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Una vida oculta: la muerte como entrega total

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Terrence Malick ha insistido siempre en la sobreabundancia y la desproporción. Si en El árbol de la vida todo giraba en torno a la muerte de un hijo, donde pasado, presente y futuro se entremezclaban para ofrecernos una joya acerca de la vida y del misterio de la muerte en diálogo continuo con el infinito, en Vida oculta la muerte se presenta como colofón, como la entrega total que es el martirio. En definitiva, como verdadero don. Acogido, aceptado y triunfante.

El martirio es también una desproporción. ¡Pero qué absurdo! Nadie se va a enterar. Son solo palabras. Puedes jurar una cosa y pensar lo contrario. ¡A Dios no le importa lo que digas, solo lo que hay en tu corazón! ¿No ves lo inútil que es todo esto? ¿A qué criterio obedece? Tienes una mujer preciosa, una madre que te quiere y tres hijas maravillosas. No haces ningún bien a nadie. A nadie. ¿Para qué todo esto? Pero Franz mira a su esposa y dice: «¿tú lo entiendes?» Comienza a sonar el Agnus Dei… Su respuesta no es sí o no. Es te quiero, y estoy contigo pase lo que pase, siempre. Entonces, una extraña y alegre serenidad se apodera de Franz, que comienza a llorar. Haz lo correcto, dice ella. E inmediatamente Malick nos vuelve a mostrar su habitación, los pies de la niña pisoteando el vientre de la cuna.

En la película se insiste en el lecho del matrimonio una y otra vez. Sus sabanas, sus cojines, sus muebles. Se insiste en la casa. La casa, el vínculo, el amor, la tierra, las manos sucias, y siempre las montañas, la fronda y el cielo, como una espectacular, majestuosa y amable presencia. Es palpable como la naturaleza no se presenta como el telón de fondo de un idilio bucólico, sino como don precioso que manifiesta el señorío del Padre sobre la creación y de la criatura sobre su dominio, el suyo, el que le ha sido dado, en mitad de las montañas, de sus montañas, de su tierra.

Todo espacio está presidido por el mismo Cristo o su Madre. Nuestra mirada no puede obviar el Cristo colgado en la esquina del bar, donde se celebra la fiesta, se danza y canta y bebe, y es que, como dice Pieper, «Sólo un trabajo lleno de sentido puede ser suelo sobre el que prospere la fiesta» (pues viven de la misma raíz).

Son días que bastan porque la vida no puede ensancharse más en el amor: familia, trabajo, pueblo, culto. Hacen lo que deben hacer y así lo aman. Hasta que la comunidad política se pierde, y lo hace desde el mismo momento en que se adhiere a consignas y eslóganes. La película abre con las imágenes de El triunfo de la voluntad de Riefenstahl mientras el coro de Handel canta: «Israel vio la mano potente que mostró Yahvé para con Egipto, y el pueblo temió a Yahvé, y creyó en Yahvé y en Moisés, su siervo». Es la claudicación de la conciencia por la nueva conciencia nacionalista, es decir, romántica, mediante lo que Canals Vidal refería como «sublimación del resentimiento».

Ahora solo nos queda recordar los tiempos mejores, se dice. La memoria, es decir, la esperanza. El patrimonio de vida acumulado en el tiempo. Y es aquí, en el desierto, cuando el amigo evoca el Gorgias de Platón: es mejor padecer una injusticia que cometerla.

No hay un ápice de reserva del amor. Las muestras de afecto son constantes. La vida se derrama en los gestos. Todo anuncia el destino de cuerpo y alma: la gloria. Reservada para aquel que en un determinado momento ha sabido decir no. Para aquel que ha afirmado su fe negándose a sí mismo. Porque en Vida oculta se proclama lo mismo que se proclamaba en El árbol de la vida y es aquello que, como señalaba Juan Manuel de Prada, se ha dejado de proclamar en los púlpitos: «que Dios es Señor de la Historia –Alfa y Omega– […] que el misterio del sufrimiento humano sólo es plenamente comprensible si se espera la resurrección de la carne»; que «hemos salido del Padre y volveremos al Padre».

Vida oculta es una celebración constante de la Encarnación. Ese cuerpo desnudo y moribundo de Cristo que preside los espacios, los cuerpos que no pueden dejar de expresar lo que se aman. Cuerpos que trabajan, que rezan, que se entregan, que se echan al suelo y se abrazan y se manchan. No hay rastro de puritanismo. Son campesinos que viven la Encarnación con la sencillez de los pastores de Belén. Es apasionante la insistencia de Malick en lo carnal: los besos (los más verdaderos que he visto en el cine), las caricias, lo abrazos, las manos, las piernas. El amor, como los ríos y el agua que no puede dejar de mostrarnos; agua que surca la tierra y da vida. Es un no parar. Es la obsesión del que no puede dejar de insistir una y otra vez en comunicar lo que ha descubierto como fundamental.

Me sorprendió uno de los primeros planos, que nos mostraba el interior de una cubierta a dos aguas, hecha de vigas de madera. Un plano fugaz. La casa, el techo, los muebles, la cuna, la cama. Dice Fabrice Hadjadj en su Via Crucis:

«Al inicio, Dios plantó árboles para que el hombre y la mujer los cultivaran, cogieran sus frutos e incluso los imitaran, ya que ‘fructificad’ (Gén 1,22) es el primer mandato de Dios al hombre. Y la construcción de madera servirá también para acoger esta fructificación humana: en el hebreo bíblico, ‘tener una posteridad’ y ‘construir una casa’ se dicen con las mismas palabras. El Verbo sabe del tema, ya que se hizo carpintero. Le gusta la madera. Ha llevado vigas para construir casas. Pero he aquí que sobre sus hombros, la madera de fecundidad y de hospitalidad se ha convertido en madera de expulsión y crimen. Ya no se trata de la vigueta que llevaba ligeramente para hacer un techo: es la traviesa mal adaptada, que grava todo su peso sobre su nuca y cuyas astillas se clavan en sus manos».

Y las campanas, siempre las campanas, resonando en el valle. El templo que se eleva sobre la tierra y en cuyo seno se actualiza cada día la muerte y la resurrección. Campanas que anuncian el triunfo. No de la voluntad ni de la autonomía. Franz dice: yo te quiero, esposa mía, y por eso camino hacia la muerte. Solo queda la fidelidad. Llegará un día en que entendamos; en que lo oculto se desvelará y, por fin, conoceremos el sentido de todo. Una hora en que no habrá misterios.

Sobre la etimología de Apocalipsis, fin −destino y término− de los tiempos, dice Castellani: «[Apocalipsis:]Revelación. Literalmente, desde-lo-oculto, del verbo griego kalypto: cubrir, velar, ocultar; y la preposición apó, intraducible en castellano exactamente; como si dijéramos des-en-velar, desenvelación.»

Porque estas fieles vidas ocultas resucitarán de las tumbas que nadie visita para gozar de la eterna dicha a la que están llamadas.

Vida oculta es una oración que recorre los valles y las simas del alma y deja en carne viva las grandes cuestiones del hombre. Es un dialogo entre la criatura y el Creador, de vocación eterna. Mediante una experiencia verdaderamente espectacular, un himno de alabanza apoteósico, nos purifica y nos redirige el paso hacia la vida a la que hemos sido convocados, culminando con el misterio del martirio, «el supremo testimonio de la verdad de la fe». Es la película que necesita nuestro tiempo.

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