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John Ford: amor a primera vista

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Como decía Graham Greene en su célebre novela, una historia no tiene ni principio ni final, sino que elegimos el momento de la experiencia desde el cual mirar hacia atrás o hacia adelante. En un momento determinado de mi vida conocí a John Ford. Desde entonces soy más feliz. Nunca tuve un padre o unos abuelos que me pusieran películas, pero gracias a Dios, navegando por la Red me topé con José Luis Garci y Eduardo Torres-Dulce, que han sido como ese padre, o esos abuelos, que me han enseñado lo que es el cine.

No recuerdo ni cuándo ni por qué motivo empecé a ver una de sus tertulias sobre cine en YouTube. Fue hace muy pocos años. Hablaban de una película llamada El Hombre Tranquilo y de un tipo llamado John Ford. Por cómo hablaban de ella, no me quedó más remedio que verla, y aquello fue apoteósico… Me habían presentado a un amor de una vida. Sin saberlo, había estado esperando aquel momento en que se produjo un verdadero hallazgo. Aquella era la máxima expresión del cine. Pura poesía. Era un cine vivo, por fin; sin artificios. Actores vivos, espontáneos, que florecían en cada escena. Un cine artesanal. Una película obrada con el amor con el que un carpintero virtuoso termina una de sus sillas.

Con El Hombre Tranquilo lloré por primera vez de puro gozo, de alegría irremediable. Es la película más maravillosa que he visto en mi vida, y siempre lo será, porque es un primer amor, porque fue una primera vez. Cada cierto tiempo regreso a ella, como esa mujer que perdura en la memoria, y en cuyos matices y esencias te pierdes placenteramente, como el que descansa ensimismado en el deleite de las altas cosas.

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Después, evidentemente, como todo aquel que es honesto y da la vida por todo aquello donde intuye que está lo bueno, que está el amor, que está la verdad, continué viendo películas de John Ford, como Centauros del Desierto, El hombre que mató a Liberty Valance y la trilogía de la caballería, así como películas que fueran objeto de tertulia de Garci y compañía y que no hubiera visto, como El Apartamento o El Dorado. No solo me descubrieron a John Ford, sino también a otros directores como Howard Hawks o Billy Wilder; y también descubrí lo gran actor que fue John Wayne.

Desde entonces, claro, voy poco al cine. Porque, salvo contadas excepciones, cualquier película que voy a ver resulta ser una tremenda decepción. Simplemente le exijo otra cosa al cine. Los fuegos artificiales y demás artimañas digitales, cuando se trata de un largometraje hueco, me traen completamente sin cuidado. Un ejemplo es el último epibodrio de Star Wars.

Uno de mis últimos caprichos fue hacerme con la biografía de John Ford de Peter Bagdanovich, en una preciosa y reciente edición de Hatari Books, la editorial que, entre otros, han fundado Garci y Torres-Dulce, y cuyo nombre toman de una de tantas obras maestras de Howard Hawks (que también me descubrieron ellos). Se encuentra plagada de anécdotas tremendas sobre el director. Allí aparecen recogidas también las más tópicas referencias, como cuando Orson Welles dijo aquello de que sus directores favoritos eran los clásicos: John Ford, John Ford y John Ford. O lo de «my name’s John Ford. I make westerns», y tantas otras cosas que convendría al interesado descubrir tras haber recorrido el cine de Ford.

Portada de John Ford, de Peter Bogdanovich. Hatari Books, 2018.

En este cine se descubre un gusto y una forma de contar historias que para mí no tienen comparación alguna. Es un cine natural, libre, desprovisto de los pecados por los que a mi juicio se hunden nuestras películas hoy. Se trata de un cine muy necesario en estos tiempos de incorrección política, de redes sociales, de hashtags, de higienismo, y tantas otras coartadas y expresiones de profundas imbecilidades, destructivas gilipolleces y sectarismos varios (con toda seguridad, hoy estas películas infringirían alguna ley o harían apología de alguna cosa que pudiera ofender al personal…). Sí, hay tipos duros, y fuman, y beben, como auténticos cabrones, y hasta que no se tienen en pie. Y sí, para el público marxista, hay indios oprimidos que son expulsados de sus tierras y mujeres oprimidas que sirven a hombres, heterosexuales, blancos, privilegiados y opresores. ¡Y qué! ¿Qué es la vida, maldita sea? ¿Cuál es su sentido? ¿Cómo ser feliz?

Bueno, un primer paso podría ser emprender una aventura a través del cine de John Ford, donde están el amor, la amistad, el sacrificio, la soledad, la tragedia, y donde encontramos contradicciones, imperfecciones, como en la vida misma, por supuesto. A Ford le han tachado de fascista y de tantas otras cosas más. Qué le vamos a hacer. Ford fue un tierno y virtuoso cabrón, «un poeta, un comediante», alcohólico, enigmático, con un corazón y una mala leche de igual talla. Tú, ve ahí, haz esto, haz lo otro. ¿Que vamos con retraso?… ¿Cuánto equivale en páginas de guion? ¿En ocho? Cojo, rompo ocho hojas y a seguir. Ya estamos al día. Las cosas por las que se ha criticado a Ford no coinciden con sus defectos, ni mucho menos.

Vean películas de John Ford. Nada volverá a ser igual. Disfrutarán más del cine, empezarán a desechar morralla y trabajarán el paladar. El cine de John Ford es la flor del desierto, ese milagro que brota entre las ruinas de un proyecto de vida consumido por el fuego en medio del yermo y su belleza. Una belleza custodiada en pequeños gestos y afectos, en miradas, en cosas como un amor secreto, quién sabe si pasado o presente, entre un héroe solitario y la mujer de su hermano. O la tristeza de un preciosa y trabajadora mujer incapaz de leer un párrafo cuando un ingenuo hombre que viene del Este se lo pide, y la conmoción de sus padres al asistir a esa escena, un matrimonio de emigrantes que le procuraron siempre lo mejor a su hija, que no fue a la escuela. Una belleza que no creo que puedan superar. Porque hay cosas que un hombre no supera fácilmente. Como la aparición de una chica que avanza a través de los campos con el sol en sus cabellos, o arrodillada en la iglesia con el rostro de santa.

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