En alguna ocasión me he peleado con Dostoievski. ¿Cómo podrá la belleza salvar al mundo, según afirma categóricamente el príncipe Myshkin en su novela El idiota, si es el propio mundo quien se ha encargado de asesinarla? ¿Es acaso este ideal una suerte de ave fénix que emergerá de entre el plástico, la chabacanería, las pantallas electrónicas y el burdo artificio para redimirse y redimir a un hombre que lo vendería por un puñado de monedas? Tras visionar Cold War (2018), la enésima maravilla salida de las manos de ese genio de otro tiempo que es Pawel Pawlikowski, comienzo a entenderlo todo.
Después del gran éxito de Ida (2013), el cineasta polaco regresa con un filme sobre ese amor que desgarra, duele y llega a helar; sobre caminos un día unidos y al otro separados a la fuerza; sobre los indeseables designios del destino y el papel que desempeñamos frente a ellos. Ambientada en la ruinosa Polonia de posguerra, Cold War narra la historia de un pianista y una joven campesina cuyos caminos se cruzan en la compañía de coros y danzas que él ha sido conminado a dirigir para enardecer el espíritu patriótico de las gentes tras la contienda. Las circunstancias empujan a ambos a buscar la manera de sobrevivir, y, mientras que él renuncia y se exilia en París, ella decide continuar trabajando al servicio de los soviéticos, por lo que sus vidas son condenadas a discurrir separadas, esperando que el tiempo las reúna y les haga recobrar el sentido del que de ese modo carecen.


Cada fotograma es una obra de arte. Ya desde el comienzo, resueltamente magnético, en que la musicalidad emerge del barro para brillar en contraste con el natural silencio, el director nos introduce en una atmósfera envolvente e hipnótica de la que resultará harto difícil salir. Al exquisito tratamiento del blanco y negro, muestra manifiesta del mejor clasicismo, se unen en perfecta sinergia un manejo virtuoso de los encuadres, una poderosa interpretación actoral y una sutil elección de la banda sonora, que, complementando a un texto correctísimo, dan lugar a un conjunto rebosante de lirismo, pasión, carnalidad, tristeza y Verdad, culminado, además, con el que ya ha sido señalado por varios como uno de los desenlaces más hermosos de la cinematografía reciente.
Pawlikowski nos ha devuelto la belleza de lo humano, de las miradas, de los sentimientos universales, de las relaciones puras y lacerantes, del hombre frente a su sino o a las noches en soledad; del humo del tabaco, de los trenes, de las cabinas de teléfono, de los coches de antes; del jazz, del rock, de la música clásica; de todo eso que la (pos)modernidad enterró en aras del progreso y la prosperidad. Pawlikowski ha acometido un verdadero acto de protesta.

