Quiso ser un héroe, y acabó siendo un villano. Mel Columcille Gerard Gibson, fue durante dos décadas, una rutilante estrella de Hollywood. Llegó a ser ese “hombre duro” que interpretaba con maestría personajes heroicos y atormentados, desde las exitosas sagas de Mad Max y Arma letal hasta su oscarizada Braveheart (su segunda experiencia como director tras El hombre sin rostro), pero terminó siendo acusado de casi todo lo peor que se puede ser: alcohólico y mujeriego, infiel y maltratador, xenófobo y racista.
Actor de raíces irlandesas y juventud australiana, Gibson tuvo una carrera meteórica desde su estreno en Summer City en 1977, llegando a ser nombrado el “hombre más sexy” de EEUU, convertirse en uno de los intérpretes mejor pagados, y poder darse el lujo de rechazar un papel de James Bond. Se sucedían blockbuster de notable taquilla, ahora como protagonista menos salvaje y más estándar,como Rescate, Conspiración, Payback, El Patriota o Señales. Un padre ejemplar, un icono de los años ochenta, un actor con una o dos películas al año.
Pero todo comenzó a torcerse. Los escándalos comenzaban, los guiones dejaban de llegar, su supuesta fe católica tradicional chocaba con la industria liberal y con las acusaciones de hipocresía. y se hacía público su trastorno bipolar. Solo su impactante, polémica y exitosa La Pasión según Gibson, le salvó de la quema. Quizás fue el final, ético y estético, de esta etapa.
Y comenzó su calvario personal. Llegaron las infidelidades y el divorcio millonario con su mujer de toda la vida y la madre de sus primeros siete hijos. Entre 2004 y 2010 solo un par de películas menores lo sacaron del olvido, amén del fracaso de la serie que dirigió La familia salvaje (cortada tras una temporada). Otra megaestrella caída entre vicios variados y supermodelos diversas.
L’enfant terrible del cine se descubría como una mala persona para la mayoría, o a lo mejor habría sido una persona en mal lugar defendían algunos. Mel Gibson era un ser horrible, publicaban los medios y señalaban los mentideros; pero este personaje siniestro se salvaba por su arte: era también un gran director. Y esta matización se debía a un hecho: ver y comprender, por segunda vez, las tres grandes películas donde su plasmaba su ideal de redención, real como la vida o ficticio como el cine.
Ese niño de familia muy numerosa y de recuerdos rurales, quería ser héroe, como casi todos los niños. Y tres grandes obras universales, y controvertidas, volvía a hablar de esos héroes, anónimos en una infancia siempre presente, en medio de la mayor de la tragedias históricas; con contradicciones casi insuperables, entre la barbarie más sangrienta y el amor más puro, y con los recuerdos de un pasado demasiado vivo (prosiguiendo su carrera como actor en los papeles de casi siempre, como Vacaciones en el infierno o Blood father).
El simple hijo de un carpintero para la inmensa la mayoría de los hombres de su tierra, que sufrió por mandato divino el mayor de los Calvarios. En La Pasión de Jesucristo narra ese tiempo pascual entre el Huerto de los Olivos y el Gólgota, desde la mística más profunda y el naturalismo más desencarnado, en los idiomas de la época (arameo y hebreo) y bajo los ambientes más plausibles. Dos horas y siete minutos donde Gibson nos muestra, con un realismo descarnado, de notable signo teológico y brutal representación del castigo físico, la más dura penitencia del “hijo de Dios” (con una sangre que impregna su cuerpo y nuestra pantalla) y la pena más cruel (con latigazos tan reales que nos hacen a veces cerrar los ojos). Pero que termina con esa esperanza (tan sobrehumana) que ha fundado, para Gibson, una civilización judeocristiana que dio sentido a la vida de millones de seres humanos desde hace dos siglos.
El hijo de una pequeña tribu de la selva, Garra Jaguar, que debe sobrevivir en un entorno hostil y ante la crueldad sin límites del extinto Imperio maya. En Apocalypto, otro ejercicio visual y narrativo insuperable, rodada en plena jungla y con el mismo dialecto indígena, habla de ese héroe desconocido que quiere salvar su vida, proteger a su familia y buscar o “descubrir” un nuevo comienzo (el significado del título en griego). El inicio obligado ante el final de un mundo (de naturaleza casi salvaje y de civilizaciones prehispánicas) y la llegada de otro, para Gibson (de manera no tan sutil) de la salvadora civilización occidental que pondría al Nuevo mundo en la senda del progreso.
Y el hijo de una pueblerina familia adventista, Desmond Soss, que entre la inocencia y la convicción, tiene que hacer frente a un mundo en guerra. En Hasta el último hombre, Gibson retrata a ese joven soldado norteamericano incapaz de matar por su fe, ni siquiera a su enemigo ni siquiera en defensa propia, con su pequeña Biblia como única arma, y con la misión de salvar siempre “a uno más” en la trinchera y en la vida misma. Un tímido héroe, tras superar la incomprensión por cómo vivía su fe (no coger un arma) y comprender como otros la vivían de manera diferente a él, cumplió su labor de médico de guerra, alcanzó el Cielo soñado en su camilla de rescate (tan metafóricamente), y volvió a su Hogar, tras ser reconocido finalmente con medallas y pompas por la supuesta y victoriosa civilización norteamericana (en todos sus evidentes contradicciones).
“Creo que el dolor es precursor de un cambio” declaró en más de una ocasión Gibson. El dolor tiene efectos terapéuticos, dicen; nos advierte de lo que nos hace mal o nos ayuda a aceptar el cambio. Gibson nos habla del dolor del mundo y de su propio dolor, sufriendo ante los pecados del mundo, el poder del mal o el odio de los compañeros. Y sus héroes anónimos, entre la violencia y el amor, parecen buscar la salvación de los demás para salvarse a sí mismos sufriendo en su pasado y su presente.
Pero toda obra es consustancial a su autor, y todo autor viene marcado por su obra. Relación de doble sentido en la creación artística que nos habla, también en Gibson, de lo que se quiere decir y lo que realmente se es: el éxito o la autenticidad, los valores o la taquilla, la magia de la gran pantalla o el propósito de enmienda, el referente de la fe o la fe practicada, las propias convicciones o el aplauso de la crítica, el espectador concienciado o el cliente satisfecho. Y ante la necesidad de redimirse por el fallo realizado o por el daño infligido, el espectáculo de la vida pública y artística nos puede enseñar dos caminos: pedir perdón a público y colegas para alcanzar de nuevo el éxito o enseñar a dar la vida por los demás sabiendo que a lo mejor no seremos comprendidos (en sus dos acepciones históricas).
Películas impactantes y vidas demasiado públicas, que nos pueden ayudar a reflexionar sobre la máxima atribuida a San Irineo de Lyon: “lo que no se asume, no se redime”.
Nuestra redención, vital o virtual, según Mel Gibson.