En la Antigüedad lo normal era no saber leer ni escribir. No por ello las personas eran menos inteligentes, ni pensaban peor, ni se realizaban menos. La escritura era un conocimiento meramente funcional. Quien necesitaba conocerla por cuestiones mercantiles o religiosas, por ejemplo, le daba un valor bastante circunstancial al hecho mismo de saber leer y escribir.
Nuestros antepasados vivían en una tradición oral donde la palabra estaba investida de una dignidad que a penas podemos imaginar hoy. Ellos sí amaban la palabra, pues la reconocían como su origen y fundamento, especialmente las culturas semitas. Muchos no sabían leer ni escribir, pero no por ello eran unos incultos; ni mucho menos: ellos son el punto de partida de la cultura.


Desde esta perspectiva, y teniendo en cuenta el lugar de la palabra y la letra escrita en nuestro tiempo, se descubre que el acto de leer por sí mismo es fetichista y –puede que- enfermizo–.
La lectura por la lectura es una trampa materialista disfrazada de hábito saludable. Recomendar la lectura por sí misma es tan necio como recomendar pelar fruta. Lo nutritivo no es pelar la naranja, sino comérsela. Es cierto que el mero hecho de pelar mucha fruta puede refinar la técnica, pero en sí mismo no es muy nutritivo. De la misma forma que pelamos la naranja para comerla, leemos para saber, no por leer.
Recomendar la lectura por la lectura es tan necio como recomendar pelar fruta.
Los adultos, con tal de parecer maduros, gustan de recomendar la lectura. De entre todas las barbaridades que se dicen para recomendar la lectura, estas son mis tres predilectas:
1.“Leed todo lo que caiga en vuestras manos”
Existen tantos textos valiosos en sí mismos o que nos interesan por diversos motivos, que ni en tres vidas enteras dedicadas a la lectura ininterrumpida podríamos leerlos.
Piénselo; es trágico. Para percatarse de esta limitación humana es preciso tener una inquietud mayor que la mera lectura; lo cual, por cierto, se consigue, no sólo leyendo sino, sobre todo, pensando con rigor.
De verdad, ¿en qué mundo vive el que lee todo lo que cae en sus manos? Quien dice esas cosas o no ha leído más que pamplinas o lee como quien pela mandarinas para luego darle al perro lo que no es la cáscara, es decir, lo que realmente alimenta: los gajos. El vigor de ese perro a buen seguro será la envidia de su propio amo, una suerte de zombi a dieta con una asombrosa destreza para mondar mandarinas.
No lean todo lo que caiga en sus manos. Al contrario. Sean tremendamente selectivos.
2. “Leed quince minutos al día; leed lo que sea, pero leed”
“Luego id al gym otros veinte minutos. Haced speeding media hora. Daos una duchita bien fría y desayudad zumo de pomelo con avena. Ah, y escuchad a Mozart, que tiene muchos beneficios psicosomáticos”.
“Leed lo que sea”. ¿Pero cómo es posible que en plena era democrática la letra impresa tenga ese prestigio tan impresionante? ¡Con la cantidad de memeces que se escriben (entre otras razones gracias a lo fácil que es y lo barato que sale)!
Los supuesto beneficios neuronales que puede ofrecer el mero ejercicio de leer quedan absolutamente anulados por la cantidad de perjuicios de una lectura venenosa. De nuevo, quien recomienda leer lo que sea, en este caso cumpliendo una cuota, como si se tratase del sueño, demuestra haber entendido poco.
Mejor sería recomendar pensar rigurosamente diez minutos todos los días y, luego, intentar articular ese pensamiento coherentemente, ya sea de forma escrita u oral.
Es en este punto cuando merece la pena tener cerca buenos textos en los que otros han expresado de manera sencilla y clara su pensamiento. Ahora que usted quiere pensar, conocer y expresarse, es el momento de llevar a cabo una actividad que, vista desde fuera, con los ojos de la lógica consumista, puede parecer un atracón de lecturas.
3. “Tenéis que devorar libros”
Fíjese que por lo general no se recomiendan tanto autores concretos como un artefacto determinado: el libro.
