo sin vida en la tierra de promisión“.
Y más adelante, cuenta de él lo siguiente:
“Su vida era activa y no contemplativa, huyendo cuanto podía de no tener nada que hacer. Cuando oía eso de que la ociosidad es la madre de todos los vicios, contestaba: «Y del peor de todos, que es el pensar ocioso». Y como yo le preguntara una vez qué es lo que con eso quería decir, me contestó: «Pensar ocioso es pensar para no hacer nada o pensar demasiado en lo que se ha hecho y no en lo que hay que hacer. A lo hecho pecho, y a otra cosa, que no hay peor que remordimiento sin enmienda». ¡Hacer!, ¡hacer! Bien comprendí yo ya desde entonces que Don Manuel huía de pensar ocioso y a solas, que algún pensamiento le perseguía“.


Llegó del Nuevo Mundo el hermano de la relatora (a quien no en vano su creador quiso llamar Lázaro, el venido de entre los muertos), vociferando barbaridades de los curas, seres ruines que vivían del engaño para subsistir estafando. “¿Dices que don Manuel es un hipócrita?“, le reprocharía con encono la hermanita, a lo que Lázaro respondía: “sólo digo que ése es su trabajo“.
La mozuela logró que su hermano le diera una oportunidad al párroco. Y el sacerdote misteriosamente, en cuestión de días, logró su conversión completa, para regocijo del pueblo, que veía cómo el varón perdido regresaba por fin a sendas de virtud. Hasta le asistía en la celebración de la Eucaristía como monaguillo, y se entonaban en las calles alabanzas al santo de carne. Pero más adelante le confesaría a su querida hermana en estos términos:
“- Mira, Angelita, ha llegado la hora de decirte la verdad, toda la verdad, y te la voy a decir, porque debo decírtela, porque a ti no puedo, no debo callártela y porque además habrías de adivinarla y a medias, que es lo peor, más tarde o más temprano -. Y entonces, serena y tranquilamente, a media voz, me contó una historia que me sumergió en un lago de tristeza. Cómo Don Manuel le había venido trabajando, sobre todo en aquellos paseos a las ruinas de la vieja abadía cisterciense, para que no escandalizase, para que diese buen ejemplo, para que se incorporase a la vida religiosa del pueblo, para que fingiese creer si no creía, para que ocultase sus ideas al respecto, mas sin intentar siquiera catequizarle, convertirle de otra manera.
-Pero, ¿es eso posible? -exclamé consternada.
-¡Y tan posible, hermana, y tan posible! Y cuando yo le decía: «¿Pero es usted, usted, el sacerdote, el que me aconseja que finja?», él, balbuciente: «¿Fingir? ¡Fingir no! ¡Eso no es fingir! Toma agua bendita, que dijo alguien, y acabarás creyendo». Y como yo, mirándole a los ojos, le dijese: «¿Y usted celebrando misa ha acabado por creer?», él bajó la mirada al lago y se le llenaron los ojos de lágrimas. Y así es como le arranqué su secreto.
-¡Lázaro! -gemí.
Y en aquel momento pasó por la calle Blasillo el bobo, clamando su: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?». Y Lázaro se estremeció creyendo oír la voz de Don Manuel, acaso la de Nuestro Señor Jesucristo.
-Entonces -prosiguió mi hermano- comprendí sus móviles, y con esto comprendí su santidad; porque es un santo, hermana, todo un santo. No trataba al emprender ganarme para su santa causa -porque es una causa santa, santísima-, arrogarse un triunfo, sino que lo hacía por la paz, por la felicidad, por la ilusión si quieres, de los que le están encomendados; comprendí que si les engaña así -si es que esto es engaño- no es por medrar. Me rendí a sus razones, y he aquí mi conversión. Y no me olvidaré jamás del día en que diciéndole yo: «Pero, Don Manuel, la verdad, la verdad ante todo», él, temblando, me susurró al oído -y eso que estábamos solos en medio del campo-: «¿La verdad? La verdad, Lázaro, es acaso algo terrible, algo intolerable, algo mortal; la gente sencilla no podría vivir con ella». «¿Y por qué me la deja entrever ahora aquí, como en confesión?», le dije. Y él: «Porque si no, me atormentaría tanto, tanto, que acabaría gritándola en medio de la plaza, y eso jamás, jamás, jamás. Yo estoy para hacer vivir a las almas de mis feligreses, para hacerles felices, para hacerles que se sueñen inmortales y no para matarles. Lo que aquí hace falta es que vivan sanamente, que vivan en unanimidad de sentido, y con la verdad, con mi verdad, no vivirían. Que vivan. Y esto hace la Iglesia, hacerles vivir. ¿Religión verdadera? Todas las religiones son verdaderas en cuanto hacen vivir espiritualmente a los pueblos que las profesan, en cuanto les consuelan de haber tenido que nacer para morir, y para cada pueblo la religión más verdadera es la suya, la que le ha hecho. ¿Y la mía? La mía es consolarme en consolar a los demás, aunque el consuelo que les doy no sea el mío». Jamás olvidaré estas sus palabras“.
