

Si el cine es un “arte total”, está claro que el musical manifiesta esta característica de modo eminente. No soy asiduo al musical teatral, pero el género cinematográfico es de mis favoritos. ¿Cómo no esbozar una sonrisa recordando Cita en St. Louis (Vincente Minnelli, 1944), emocionarse con los mejores momentos de Gigi (Vincente Minnelli, 1958) o saltar de alegría con Cantando bajo la lluvia (Gene Kelly y Stanley Donen, 1952)? La fórmula hollywoodiense se consolidó e hizo “clásica” en los 60 —recordemos Sonrisas y lágrimas (Robert Wise, 1965)— y derivó hacia un mayor realismo, extravagancia y pura comercialidad en los 70 y los 80 —salvo el siempre interesante trabajo de Bob Fosse— para recuperar en los 90 el formato clásico… pero en el cine de animación —de la mano de otro genio como Alan Menken—.
Si exceptuamos esa joya que es Newsies (Kenny Ortega, 1992), el musical prácticamente no revivió hasta Moulin Rouge (Baz Luhrmann, 2001), cuyo éxito, eso sí, motivó un prolífico y exitoso giro del género hacia el jukebox musical y, de un modo más irregular y con resultados desiguales, el estreno de adaptaciones de éxitos consolidados de Broadway (El fantasma de la ópera, Sweeney Todd, Los miserables).
La película Chicago (Rob Marshall, 2002) se enmarca en esta segunda tendencia. Adaptación de un musical estrenado en 1975 —y cuya última representación fue en 2014—, la película ganó seis Oscar en 2003, entre ellos el de mejor película, la primera vez que un musical recibía tal galardón desde 1968.
No es raro que —ya sea en escena o en pantalla— los musicales sean adaptaciones de adaptaciones de adaptaciones. De hecho, esta capacidad de transformar fuentes literarias populares en letra y melodía seguramente sea una de las claves del éxito y la pervivencia del género entre el público. Y, con todo, a priori no es obvio saber qué es lo que ha hecho de Chicago una obra tan popular: no se dirige a todos los públicos ni tiene el tono abiertamente positivo y celebrador de la vida del musical clásico, pero tampoco está plagado de las excentricidades, horteradas y vínculos con la cultura pop del musical de los 70 y 80. Quizá la clave haya que buscarla, entonces, no tanto en la forma cuanto en el fondo de lo que cuenta.
Esta es mi hipótesis. Que la película Chicago, de 2002, se base en un musical, de 1975, que, a su vez, se base en una obra de teatro escrita en 1926 (o sea, durante los mismos años en que se desarrolla su argumento) habla bien a las claras: hay problemas humanos que no son “de ahora”, sino que ya vienen de antiguo… quizá de siempre.


En su momento, vi la película y no la entendí. Me fascinaron varios números musicales (el del señor Celofán, el claqué de Richard Gere en el juicio, el tango de la cárcel) y me sorprendió el desbordante vigor del baile final a dúo entre Vilma y Roxie. Me irritó un poco el desvergonzado cinismo que desprende el argumento, pero a la vez me pareció ver una interesante contraposición entre la realidad “ideal” de los números musicales y la realidad imperfecta del mundo real, donde todo es endeble, finito y resbaladizo.
Ahora veo que me quedé corto.
Al verla por segunda vez, creo que Chicago trata de todo esto, y de mucho más. En realidad, se trata de un fascinante ensayo sobre el poder de la representación. Un poder atractivo pero que ciega, entorpece, oscurece la verdad. Una representación que, cuya falta de fidelidad a los hechos (a la realidad), termina por deshumanizar a los personajes…
Es muy interesante aquella escena en la que la rica joven china sorprende a su novio en la cama con dos mujeres. “¡Esto no es lo que parece! ¡Estoy solo en la cama! ¡No creas lo que ves, cree lo que yo te digo!” le dice él.