Quien ha leído con atención un par de decenas de libros sabe perfectamente que existen autores especialmente valiosos, plumas a las que todos debiéramos dar una o dos oportunidades a lo largo de nuestra vida. Es más, existen lecturas que no pueden “devorarse” sin más porque el acceso a ellas está repleto de requisitos: calma, preparación, muchas lecturas previas que nos permitan comprenderlo, etcétera.
Comienzo a sospechar que quienes lanzan estos consejos han leído cuatro biografías cortitas, un par de manuales motivacionales y, sobre todo, mucho best seller literario y de autoayuda de las últimas dos décadas. En efecto, quien así devora tendrá serias dificultades para nutrir su espíritu con proteínas socráticas, agustinianas, tomistas o cervantinas.
No quiero que esto resulte hiriente para nadie, pero siempre que alguien me ha soltado al rostro uno de estos mandatos, antes o después, ha terminado demostrándome que su espíritu crítico y su capacidad reflexiva padecían daños más bien graves. Es la (im)pura verdad.
Se dice que Miguel de Cervantes, cada vez que encontraba un papel en el suelo, lo cogía y lo leía; tratábalo como si tesoro fuera. El ejemplo es fantástico para justificar esa actitud promovida por las tres afirmaciones categóricas anteriores.
Lo más estupendo del asunto es que en tiempos de Cervantes eso de un papel con letra impresa o escrita no era tan habitual como hoy, al igual que tampoco era normal que una persona supiera interpretar los caracteres en cuestión. Apuesto medio kilo de sebo a que si Cervantes caminase por nuestras calles hoy, no se interesaría por cada papel que encontrase en la acera o en un muro.
Hay quienes recomiendan leer “porque hay que tener buena ortografía y buena gramática”. Si bien es cierto que ciertas cosas pueden asimilarse gracias a un aprendizaje ambiental, no es menos cierto que la ortografía es algo que sólo termina de aprenderse bien por medio del ejercicio consciente y costoso de la memoria. Afirmar lo contrario es el germen de muchas frustraciones.
En el caso de la gramática el argumento sí podría ser válido, pero dicha validez depende totalmente de la calidad literaria del texto. Hoy se escribe mucho y muy mal; y no sólo en Internet, reino de la vulgaridad, también en muchos más libros impresos de los que cabría esperar. No sirve cualquier texto para aprender gramática “por contagio”.
No recomiendo la lectura. Exhorto a huir de ella hasta que llegue el momento en el que queramos saber algo con todas nuestras fuerzas y la única forma de conocerlo sea leyendo. Es más: aconsejo leer un libro sólo si aquello que queremos saber está contenido en lenguaje escrito precisamente porque es la mejor manera de expresar esa verdad.
Lean solo aquello que merezca ser leído, aquello que les haga mejores; que les conduzca a la verdad.
Dicho de otro modo: lean sólo aquello que merezca la pena ser leído, aquello que les haga mejores, que les convenga y, en definitiva, aquello que les conduzca a la verdad. Si, por el contrario, leen vorazmente todo lo que cae en sus manos durante quince minutos al día, probablemente se hagan merecedores del tormento deshumanizante que practican.
Leer (en el sentido fuerte del término, es decir, entendido como una manera de búsqueda) es releer. El mero consumidor de letras se contenta con pasar una vez por encima del texto para matar sus horas muertas y tranquilizar su conciencia. “Qué bien. Hoy he leído no quince, sino veinte minutos. Estoy hecho un cerebrín”. Pero el que lee, como quien busca reconstruir los hechos de un asesinato, que vuelve una y otra vez a la escena del crimen, es habitual que relea varias veces no pocos textos; y acuda a otra lectura antes de continuar la presente; y de nuevo vuelva sobre el texto provisto de alforjas más adecuadas. Esa es la diferencia entre una búsqueda existencial y un fumadero de opio.
Cada vez que viéramos a alguien “leyendo”, en lugar de afirmar “Está leyendo” deberíamos decir: “Estás estudiando”, “Está aprendiendo”, “Está investigando”, “Está descubriendo”, “Está madurando”, “Está amando”; pero nunca decir “Está leyendo” a no ser que, desafortunadamente, en efecto, esté “leyendo”. ¿Recuerdan ustedes la historia de los tres canteros que fueron preguntados sobre qué hacían y respondieron sucesivamente: “Transportar piedras”, “Un gran edificio” y “Una catedral para Dios”? Pues eso.

