Llevo mucho tiempo pensando en escribir sobre One Tree Hill, una de esas series que le marcan a uno la existencia. No es una serie digna de figurar en las listas de mejores series de las páginas de cine de referencia (lo que la hace de alguna forma especial), pero en mi caso llegó en el lugar y momento adecuado y le guardo el cariño suficiente como para que hoy me vea en la necesidad de escribir sobre ella.
Para los que no la conozcáis, la serie narra las historias de unos adolescentes en el pueblo ficticio de Tree Hill, Carolina del Norte. Aunque los protagonistas, lugares y acontecimientos obedezcan a los arquetipos y clichés clásicos de toda serie de High School americana (jugadores de basket, animadoras, taquillas, un montón de tragedias, el prom…), la realidad es que la serie logra profundizar en los estereotipos, logrando, además de un afecto hacia los personajes, su desarrollo. Sobre todo porque es una serie profundamente moral, donde el bien y el mal están delimitados.
No se llama One Tree Hill por casualidad. Todo gira en torno a la comunidad, en la que no podemos hablar de coexistencia, sino de convivencia. No existe ningún individuo aislado (salvo alguno que se lía a tiros en la tercera temporada), sino que la comunidad, organismo vivo frente a la sociedad mecánica, se va alimentando del propio devenir del pueblo y de las historias de cada personaje. No es un pueblo diluido conceptualmente en abstracciones supranacionales. No hay ni Unión Europea ni Globalización. Cuando uno de los personajes viaja a algún lugar fuera de Tree Hill ¡parece como si fuera a irse a algún mundo remoto!
Es moral también en lo relativo al comercio. En One Tree Hill no hay McDonald’s ni Starbucks ni Amazon. Están el café de Karen, el taller de Keith, los restaurantes junto al río…
Río que si seguimos su curso nos lleva hasta la cancha donde entrenan los amigos, unidos por su amor al baloncesto. Esa es otra. Los personajes salen mucho de sus casas, pero estos hogares, lejos de ser refugios, están abiertos al mundo. Los amigos y familiares van a verse entre ellos, van a buscarse… (hoy ya no es tan evidente, como antaño).
One Tree Hill se estrena en 2003, y los chavales tienen en torno a los dieciocho, lo que implica que habrían nacido en la última mitad de los años ochenta. Es la primera generación de los llamados millennials. En la serie no hay redes sociales, pero se dan formas primitivas de los dispositivos que manejamos hoy: el ordenador caja, el Nokia ladrillo, un chat tipo Messenger… No tienen gran relevancia, por suerte. Porque los personajes, rollos sentimentales aparte, buscan sin descanso una única cosa: encontrar su vocación. Esta es la gran tensión de la serie, el motivo por el que creo que es tan valiosa. One Tree Hill nos enseña que cada uno está llamado a ser uno mismo. Ya desde los créditos iniciales nos lo dicen en la canción: «I don’t want to be anything other than me».
En un magnífico artículo sobre la vocación, Higinio Marín decía que:
«buena parte de la vida nos va en acertar a preferir lo que realmente somos y a persistir en esa dirección, aunque también sea del todo preciso saber abandonar los espejismos de un yo preferido pero irreal. Distinguir entre lo uno y lo otro es más bien algo que nos pasa cuando ya se ha superado la dificultad, es decir, cuando la vida discurrida nos ha dado pruebas al respecto. Por eso la juventud es el periodo donde se concentran todas esas incertidumbres y desorientaciones.»
Y concluye así:
«Quien tiene la perfección como pasión de su oficio se cansa pero no se fatiga, pues ésta es la pena de los que recorren la vida sin descubrir qué ni quiénes les llaman.»
El título de la serie (tomado de la canción homónima de U2) se menciona en uno de los capítulos cuando la madre de uno de los protagonistas le dice a su hijo en una entrañable conversación: «There’s only one Tree Hill, and it’s your home.» Esta frase (que le repetirá nueve temporadas después una de las protagonistas al hijo que tendrá) es algo esperanzador para él. Frente a la radical inhumanidad de ser un engranaje de un sistema, una madre le promete a su hijo que hay un lugar donde es querido, que es lo mismo que decir hogar. Donde no hay vínculo, donde no hay raíces, donde no hay amor, no hay hogar. Su madre le está comunicando la esperanza de vivir en comunidad.
El profesor Evaristo Palomar recoge en una síntesis bellísima sobre la tradición lo siguiente:
«La tradición, como esperanza desde la presencia de lo pasado, es la memoria de una comunidad, que es inmediatamente perceptible, al presente, en la familia a través de su permanencia en el tiempo, desde la casa. La vida en cuanto que es, no es sino su derramarse dándose a los demás en fecundidad: ser, amor y donación. Por esto, el dolor en el compromiso de lo concreto y del “próximo”, desde la entrega, da paso a la alegría y al fervor que edifica la comunidad. (…) La tradición es la comunidad en tiempo y tierra. Lo que encierra implícitamente que la fuente de la tradición es el amor, pues toda comunidad se engendra por la amistad, y la amistad es el mismo amor en cuanto se manifiesta y funda por la intercomunicación, obrando según el propio bien la unidad en la común, en mutua reciprocidad.» (Sobre la Tradición, Tradere, 2011).
No sé si One Tree Hill pasará a la historia, pero sí sé que a mí me ha hecho mejor persona de lo que lo han hecho grandes series que hoy figuran entre las mejores. Series de indudable calidad cinematográfica, pero que tengo la impresión de que son en su mayoría nihilizantes. Quizás a nuestro tiempo le hagan falta grandes relatos de esperanza…