Pocas películas me han causado tan grato desconcierto como es el reciente caso de La llegada. Una ancha obra sostenida por Denis Villeneuve, cualificado director destinado a comerse el mundo con patatas dada su breve pero potentísima filmografía que parece no desfallecer con los años, película tras película.
Ante el actual “estereotipismo” el cine corre el riesgo de convertirse, si no lo es ya, en ese insulso primogénito de la familia audiovisual que aun vive en casa de sus padres, donde su hermano pequeño superdotado (las series) ya quiere emanciparse con 15 años para estudiar filosofía en la Universidad de Pittsburgh. Bromas aparte, el bueno de Villeneuve tiene un sentido del cine muy distinto a lo ordinario y le doy gracias por ello.
Doce naves extraterrestres aparecen repartidas por todo el mundo. En Estados Unidos, una filóloga y un físico deberán descubrir las intenciones de los extraterrestres antes de que el ejército corte el diálogo y se produzca una crisis mundial. Hasta ahí puedo, y debo, leer.
Es difícil elaborar una crítica que agrade al lector, sin desvelarle nada, y al mismo tiempo eleve a la obra. Propongo entonces al lector que no haya visto aun la película que se detenga de esta gozosa lectura, pues un servidor no quiere interferir entre el valioso encuentro de espectador con lo que se propone en la pantalla grande. Por favor, para. Ve al cine y dale una oportunidad, ten paciencia. Hazme caso. Deja de leer. ¿Ya? Te estoy viendo. Nos vemos luego. ¿Vale? Si tú te quedas ya sabes de lo que quiero hablar.
(Atención, spoilers)
Pues bien.
La llegada desde el minuto uno ya nos está mostrando con inteligencia y ambigüedad lo que verdaderamente quiere narrarnos. El comienzo/final o final/comienzo que descubrimos con desconcierto, solo será suficientemente valorado cuando uno lo haya reposado en los créditos finales, intentando desentrañar el sinsentido de no vivir linealmente, como hacen los octópodos. Error.
Desde mi humilde opinión, esta trama nos lleva a un tema más allá de lo ya explorado en el género de la ciencia ficción. Sobre todo en su rama más social, más humana, que intenta integrar hombre y extraterrestre desde el asombro ante lo que nos es desconocido. Ejemplos de dicha rama son, Encuentros en la tercera fase, 2001: Un odisea del espacio o Contact. Nada nuevo bajo el sol a pesar de todo.
Es ahí, en su esencia, donde la película cobra un nuevo sentido. ¡Qué maravilla! La protagonista, la Doctora Louise Banks (Amy Adams) descubre que el “arma” del que hablaban los octópodos es en realidad un obsequio, un don, su lenguaje. Un lenguaje que denota que perciben el tiempo de manera distinta a nosotros y que, al hacerlo suyo es llevada a la feliz desdicha de descubrir progresivamente el trágico futuro de su futura hija Hannah y la separación con el hombre que la quiere y querrá, el físico coprotagonista, Ian Donnelly (Jeremy Renner) .
Así pues, en ese amanecer trascendental de confusión, a pocos minutos del final, ajeno a todo porvenir, el físico contemplando el cielo con calma y reflexión le dice a la protagonista una de las líneas más memorables que recuerdo en una película.
—Ian Donnelly.- Me he pasado toda mi vida mirando las estrellas, pero es ahora, después de haberlos conocido, cuando me doy cuenta de que lo verdaderamente me ha impresionado ha sido conocerte a ti.
Ante la atónita mirada de la protagonista el espectador no puede sino asombrarse sobre el incalculable, y podría decir casi infinito, valor del amor respecto a todo lo demás. Extraterrestres de ocho patas, naves espaciales que levitan… todo eso ya no importa.
Entonces es cuando descubrimos el tema de la película, el amor. Es fascinante como una película con este argumento trata finalmente del amor, no de una manera preciosista sin más, sino con rigor y pareciendo saber lo que verdaderamente propone. El regalo que supone darlo y compartirlo. Más importante que la irrelevante trama de tensión de si los alienígenas son una amenaza o no, el drama es humano y no mundial y al ser íntimamente humano es verdaderamente de todos, universal. Ella, sabiéndose de su desdicha, acepta. Su última palabra en la película es “Sí”, afirmando la llegada de una vida que pese a todo mal la transfigurará en una persona dichosa, que vivirá en la virtud del amor eternamente, al recordar su futuro y vaticinar su pasado al mismo tiempo.
El silencioso sacrificio, casi mesiánico, de la protagonista en los últimos instantes de la película, hace que la obra tome una elevación final portentosa, encumbrando al cine hacia una experiencia de descubrimiento personal ante los misterios humanos.