¿Cómo moriría Unamuno en su lecho de muerte? ¿Creyente, un creyente débil como el del ensayo Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos? ¿O un ateo orante como el de La oración del ateo, o como el bueno de san Manuel? Lo desconozco, pero lo que es indudable es que en San Manuel Bueno, mártir, el vasco da un bandazo notable, de importancia agudísima. Y trágica.

Lejos ha quedado ya la pretendida coexistencia entre vida y razón, entre creencia y verdad, de Miguel de Unamuno. Allá, encerrado en el agujero de la memoria, en palabras de Orwell, esas críticas de 1900 a los dogmáticos que él llamaba individuos de espíritu perezoso. “La pereza espiritual huye de la posición crítica“, afirmaba; “hay quien escudriña un problema y hay quien nos da una fórmula, acertada o no, como solución de él“.
“Nadie ha logrado convencerme racionalmente de la existencia de Dios, pero tampoco de su no existencia; los razonamientos de los ateos me parecen de una superficialidad y futileza mayores aún que los de sus contradictores. Y si creo en Dios, o, por lo menos, creo creer en Él, es, ante todo, porque quiero que Dios exista, y después, porque se me revela, por vía cordial, en el Evangelio y a través de Cristo y de la Historia. Es cosa de corazón“.
“Mi religión“, 1907.
¿Qué queda de eso en san Manuel Bueno, el santo de carne y hueso? Nada. Ni una sombra de su religión. No hay rastro del Dios de Unamuno; las contradicciones íntimas del que cree lo que no vive, del que vive lo que no cree, se resuelven de un lado, el del pueblo, en la vida, y de otro, el de Lázaro y el cura, en la verdad. Ateísmo y creencia no prosiguen su batalla en la persona, su dialéctica de imposible solución; coexisten sólo fuera. Al final, el hombre se unifica: vida y verdad convergen en unidad.
“Esos salmos de mis Poesías, con otras varias composiciones que allí hay, son mi religión, y mi religión cantada, y no expuesta lógica y razonadamente“.
“(…) Sufro yo a tu costa,
Dios no existente, pues si tú existieras
existiría yo también de veras“.Unamuno en “La oración del ateo“, de sus “Salmos“.
Parece que, por mucho que nos afanemos en contrario, toda esquizofrenia se resuelve al fin de un lado o de otro. No existe razón y no existe vida, existe raciovitalismo, si se me permite, o vitaracionalismo (para que no se identifique esto ahora con autor ninguno); un conocimiento que se vive, una experiencia que genera opinión y provoca la verdad. Eso es el sentimiento en el hombre: no un movimiento volitivo arbitrario, sino experiencia de realidad.
Piense el hombre y busque la verdad, con seriedad y un cierto temor, que compremeterá su vida con lo que a la postre obtuviere.
“«La razón habla y el sentido muerde», dijo el Petrarca; pero también la razón muerde, y muerde en el cogollo del corazón. Y no hay más calor a más luz. «¡Luz, luz, más luz todavía!», dicen que dijo Goethe moribundo. No, calor, calor, más calor todavía, que nos morimos de frío y no de oscuridad. La noche no mata; mata el hielo. Y hay que libertar a la princesa encantada y destruir el retablo de Maese Pedro”.
¡Luz, luz, más luz todavía! Pero luz sólo para el calor. ¿O existe acaso calor sin luz…?