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Cuando el silencio narra la historia

En Cine/Religión por

Hace unos días, al salir del cine —después de ver el último trabajo de Scorsese, Silencio, un amigo me dijo que había oído a alguien murmurar: “como siempre, la culpa de todo la tienen las religiones”. Una prueba clara de que se puede ver sin observar. Son muchas las críticas que se han hecho a esta película que, de por sí, no es polémica ni pretende serlo. Es profunda, y muchos confunden hoy la profundidad con el afán de debate.

Por fortuna, vivimos en una sociedad libre en la que todos podemos compartir opiniones para después aceptarlas o no. En un cierto grado de discusión -esa meritocracia congénita a la cultura-, es menester obviar la opinión de todos aquellos que no han visto la película o que, a pesar de haberla visto, carecen del instrumental necesario para elaborar una crítica adecuada.

Este instrumental, en este caso, es un conocimiento suficiente de la cultura japonesa y su historia, de la gran orden de los jesuitas y su idiosincrasia, del autor nipón y católico que concibió la historia —Shusaku Endo—, de la religión católica (sus misiones, sus martirios, sus predicadores), algo de cine (preferiblemente del mismo Scorsese) y algo de ética o de filosofía en general. Pero siempre, en cualquier caso, es necesario algo de sentido común.

Digo que todo esto sería lo ideal así que, por supuesto, no es en modo alguno lo que se suele dar en los artículos de crítica u opinión. Dicho lo cual, procedo a exponer algunas ideas que me revolotean por la cabeza después de haber visto la película y haber escuchado y leído las críticas.

Por supuesto que más allá de la opinión personal se encuentra ese vago factor al que los críticos recurren con excesiva frecuencia bajo el título de “gusto”. Puedes tener opiniones favorables de cosas sin gusto aparente, y viceversa. Pero no me meteré ahora en ese laberinto.

Sobre Silencio

A veces el silencio vale más que mil palabras. O eso dicen. Siempre he considerado el silencio como el ambiente necesario para cultivar los actos que me definen como persona: el conocimiento de mí mismo, la búsqueda de la verdad y la belleza, mi relación con Dios.

Para Romano Guardini el silencio era el ingrediente fundamental para la fecundidad del espíritu: el artista crea en el silencio, el filósofo escudriña la realidad en el silencio, el silencio es también el espacio del amor y de la contemplación estética. Para apreciar una obra de arte el espíritu debe estar callado, reposado, en calma.

 

Silencio no es solo callar, callar también pueden los animales, pero ellos no pueden guardar silencio.

 

Pero no sólo eso. Silencio no es sólo callar. Silencio es dar sentido a la ausencia de ruido. Callar también pueden los animales. Pero ellos no pueden guardar silencio. Los hombres, al callar, se dan la oportunidad de conocerse a sí mismos, que es el paso previo indispensable para poder, de verdad, darte al otro.

Por fin, para Guardini, el silencio es el único medio para llegar a Dios. La experiencia del “Otro”, de la luminosidad y de la magnificencia divinas se dan en el silencio. Como dice el clásico motete: “en medio del silencio el Verbo se encarnó”. En palabras del filósofo italiano:

«La primera imagen, la del silencio y la sencillez sin ruido, y la segunda, la del nacimiento hablante de la comunidad en el amor abarcan el misterio de la vida de Dios y su sagrado señorío. Pero ¡qué misterio hay también en el hombre, en que, por voluntad de Dios, se refleja su gloria prístina! Y ¡qué deber conservarlo en su pureza invulnerada!» (Una ética para nuestro tiempo, 339).

El trabajo de Scorsese está repleto de estos silencios. Y quien no los haya oído debe estar casi sordo. Además, son silencios que preceden siempre a una gran comunicación: una confesión, el grito de unos mártires (el potente símbolo del fuego, siempre junto al agua), un encuentro relevante… y también una apostasía.

Silencio se titula la novela de Endo, refiriéndose al silencio de Dios durante el martirio de miles de católicos japoneses durante el siglo XVII. Silencio es también el título de la tragedia personal del P. Rodrigues, protagonista de la obra, que debe abandonar su concepción idealizada del martirio al descubrir la brutalidad y la crueldad con que se tortura y se asesina a los seguidores de Cristo. El P. Rodrigues busca respuesta y esperanzas en un Dios que no le responde (recreación de la historia de Job y de ese “pero Jesús callaba”). Hasta que, por fin, después de todos los horrores, cuando debe escoger entre apostatar y salvar a sus hermanos o el martirio de todos, recibe la respuesta de la imagen de Cristo que debe pisar:

“Puedes pisotearme. Puedes pisotearme. Conozco mejor que nadie el dolor de tu pie. Puedes pisarme. Yo nací en este mundo para ser pisoteado por los hombres. Cargué con la cruz para compartir el dolor de los hombres”.

