“Robert, I beg of you,” Ned pleaded, “hear what you are saying. You are talking of murdering a child.”
El rey, Robert Baratheon, está reunido con su consejo. Les ha llegado noticia de que Daenerys, la última superviviente de la destronada y exiliada dinastía de los Targaryens, se ha casado y está esperando un niño.
“The whore is pregnant!” The king’s fist slammed down on the council table loud as a thunderclap. “I warned you this would happen, Ned. Back in the barrowlands, I warned you, but you did not care to hear it. Well, you’ll hear it now. I want them dead, mother and child both (…) Is that plain enough for you? I want them dead.”
Ned Stark, amigo del rey y su primer consejero, trata de disuadirle de ese crimen (“there is honor in facing an enemy on the battlefield, but none in killing him in his mother’s womb”), pero se encuentra prácticamente solo frente a Petyr y el resto de cínicos consejeros, que apuestan por hacer lo que sea necesario por “el bien del Reino”, y que hablan de vidas y de asesinatos como de números en una balanza. Como dice uno de ellos:
“I ask you this—should war come again, how many soldiers will die? How many towns will burn? How many children will be ripped from their mothers to perish on the end of a spear?” (…) Is it not wiser, even kinder, that Daenerys Targaryen should die now so that tens of thousands might live?”
Finalmente, antes de dimitir y largarse dando un portazo, Lord Stark no puede sino preguntarle a su amigo:
“Robert, I ask you, what did we rise against Aerys Targaryen for, if not to put an end to the murder of children?”
(¡Ojo! Si no has visto la primera temporada de la serie, este artículo puede contener spoilers)
Hay quien dice que Game of Thrones es nihilista y amoral. Ciertamente lo es, bajo algunos aspectos. Pero, en otro sentido, se podría decir que la moral es el tema por excelencia de la exitosa saga. Personajes carentes de escrúpulos luchan por el poder contrapuestos a otros, honorables quizás, pero carentes de prudencia o sentido político (Ned Stark). Situaciones límite en que los protagonistas toman decisiones discutibles, ante un desfile de antagonistas en los que el blanco y el negro parecen cuasi ausentes y en el que predomina una amplia gama de grises. Escenarios en los que a menudo parece que el que se rige por el honor o sus valores tiene todas las de perder, y a menudo, efectivamente, pierde la partida.
Pero, por lo mismo, la moral siempre está ahí, aunque sea entre signos de interrogación. No puedes evitar preguntarte: ¿Quién tenía razón? ¿Robert Baratheon, con su fría e implacable decisión, y su maquiavélico consejo? ¿O Eddard Stark, como el mismo rey reconoce al final, agonizante? ¿Qué haría yo? ¿Con quién me quedo?
Hay quien dice que Game of Thrones es nihilista y amoral, pero, por lo mismo, la moral siempre está ahí, aunque sea como signo de interrogación.
El patriarca de los Stark podrá ser poco agudo para darse cuenta de lo que se cocina entre bastidores. Podrá ser poco hábil en ese peculiar “Game of thrones”, hasta el punto de llegar a perder la cabeza por el camino en un final nada heroico. Pero, a pesar de todo, nos quedamos con él y no con Cersei Lannister, aunque momentáneamente esta nueva Lady MacBeth parezca llevar las de ganar.
Nos quedamos con él. Pero, esta preferencia, ¿está justificada? ¿No estaremos haciendo el canelo, apostando por un caballo que sabemos perdedor? Todo depende, y es interesante preguntárselo, de qué sea la moral. De en qué suelo, en qué fundamento se apoya. Sólo a esa luz podremos decidir si merece la pena “to take a stand for” los valores en lo que cree Ned Stark, o si es mejor apuntarse al cálculo de fuerzas y equilibrios de Petyr y compañía.
¿Qué es la moral, química, sentimiento o realidad superior?
¿Qué es la moral? ¿Se trata sólo de un sentimiento? ¿De un instinto propio de los mamíferos superiores, que tienden a extender la actitud de cuidado de las crías también a sus similares? En última instancia, ¿un flujo de oxitocina? ¿Un líquido en mi cerebro? (Así, neurocientíficos reduccionistas como Patricia S. Churchland).
