‘Dolor y gloria‘ no es una obra maestra. Pero es la película más cuajada y más notable que firma su autor desde la última que mereció tal calificación, Volver, hace ya trece años. Desde entonces, Pedro Almodóvar ha dirigido títulos fallidos – ‘Los abrazos rotos‘ -, interesantes – ‘La piel que habito‘ y ‘Julieta‘ – y directamente horribles – ‘Los amantes pasajeros‘ -. Cada uno era diferente del anterior, pero todos tenían algo en común: un aire postizo en diálogos y situaciones. ‘Dolor y gloria‘ confirma lo que antes era sólo una sospecha fundada: su director vive aislado de la realidad. Si ‘Volver‘ transmitía tanta autenticidad –“mi Borja, que me lo han vuelto a apercibir de expulsión”– era por la influencia, reconocida por el propio Almodóvar, que en ella habían tenido sus hermanas.


Sin ese anclaje con la cotidianeidad de la calle, al manchego sólo se le ocurren cosas tan improbables como ese agricultor, padre de la protagonista de ‘Julieta‘, que encontraba a su media naranja “en un festival de música sacra en Fez”, como con tanta gracia subrayaba Carlos Boyero en su crítica en El País.
Aquí, el director habla de lo que sabe. Retrata cosas y personas que conoce. Él mismo ha escrito al respecto. ‘Dolor y gloria‘ apuntaba a autobiografía desde las primeras imágenes conocidas de su rodaje. Éstas no podían conducir a una peor predisposición. ¿Antonio Banderas vestido y peinado como Pedro Almodóvar? Pero, ¿en qué estaba pensando el manchego? Hacía falta tener muy subido el ego para elegir al malagueño como trasunto de sí mismo. Con lo bien que le habría quedado el experimento a Millán Salcedo. Pero el prejuicio se desvanece al poco de empezada la proyección. Banderas realiza un gran trabajo. Su Salvador Mallo va varios pasos más allá en la identificación con Almodóvar de lo que podíamos suponer en los personajes de Eusebio Poncela en ‘La ley del deseo‘, Fele Martínez en ‘La mala educación‘ y, en menor medida, Lluís Homar en ‘Los abrazos rotos‘. Por eso, ver la película supone un juego paralelo para situar las referencias reales que se apuntan. No es difícil vislumbrar al Poncela actor en el personaje de Asier Exteandía, protagonista de una película de Mallo más de 30 años atrás. Las secuencias médicas son tan reales que tienen que provenir de experiencias vividas. (Aquí, el director se permite un atrevimiento que no le queda mal: narrar los males del protagonista en voz en off sobre dibujos de Juan Gatti).
Sea por su guión, por su montaje o por una mezcla de ambos elementos, ‘Dolor y gloria‘ resulta especialmente afortunada en un aspecto en el que naufragan muchas otras películas. El encadenado de los planos temporales es casi perfecto. El presente y el pasado del protagonista, sobre todo su infancia, se engarzan con sorprendente habilidad. Los saltos son los precisos y llegan en el momento oportuno. Esto nos lleva a otro de los puntos fuertes del filme en lo que respecta a su verosimilitud: el personaje de la madre. Penélope Cruz resplandece en su juventud y Julieta Serrano está sobresaliente en su ancianidad. Las secuencias con ésta última suponen el regreso de su director al cine con mayúsculas. Provocan una emoción inédita desde la citada ‘Volver‘.
‘Dolor y gloria‘ resulta especialmente afortunada en un aspecto en el que naufragan muchas otras películas. El encadenado de los planos temporales es casi perfecto.
Todo esto no quiere decir que no queden concesiones al Almodóvar errático de los últimos años. Sigue habiendo detalles difíciles de creer, como ese Sbaraglia paseando por Lavapiés en una visita relámpago a Madrid metiéndose para hacer tiempo en un teatro en el que ¡oh sorpresa!, se representa un monólogo sobre su vida. La elección de este actor y de Exteandía supone una curiosa opción. Nacidos ambos en la década de los 70, aparecen sin caracterización alguna incorporando personajes que, a juzgar por las experiencias pasadas que nos cuentan de ellos, deberían tener diez o quince años más.
El aspecto formal, con Alberto Iglesias en la música y José Luis Alcaine en la fotografía, es, como siempre, exquisito. A la película le falta, en conjunto, ese hervor que separa lo notable de lo sobresaliente. Pero apunta maneras. El tiempo dirá si volveremos a ver una obra maestra de Pedro Almodóvar. No es cuestión de que se pase lo que le quede filmografía hablando de sí mismo. Pero sí de que recupere, sin necesidad de renunciar al surrealismo, la mínima verosimilitud. En ese sentido, ‘Dolor y gloria‘ no llega a la meta. Pero muestra el camino.