De eso trata la película: de la poderosa capacidad que tenemos los seres humanos para re-presentar, esto es, presentar de nuevo la realidad, los hechos… pero de otra manera. Una representación que, obligatoriamente, parte de la realidad pero que no acaba necesariamente en ella, sino en lo que decimos de ella, y ahí es donde entra la apariencia, la doxa, el embellecimiento, la deformación, el artificio, la intencionalidad… en definitiva, junto con la representación entra la falibilidad humana.
Un poco de erudición sobre la representación
En nuestra cultura occidental, el término “representación” tiene una carga semántica muy abultada. Me había prometido a mi mismo no recargar este comentario con citas y referencias pero… noblesse oblige. En todo caso, el lector es perfectamente libre —y el autor le anima a ello— de saltarse esta pequeña digresión erudita hasta el siguiente titulillo.
En el ámbito filosófico, la palabra representación aparece abusivamente asociada a un problema epistemológico y moderno, por lo demás de sobra conocido. Dado que no hay conocimiento directo de la realidad, sino que el conocimiento humano siempre es mediado (por el lenguaje, por la cultura, por los sentidos, por las ideas), la filosofía moderna concluye que lo que conocemos es justo eso, nuestra representación del mundo pero no el mundo como tal, pues eso exigiría un punto de vista divino del cual, obviamente, carecemos. De hecho, es la tradición moderna —a decir de Charles Taylor, viciada por la idea de representación— la que tematiza la cuestión del conocimiento humano, convirtiendo en problemático el paso del “puente” que separa al sujeto cognoscente del objeto conocido.
Y en esas seguimos, o al menos eso es lo que salta a la vista cuando los defensores del programa fuerte de Inteligencia Artificial difuminan la frontera entre hombre y máquina alegando que no una hay forma de saber incuestionablemente si otra persona es un ser consciente (o si se trata de una máquina programada para crear la ilusión de consciencia). Quizá porque seguimos sin entender que, para ser cierto, el conocimiento humano no necesita basarse ni en una percepción clara y neutra del orden externo al sujeto ni tampoco en ideas y representaciones indudables del mundo. Como ha argumentado Taylor, “nuestras representaciones de las cosas […] están basadas en la forma en que nos relacionamos con ellas” y por este motivo
no se puede continuar cavando por debajo de nuestras representaciones para dejar al descubierto nuevas representaciones básicas. Lo que descubrimos y que subyace a nuestras representaciones del mundo […] ya no es representación, sino una cierta captación del mundo que tenemos en tanto que agentes en él (“La superación de la epistemología” [1987], en Argumentos filosóficos. Ensayos sobre el conocimiento, el lenguaje y la modernidad, Paidós, Barcelona, 1997, 32).
En el ámbito político, la noción de representación tiene una carga sólo en apariencia menos teórica, pero en todo caso mucho más fácil de entender en nuestro tiempo, muy dado a prodigar los supuestos beneficios de una democracia directa o real —hoy, si cabe, más realizable gracias a la tecnología digital— en detrimento de un sistema político representativo que, dicen, contiene en sí el germen de la ineficacia, el despotismo, la oligarquía o que es, sin más, un obstáculo para la configuración de la voluntad política.
Daniel Innerarity lleva tiempo insistiendo en que, frente a una democracia sin política que entroniza al ciudadano como evaluador independiente, “si la política (y los tan denostados partidos) sirve para algo es precisamente para integrar con una cierta coherencia y autorización democrática las múltiples demandas que surgen continuamente en el espacio de una sociedad abierta”. Pero si hay alguien que se tomó en serio el estudio de esta cuestión en el ámbito político fue el discutido Carl Schmitt, quien en Catolicismo romano y forma política (1925) y Teoría de la Constitución (1928) sostuvo que la representación auténtica se da en la esfera pública —o sea, no es simple juego de intereses privados—, que es un fenómeno existencial y personal más que meramente procedimental —se puede exigir responsabilidad— y cuyo fin no es otro que representar a un todo —también a los opositores.
