Con el estreno de Dunkirk (2017), el director británico nos trae una de las experiencias cinematográficas más absorbentes de los últimos años.
De modo similar a lo que hiciera Richard Attenborough con la operación de Market Garden en A bridge too far (1977), Christopher Nolan se ha propuesto pintar un fresco monumental del desastre bélico de Dunkerque. Una obra colosal en el apartado técnico, con una estructura basada en la multiplicidad de puntos de vista y un reparto estelar.
Además del festín sensorial, Dunkirk también supone una revisión del subgénero bélico, como es evidente, y del cine británico. El fantasma de algunos maestros como David Lean y el ya citado Attenborough planea sin disimulo sobre los fotogramas de Nolan.
Pero, por encima de todo, el estreno de esta película marca un hito histórico del cine. No porque se trate de una obra maestra ni nada por el estilo –no queremos caer en exageraciones eufóricas–, sino por el carácter casi caduco de su experiencia de visionado. Dunkirk, cinematográficamente hablando, es un animal en peligro de extinción.
Un gran mural audiovisual
Mural, fresco… Todos los paralelismos pictóricos se quedan cortos, por supuesto. Si le añadimos el adjetivo audiovisual, encima, resultan redundantes. Sin embargo, cuesta encontrar palabras más adecuadas para ajustarse a las pantagruélicas dimensiones de esta película. Nolan es un gigante hambriento de grandes espectáculos y, sin duda, ha servido un festín muy generoso con los cinco sentidos.
Primero, por la arriesgada y nada habitual decisión de rodar en formato de 70mm y con cámaras IMAX. El último ejemplo que recordamos es Tarantino con sus Odiosos ocho (2015). Aunque en la mayoría de cines no se disponga de los proyectores y de las condiciones técnicas para disfrutar de todas sus ventajas, la fotografía deja sin habla. La horizontalidad infinita de las playas en las que aquellos 400.000 británicos quedaron varados a merced del enemigo queda perfectamente recreada en esta anchura de formato.
La luz fría, casi espectral, también sugiere magníficamente el estado intermedio entre la vida y la muerte en que se encontraban aquellos soldados. Mención especial merece la mezcla de sonido. La sensación de no-lugar, o de limbo, que despierta esa ratonera entre el continente y el mar, provoca una enorme angustia.
El guión y la estructura narrativa acusan, quizás, una falta de profundidad psicológica o de recorrido emocional en los personajes. Pero sin duda que la mayor preocupación dramática de Nolan es la batalla en sí misma, el acontecimiento histórico, sin un protagonista definido. Es la historia de un hecho, no de un personaje en particular. La historia de un fracaso militar sin precedentes. De este modo, Dunkirk nos asoma a las diferentes perspectivas de la batalla: los soldados que tratan de huir en los buques de rescate, los altos mandos que deben gestionar la evacuación, los aviadores que deben asegurarla y los civiles en sus pequeñas embarcaciones.


Revisitando a los grandes maestros
El subgénero bélico siempre ha ido ligado al cine; desde su nacimiento mismo. Baste con mencionar El nacimiento de una nación (D.W. Griffith, 1915) y El acorazado Potemkin (Sergei M. Eisenstein, 1925), dos películas que contribuyeron decisivamente a la articulación del cine como un arte nuevo (especialmente debido al montaje…). Hacer una película sobre la guerra, por tanto, es una manera muy clara de entroncar con la tradición del séptimo arte.
Recientemente, Nolan citaba alguna de las influencias más grandes en Dunkirk, que van desde el plano personal (en Dunkerque falleció su abuelo) hasta el aspecto más técnico. En este último aspecto, la influencia más relevantes –la mayoría subgénero bélico, como venimos insistiendo–, podría destacarse, por la importancia de la playa en la película, La hija de Ryan (David Lean, 1970). Aunque se trate de un melodrama psicológico bastante alejado de la temática de guerra, el uso del espacio y de los elementos naturales (la arena, el viento, el mar) en este filme son un ejemplo de la sensorialidad que Nolan ha querido imitar. Así lo explica él mismo: “The relationship of geographical spectacle to narrative and thematic drive in these works is extraordinary and inspiring. Pure cinema”.
Ver Dunkirk, por tanto, es ir de la mano de un gran director para (re)descubrir a otros grandes que ya fueron.
Un ritual de otro tiempo
Con el estreno de Dunkirk en pleno reinado de Netflix y del consumo digital, asistimos a una curiosa situación histórica. Se tocan, o se rozan, dos formas de experiencia cinematográfica completamente distintas (evito el adjetivo “antagónicas” por falta de seguridad): la vieja y la nueva. La del salón y tele/ordenador en casa y la de la gran pantalla en sala de cine. La financiación y producción de una película de estas dimensiones, en 70mm, con una temática no particularmente comercial (ni sagas, ni superhéroes, ni público adolescente), es una excepción en el paisaje audiovisual de la actualidad. En este sentido, la propuesta de Nolan es casi anacrónica. Esto, quizás, la hace más especial aún.
No se trata de caer en un sentimentalismo cinéfilo pero sí de valorar que, a lo mejor, somos la última generación que disfrutará de este tipo de espectáculo. Los espectadores que vieron Ben-hur, Espartaco o Barry Lindon posiblemente nunca sospecharan que esta forma de ir al cine (casi como quien va al teatro o la ópera) comenzaría un día a desaparecer.
Dunkirk, paradójicamente, a la vez que desmiente este hecho, también lo anuncia.