En el anterior artículo hemos comprobado de qué manera la ciudad democrática es la condición de posibilidad para el surgimiento del superhéroe. La realidad urbana en el seno de la democracia nos da pie a hablar de los peligros que la amenazan: los supervillanos. Ellos son los representantes de las fuerzas que pretenden conducir una sociedad democrática a una sociedad sometida a alguna de las formas del totalitarismo.


El afán del villano por destruir la ciudad es una imagen de las fuerzas totalitarias que pretenden destruir las instituciones democráticas. La libertad y la justicia no son valores que los villanos aprecien, pues ponen en peligro la consecución de sus intereses egoístas. Sus motivaciones para destruir el sistema democrático son varias: amor al caos (El caballero oscuro, Christopher Nolan, 2008), desencanto con las imperfecciones del actual sistema democrático (Batman Begins, 2005; El caballero oscuro: La leyenda renace, 2012) deseo de instaurar otro sistema con otras normas (primera temporada de Daredevil, Drew Goddard, 2015-; recomiendo leer el análisis huvelleano de la segunda temporada de la serie).
No obstante, si nos abstraemos de las motivaciones que mueven las acciones del supervillano (algunas de ellas peligrosamente comprensibles) encontramos que su resultado es muy semejante. En último término, los movimientos del supervillano agreden los valores más esenciales de la democracia: justicia y libertad. Por muy buenas intenciones que tengan, los villanos son el retroceso de la civilización desde el punto de vista de la democracia en cuanto forma comunitaria más perfecta de ser hombre. La conclusión de Watchmen (Zack Snyder, 2009) no podría ser más clara en este punto.
Los supervillanos son dialécticos (tal y como se entiende el concepto en Filosofía). Para ellos la existencia es una lucha de intereses irreconciliables donde debe haber necesariamente vencedores y vencidos. La mente del supervillano sólo comprende esta dialéctica, esta colisión de intereses irreconciliables: somos nosotros o ellos. El supervillano no cree en el encuentro entre las personas porque no cree en las personas ni cree en el encuentro. Él vive en guerra, la lleva consigo porque vive encerrado en sí mismo; por ello la ideología es una de sus manifestaciones más (in)auténticas.
El supervillano odia las genuinas formas de la democracia pero habitualmente no lo admitirá. Se presentará como amigo, benefactor, filántropo o mesías. Las producciones basadas en personajes procedentes de DC Comics profundizan bien en este aspecto: Malcolm Merlyn y Damien Darhk (Arrow, Greg Berlanti, Marc Guggenheim y Andrew Kreisberg, 2012-), Lex Luthor (Batman v. Superman: El amanecer de la justicia, Zack Snyder, 2016), Harrison Welles (The Flash, Greg Berlanti, Geoff Johns, Andrew Kreisberg), entre otros.
La actitud fundamental del supervillano, más allá de sus formas concretas, se encuentra en muchas manifestaciones contemporáneas y no ficticias de la dialéctica. El cine de superhéroes no es un mero entretenimiento, sino que ofrece imágenes ficcionales referidas a realidades muy vivas en nuestros días. Seguramente por ello la tercera saga de la trilogía del caballero oscuro de Nolan no gustó en algunos sectores y, por qué no decirlo, un modelo de humanidad tan amable como el Capitán América es tachado de fascista. No es extraño que estos mismos críticos militen en ideologías fielmente metaforizadas tanto en las actitudes del villano como en el comportamiento de los sectores democráticos que sufren un proceso de corrupción.


Queda patente que la lucha del superhéroe contra la multiforme manifestación de las fuerzas antidemocráticas es un ministerio muy exigente. Tanto es así que la consagración a la lucha contra el mal suele acarrear el peligro de la desintegración de la persona del superhéroe. A este dilema vamos a dedicar el siguiente artículo.