No es el guión de la película. Es la novela de Endo. En otro de sus libros, Una vida de Jesús, afirmaba:

“La cultura japonesa se identifica con uno que ‘sufre con nosotros’ y que ‘permite nuestra debilidad’… con este hecho en mente, he intentado no tanto representar a Dios en la imagen paterna que tiende a caracterizar el cristianismo, sino más bien representar el aspecto maternal de buen corazón de Dios que nos revela en la personalidad de Jesús”.

El silencio de la película tiene sentido frente al momento de la agonía y del martirio. Dios habla y, cuando lo hace, no siempre es de la forma o con las palabras de nuestra lógica humana. Dios calla para poder hablar y que sus palabras adquieran todo el sentido y toda la dimensión que les corresponde. El martirio no pierde un ápice de heroísmo ni de grandeza, como tampoco pierde del horror de la crueldad humana. Dios lo permite todo y calla para que hasta los sordos puedan escucharle bien.

Creo que Endo —y su heredero en el cine- Scorsese— han dado en el clavo.

 

Ni se relativiza la apostasía, ni se desprecia el martirio

Una de las críticas que más me ha sorprendido, por proceder de personas particularmente capaces dentro de la Iglesia Católica, se refiere de especialmente al fondo de la película.

Lo cual ya supone un gran peligro. Llamar “satánica” a una película por ser fiel a la novela original (escrita por un católico japonés cuya fe nadie parece poner en duda), y ofrecer la realidad agria de un caso límite de apostasía, me parece precipitado. No quiero caer en el recurso facilón de traer a colación el relato evangélico de la apostasía de Pedro, cuyo paralelismo con el relato de la película es casi modélico. En cualquier caso se trata de una acusación exagerada y, desde mi punto de vista, sin mucho tino.

Existe un peligro: pretender encerrar en categorías éticas y religiosas demasiado estrechas una película que pretende ser arte cinematográfico en sentido amplio.

Pero existe un peligro aún mayor: el de pretender encerrar en categorías éticas y ético-religiosas demasiado estrechas una obra que pretende ser de arte cinematográfico en sentido amplio. Soy un firme convicto de que el buen cine es intrínsecamente ético, en cuanto a la forma y a la materia, en su sentido más profundo: una obra de arte debe pretender ser verdadera, bella y buena, hacernos mejores personas, ofrecer una verdad profunda y un objeto de contemplación. Debe pretenderlo para llegar a serlo. Vamos: que es buena sólo cuando logra ser buena. Y en eso consiste también el genio artístico.

No considero sano, ni personal ni socialmente, establecer un “código de leyes morales positivas” en base al cual juzgar las películas. No tiene ningún sentido.

Silencio no pretende hacer una crítica negativa de los jesuitas, ni de los mártires. Todo lo contrario. Y quien haya recibido tal impresión, que hable con los especialistas que colaboraron en la producción, varios de ellos mismos jesuitas. Queda más que patentemente retratado el hecho de que los mártires son héroes. Hacen y realizan hechos reservados sólo para los más grandes de la raza humana, con una ayuda especialísima de Dios. Y, por encima de todo, su acto es centrífugo: no realza el valor de las personas martirizadas, sino que sirve de criterio para todas las personas de la comunidad que les rodean. Diría que son casi más héroes que mártires, si eso no resultara contradictorio.

E insisto: es Cristo mismo el que pide ser pisoteado para salvar a muchos. Cristo es el primer mártir, el Mártir supremo. Su sacrificio da sentido a todos los demás. El hecho tiene un neto valor simbólico reforzado por el momento trágico-dramático: el momento que Cristo -la Palabra hecha carne- por fin rompe el silencio y habla.

En cualquier caso, se comprendan o no se comprendan los motivos, la espiritualidad de Shusaku Endo o los mismos hechos históricos, creo que el valor de la película se te escurre entre los dedos cuando la afrontas con ínfulas de apologeta dogmático o moralista.

