La ambición de los agentes antidemocráticos en el cine de superhéroes es oceánica. La lucha por proteger la democracia de los ataques del totalitarismo (ver artículo anterior) es una empresa que requiere plena dedicación por parte del superhéroe. Se da la circunstancia de que no es el FBI, ni las fuerzas del orden, ni el ejército quienes tienen los mecanismos definitivos para luchar contra los supervillanos; no así el superhéroe.
La lucha contra criminales y supervillanos detrás de una máscara conlleva circunstancias incómodas:
- El sentido arácnido es una voz que no se puede acallar. Su instinto superheroico tiene el poder de anular cualquier aspecto de la vida del superhéroe que entorpezca su incorporación inmediata a la lucha por los intereses de la ciudad democrática. A la llamada del deber autoimpuesto todo debe esperar.
- Esta dinámica existencial termina por dinamitar cualquier relación sentimental y cierra totalmente las puertas a la construcción de una familia propia o a cualquier otro tipo de entrega esponsal.
- Además, la lucha superheroica puede llegar a afectar a las relaciones sociales más allá de los límites de la familia.
- Si los supervillanos descubren la identidad del superhéroe o sus vínculos con otras personas, estos últimos corren un peligro que dificulta enormemente el quehacer superheroico.
En resumidas cuentas, parece que la lucha por defender la democracia bien vale que la vida personal de un supertipo se frustre por el bien de todos. Esta idea, que habita angustiosamente en el cine de superhéroes (rodeada de dudas y contradicciones) es radicalmente falsa. Este supuesto sacrificio responde a un modelo antropológico insuficiente. No son pocos los que comparan la entrega del superhéroe con el modelo evangélico por antonomasia. Aunque, por lo general, este tipo de comparaciones no proceden y arrojan más oscuridad sobre el drama personal del superhéroe, existen honrosas excepciones que muestran que alguna película sí se presta a una cierta lectura catequética (al fin y al cabo, el superhéroe es un eslabón más de la tradición heroica occidental).
En tanto el superhéroe renuncia a lo más constitutivo de la vida humana, las relaciones, cae en la trampa del supervillano y, además, no hace justicia al ideal democrático. Esta tendencia al aislamiento por el bien de los demás, porque es mejor así, es una de las características más preocupantes de nuestra sociedad. El dato narrativo apunta a una incapacidad del hombre moderno para construir su vida en compañía de los otros. Todo por los demás pero aislado de ellos.
En este sentido, podemos afirmar que, en el fondo, el género superheroico en el cine postula una cierta instrumentalización del vigilante. Podría incluso verse en la figura del superhéroe del cine la imagen de la víctima ritual, el chivo expiatorio, el sacrificio necesario para que se restablezca el orden democrático. Que muera él o, como habitualmente ocurre, que mueran sus relaciones y se convierta en el instrumento de lucha contra el mal. Que se aliene para que el resto de ciudadanos sigan disfrutando de una democracia en construcción.
La democracia que presenta el cine de superhéroes admite que, cuando menos, algunos deben vivir malditos para que otros sean felices. La llamada superheroica no se impone, pero es tan fuerte y persuasiva que resulta difícil de eludir. Por ello no podemos interpretar al superhéroe como un esclavo de la democracia, sino como alguien que ha elegido libremente renunciar a sus relaciones más íntimas, alguien que ha decidido vivir escindido, fragmentado, incompleto. Esta es una contradicción no resuelta y muy bien disimulada en gran parte del corpus superheroico en el cine.
La conclusión de este fragmento de Vengadores: La era de Ultrón (Joos Whedon, 2015), que tiene a Bruce Banner/Hulk y a Natasha Romanoff/Viuda Negra como protagonistas, es uno de los que mejor ejemplifica la soledad del superhéroe.