Pero en Teología política (1922), Schmitt fue más lejos. Allí vino a decir que la imagen metafísica del mundo que se forja una época tiene la misma forma de la organización política que tiene por evidente. Si, como parte de esa metafísica, la imagen de Dios que se tiene conlleva una forma política, entonces un Dios personal conlleva una forma política personal (representativa). ¿Qué decir, entonces, respecto de la democracia directa? ¿No da la sensación de que aquellos que tienen por evidente esta forma política viven anclados en una metafísica moderna “rancia”, que mira el mundo como una colección de eventos inconexos y de individuos atomizados regido, en última instancia, por un destino caprichoso al que no se puede exigir ninguna responsabilidad?
Como veníamos diciendo…
El lector o espectador que disfrute dándole al coco y viendo las declinaciones de la noción de representación en teoría del conocimiento, política, psicología y neurociencia, informática y otras ramas del saber, sin duda encontrará en Chicago apoyo para sus cavilaciones. Por suerte, la película no va de eso. El sentido de “representación” que, creo, se puede hallar en su argumento es uno más corriente y próximo a la vida, un sentido estético: se trata de la representación como esa figuración o recreación de la realidad que llevamos a cabo cuando hablamos, escribimos, filmamos, dibujamos o moldeamos. En todos los casos estamos hablando de una mediación humana por la vía del lenguaje o de la creación artística que no es buena o mala en sí misma, sino inevitable, pero que fracasa cuando falta en medio la fiabilidad. Fiabilidad que se pierde por completo, por ejemplo, cuando lo que mis sentidos perciben entra en flagrante contradicción con lo que el otro me quiere hacer creer con su representación.
Este asunto, de una u otra manera, recorre la película por entero. Sobre todo en el personaje de Roxie Hart, que sueña constantemente —sus sueños, de hecho, hacen progresar los números musicales de la película— y que vive obsesionada pensando que no es nadie. Ahora bien, cuando ve la oportunidad de subir al estrellato, no lo duda un segundo: liarse con un vendedor de muebles, mentir a la sociedad, fingir un embarazo… todo vale. Lo importante, empero, es darse cuenta de que Roxie no es así por su contacto con el mundo cínico que encuentra en la cárcel. En realidad, Roxie se ha pasado toda la vida “representando” o, al menos, desde que salía con un matón y le gustaba jugar al papel de chica del gángster. En ella todo es siempre una actuación como huida de la realidad, hasta el punto de que, ante algo tan real como la indignación de su marido al saber que ella le ponía los cuernos, a esa reacción del marido Roxie la califique de “imitación de la vida” (¡!).
Roxie no es nada, no es nadie, es pura representación. Su personaje aparece definido por aquello que no tiene: alguien que le diga “te quiero” y abrace la totalidad de su persona.
Su personaje cataliza muy bien el tema de la película porque su personaje no es nada, no es nadie, es pura representación: una mujer que, en su vida ordinaria, interpreta ser una aburrida esposa (incluso la infidelidad al marido encaja en el papel) pero que, en cuanto tiene la oportunidad, saca a la verdadera fiera que lleva dentro. Una fiera que, en última instancia, no es nadie, y que aparece definida por algo no tiene: alguien que le diga “te quiero” y que con ese “te quiero” abrace la totalidad de su persona, incluido lo malo.
Mientras no tenga eso, Roxie se consuela pensando que la atención del público y de la prensa van a llenar ese vacío. Pero público y prensa son tan volátiles como ella misma… y, además, todo el mundo representa. Lo hace el abogado que, en un mundo perfecto, desearía defender a sus clientes por amor y sin parafernalias. Y representa también la propia Vilma cuando convence a Roxie para que trabajen juntas y después le traiciona.
