La película de Peter Farrelly nos cuenta la historia real de la gira de un pianista negro por el Sur profundo de los EEUU en los años ‘60, la década en que estaba Kennedy en la Casa Blanca, la mafia italiana en el Bronx y el KKK en Missisipi.
Es un mundo que nos han contado mil veces, pero esta es una nueva historia, que, de un modo fluido y muy hollywoodiense, nos lo cuenta todo al mismo tiempo. Viggo Mortensen (The Lord of the Rings, Alatriste) se une a Mahershala Ali (Moonlight, The Hunger Games) formando un dúo de favoritos para crítica y espectadores que funciona, pero solo a ratos. La película sigue las líneas clásicas de una road movie – género tan americano como los Westerns – y las de cualquier drama. No destaca la fotografía o la dirección, sí lo hace el guion a todos los niveles, una estupenda historia muy bien narrada.
La película no aburre, pero tampoco arriesga. Tiene ratos de humor, ratos de tensión y ratos de didáctica, esa a la que nos tienen acostumbrados este tipo de dramas raciales. Ahora, ni los ratos de humor son hilarantes o ingeniosos ni los de tensión son suficientemente convincentes como para que te retuerzas en la butaca. Ni siquiera los de inspiración son tan profundos como pretenden.
Los gags son una adecuación del sanchopancismo (en términos quijotescos), sólo que esta vez encarnado en un italiano medio sinvergüenza y con mucho apetito. La tensión carece absolutamente de suspense, probablemente algo en el tono general de la película no te hace temer un final triste ni ninguna parte difícil de ver. La supuesta didáctica es pobre; ni emociona ni sorprende. Que la población afroamericana en el Deep South era miserable o que existían leyes de segregación, lo hemos oído, leído y visto mil veces. Que las sedes de YMCA eran escenario de relaciones homosexuales lo sabemos desde que salió la canción. Que una parte de los blancos eran racistas por defecto también los sabíamos, incluso que era un racismo más por convención que por odio. Esta parece ser la intención más elevada de la cinta, así de simple: elogiar la amistad e invitarnos a superar los prejuicios.
No puede decirse que hayan arriesgado tampoco con el mensaje.


¿O no? Tengo la teoría de que algo más sutil se trama en las 2h10m de metraje, algo inusual, algo que levantaría ampollas en nuestro mundo. Intuyo que es lo suficientemente controvertido como para que sea recomendable presentarlo envuelto en una película simplona y simpática; enterrado tan profundamente que solo pueden detectar los ojos preparados de un crítico amateur aburrido frente a la tarea de escribir sobre una película de esas de ver el sábado por la tarde y quedarse indiferente. Desde luego, de afirmarse lo que creo, se hace más por omisión que por enunciación explícita, acepten mi conjetura en la medida que crean conveniente.
En la película solo el retrato de una cultura se salda favorablemente: la italiana. Porque es un italiano el que todas las noches sale a ser puerta de un club lleno de mafiosos arriesgando su vida para poder mantener a su familia, comiéndose veintiséis perritos calientes de una sentada por cincuenta míseros dólares con los que pagar el alquiler de la semana. Son italianos los que hacen hueco en la mesa de Nochebuena a un hombre solo en el mundo. Si tenemos que quedarnos con algo, por tanto, diremos que es el italiano el verdadero ejemplo a imitar en esta película.
Bueno, pues entonces ¡viva Italia! pero no por ello que viva Green Book.