Analicemos las consecuencias lógicas de esta posición. Si reducimos la moral a un hecho meramente químico o sentimental, no existe ningún “motivo” por el que un hombre no pueda decir: “Ok, soy consciente de que sentiré remordimientos si mato a mi madre o si violo a esta niña inocente, y sé que ese remordimiento no es sino una sustancia en mi cerebro que está ahí porque ha resultado ser evolutivamente productiva en la Historia de la Humanidad…pero eso es sólo un hecho: existe ese líquido, y existirá ese sentimiento. Pero no implica ningún deber. Por tanto, decido pasar olímpicamente de ese sentimiento-es más, si puedo me suministraré otra sustancia que lo anule- porque me conviene realizar este asesinato, o esta violación, para mi satisfacción personal, o para satisfacer mis intereses personales”. No resulta difícil imaginarse a Hitler brindando por esta concepción de la moralidad. Parece que, efectivamente, lo lógico sería “tomar distancia” respecto a esa moral que no es sino una herramienta que durante un tiempo se ha demostrado útil al servicio de la especie, y usarla o prescindir de ella según me interese a mí. Es más, si somos radicalmente coherentes deberíamos además reconocer que no somos libres, y que ese mismo acto de rebeldía contra la moralidad no es sino otra estrategia biológica que se ha producido en la especie (en mí) y que no sabemos si será exitosa y será “seleccionada” o si caerá en el anonimato por su fracaso…
No voy a decidir por ti… pero es interesante que, como mínimo, tomes conciencia de la disyuntiva. Si la moralidad es sólo un fenómeno infra-racional (en el fondo, infrahumano), entonces Petyr tiene razón y Ned Stark se equivoca. Entonces Cersei debe nuestra heroína, y Maquiavelo y Nietzsche son los únicos enterados en esta fiesta de disfraces que es la vida humana. Entonces deberíamos reprimir nuestra simpatía por Lord Stark, considerándolo sólo un pobre imbécil que se dejó esclavizar por una moral hueca y culturalmente heredada, y que no merecía sobrevivir al invierno ya próximo. Y entonces, lo más que le podremos echar en cara a Adolf Hitler es su falta de habilidad, en última instancia, para mantener su puesto en el Trono de Hierro. Habrá sido, en todo caso, un mal ajedrecista; pero no tiene sentido decir que fue una mala persona.
Si la moral es solo química o sentimiento, lo único que se puede reprochar a Hitler es su falta de habilidad para mantener el “trono de hierro”.
Si, en cambio, la moral nos habla de un orden racional, de un tipo de racionalidad superior al cálculo y a las conveniencias, de una racionalidad para la cual la razón técnica-táctica no es más que un instrumento…entonces existe un bien objetivo – no importa cuán difícil sea de conocer y de realizar- que mide la conducta del hombre y a cuya luz se puede decir que un hombre es bueno o malo.
Podríamos objetar, de todos modos, que esto no explica por qué debería seguir mi conciencia. Que no está claro que la moral no pueda otra cosa que un producto cultural, una construcción lingüística con la que el poder oprime con suavidad y gobierna con discreción a los peatones de la civilización.


Si esto fuera así, caeríamos en las mismas consecuencias que en el planteamiento anterior. Si eres listo te escaparás de las garras de tu conciencia, y te convertirás en el súper-hombre de Nietzsche. Pero, históricamente, la moral ha demostrado ser lo contrario: ha roto las cadenas en vez de forjarlas, desde Antígona y sus “leyes no escritas” hasta Francisco de Vitoria y los derechos humanos, desde Luther King hasta Katniss Everdeen, desde los Macabeos hasta Solidarnosc. Sólo en la verdad y el bien que trascienden al grupo encuentra el hombre la fuerza para enfrentarse al Gran Hermano, sólo la moral evita que el Estado nos convierta, como dice Peeta Mellark, en una pieza más en sus juegos, en ese “Game of Thrones” en el cual “you win or you die, and there’s no middle ground”. El relativismo, en cambio, es incapaz de generar héroes. El relativismo sólo produce un Heidegger pasteleando con el nazismo, para al momento siguiente reconciliarse con Occidente gracias a su “amiga” judía Hannah Arendt. De oca a oca, y tiro porque me toca. Si no existe un fundamento objetivo, todo son preferencias subjetivas, y no tiene un peso menor decir que “odio la cerveza caliente” que afirmar que “no me parece bien que los inocentes sean torturados ni que las niñas sean violadas”.
Pero, ¿qué cambia si la moral está basada sobre la verdad, si existe un verdadero bien? ¿Por qué debería ser fiel a esa la verdad, incluso a costa de mi vida? ¿Por qué experimento que no compensa “propter vitam, vivendi perderé causas”, que no compensa salvar mi vida a costa de mi espíritu?
No se trata aquí de sacarnos a Dios de la manga, diciendo aquello de que “Si Dios no existe, entonces todo estará permitido”. Es verdad exactamente lo contrario. La moral está ahí: puedes negar su existencia sólo del mismo modo en que el budista niega la existencia de la materia. Es un hecho evidente, nos guste o no: no es la consecuencia lógica de un razonamiento teológico. Lo que se trata es de preguntarse qué clase de fundamento puede justificar un deber (real, existente) que experimentamos como absoluto (“esto está mal, no puedo hacerlo, bajo ningún concepto, antes la muerte”). De nuevo: no es que “si Dios no existe, todo está permitido”. La verdad es la contradictoria: como no todo está permitido, como existe el valor moral, como existen valores absolutos, entonces debe existir un Absoluto real, un punto Alfa en el que hacen pie y sobre el que se apoyan todas las leyes de la moralidad. Debe existir un fundamento real, racional, amoroso, personal de la ética. Debe existir Dios. Un Dios del que, por cierto, todavía no han oído hablar en los siete Reinos de Westeros.