Que quede claro que en ningún caso se trata de una película de santos o de vidas ejemplares. No es la vida de Santa Teresa o del Padre Damián. Con todo el respeto que esas películas me inspiran, aquí se trata de otro nivel de cine.

Las metáforas que sustentan el todo: un erial de donde surja el fuego de Cristo

El cristianismo es paradójico, tal y como nos recordara el gran Chesterton continuamente. Endo hace experiencia de esa misma paradoja en su Japón del alma. Al final de la novela un oficial le dice al P. Rodrigues: “Padre, usted no ha sido derrotado por nosotros [los japoneses], sino por esta ciénaga, Japón”.

En una escena de la película el mismo P. Rodrigues llega a un poblado de cristianos completamente arrasado por el fuego (junto al agua del mar), repoblado por gatos. Allí, en un momento de introspección, murmura: “Qué ha sido de esta tierra, en la que San Franciso (Javier) vio tantas posibilidades”.

La respuesta la tiene el mismo Shusaku Endo, y la ofrece en la adaptación teatral que él mismo hizo de la novela (titulada El país dorado), en la que el mismo oficial de antes concluye:

“Pero la ciénaga tiene también aspectos positivos, si te dejas convencer por su calor confortable. Las enseñanzas de Cristo son como una llama. Como una llama que hacen arder el alma. El calor tibio de Japón eventualmente cría el sueño”.

Creo que eso fue, precisamente, lo que vio San Francisco Javier en Japón: un país difícil, pero fértil y fecundo para el catolicismo si éste hace un esfuerzo por comprender su cultura, sus tradiciones; su gente. El catolicismo es el cristianismo universal, según su mismo nombre. A lo largo de su historia ha logrado realizar esa misma simbiosis con gran maestría con numerosos pueblos, en Europa, en América, en la misma Asia. Esa es la gran labor misionera: atraer a todos los pueblos y a todas las culturas hacia el reinado de Cristo.

En este encuadro encajan, una a una, todas las metáforas de Endo y todos los símbolos visuales de Scorsese, así como los mismos paisajes y la tensión narrativa. Creo que se podría hacer una lectura muy provechosa de esta película sólo en clave de la metáfora erial-fuego-agua. Precisamente por todas estas paradojas, la película posee una profundidad nada desdeñable y es capaz de interpelar al corazón del ser humano que se alimenta de ellas.

Una película que ofrece más preguntas que respuestas

Me gustaría ofrecer una crítica estrictamente cinematográfica: de los recursos narrativos de Scorsese, su uso de la cámara, de los ambientes, del juego con el tiempo y el espacio, de los diálogos y los silencios, de la adaptación del original al guion. Pero no me siento cualificado, y críticas hay más que suficientes flotando por la web.

Así que barro para casa: no solamente es una película que recomiendo, sino que seguramente será una película sobre la que haré cinefórums en clase de filosofía y teología. El material que me ofrece es demasiado rico y abundante. Y lo que logra, lo que yo, como profesor e investigador valoro sobre todo, es su inmensa capacidad para suscitar preguntas, cuestiones y temas de debate en todos los niveles.

Me refiero a cuestiones de ética, de filosofía de la cultura, de filosofía de la religión, de teología, de diálogo entre la fe y las culturas (el Japón de San Francisco Javier, esa tierra tan olvidada en Occidente), de antropología, de historia de las misiones, del valor del martirio, del ejercicio sacerdotal -profético y sacramental-, del inmenso y formidable valor del silencio.

Es una película que no ofrece respuestas, no pretende ofrecer respuestas. Ofrece situaciones críticas -algunas irresolubles- y el ejemplo de varias personas que participan en esas situaciones de formas diversas, con puntos de vista cultural y religiosamente distintos.

Por todo lo cual, tengo una opinión fundamentalmente positiva del libro y de la película. Creo que tenemos un clásico en nuestras manos -la novela, ciertamente, pero también el largometraje- y por ello tenemos que agradecer la reflexión y el arte de los dos genios Endo y Scorsese.

Doctor en Filosofía en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum de Roma. Me considero, ante todo, un gran lector. Inclinado por naturaleza hacia las humanidades clásicas y la literatura inglesa, y por vocación a la metafísica y a la lógica. Católico tras las huellas de Newman, Chesterton y Benedicto XVI. Filósofo tras las huellas de Santo Tomás de Aquino y de Aristóteles. Y gran aficionado al mundo de Tolkien.

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