Realmente es muy impresionante el modo en que la película lleva el asunto de la representación hasta sus últimas consecuencias. Queremos que la vida sea chispeante y alegre… pero a la vez queremos controlar lo que pasa. Nos fascina la manera ordenada, perfecta y, a la vez, no-mecánica en la que se suceden los pasos de baile y querríamos que la vida misma tuviera ese esplendor que artificialmente podemos conseguir mediante la creación artística… pero, al mismo tiempo, vivimos tan fascinados por la representación y su poder embriagador que, en el medio, perdemos la presentación, la presencia de lo real. Y lo perdemos porque, al final, ya no queremos o no podemos ver la realidad. Esa es la moral de la película: vivimos tan inmersos y tan convencidos de que la vida es un circo en el que hay que sobrevivir ateniéndose a unas reglas —“externas” a nosotros y enfrentadas a nuestros mejores deseos— que lo que más valoramos no es la integridad o la virtud sino la astucia, el ingenio, el arrojo, el descaro, el escándalo y la interpretación.
Queremos que la vida sea chispeante y alegre… pero a la vez controlar todo lo que nos pasa. Querríamos que tuviera ese esplendor que artificialmente crea la obra artística.
¿No es esta esquizofrenia algo terriblemente actual? Hace unos meses, en un análisis de lo más necesario, Benegas y Blanco daban cuenta de la hiperregulación administrativa a la que debe someterse el mediano empresario en este país. De boquilla, tanto a los políticos como a los medios de comunicación les encanta hablar de emprendimiento e innovación, crecimiento económico, oportunidades de empleo y competitividad.
Esa es la “representación”, dinámica y atractiva, que nos deslumbra, cuando lo cierto es que pocos movimientos en el terreno empresarial y de la actividad económica son espontáneos y libres. Nos fascina lo que somos capaces mediante la cooperación, la división del trabajo y el intercambio de bienes, información y servicio pero… le tenemos tanto miedo a la libertad y a la creatividad humanas que recelamos si no hay un esquema, un montón de leyes y reglamentos que nos ampare. ¿Sorprende acaso que, en una economía tan supuestamente libre, proliferen los intermediadores que se encargan de aconsejar como navegar entre el marasmo administrativo?
Miedo a la libertad. ¿No hay una denuncia de esto mismo en la queja de Will McAvoy en su “discurso inaugural” de The Newsroom? Cuando le responde a la joven universitaria que pertenece, sin dudarlo, a la peor generación que haya existido jamás, confieso que me sentí interpelado, porque veo cada curso como los alumnos llegan cada vez más “formateados” por la mentalidad burocrática.
No es de extrañar: hemos hecho de la educación justo eso, un “proceso”, compuesto de pasos que el usuario debe ir cumpliendo para llegar a una meta, por lo demás, perfectamente prestablecida. A veces, diera la sensación de que esa, y no otra, es la realidad, que luego adornamos y re-presentamos alabando la educación como formación de la persona, atención individualizada, búsqueda de lo excelente y demás lugares comunes. Lo que muchos observamos curso tras curso es que, junto a chavales excepcionalmente creativos y henchidos de afán de saber, lo que aumenta preocupantemente es el número de alumnos astutos, conocedores del reglamento y expertos cuantificadores de cada crédito por minuto. ¿Hace falta explicitar cuál de estos dos tipos de alumno es más libre?
Puede que sí, y puede que todo se reduzca a un asunto de madurez. ¿Cómo es que todos los años se siguen estrenando películas y series de televisión en las que, por algún motivo —habitualmente, un cambio en la situación laboral, un viaje a tierras lejanas, un enamoramiento o la cercanía de la muerte—, un personaje “despierta” a la vida sólo para descubrir que todos a su alrededor están “dormidos” y prontos a indignarse ante su nueva y “escandalosa” manera de comportarse? Y no hablo sólo de Pleasantville (Gary Ross, 1998) o American Beauty (Sam Mendes, 1999), sino de productos mucho menos subversivos como The Giver (Phillip Noyce, 2014), las películas de Peter Weir, la serie The Big C (Darlene Hunt, 2010-2013) o, incluso, el cine de animación y familiar al uso, donde es recurrente la premisa argumental de “en un mundo marcado por … [añáda el lector lo que prefiera: el miedo, la conformidad, la oscuridad, la repetición], existe alguien dispuesto a hacer las cosas de otra manera”. La ficción audiovisual es muy dada a explorar una y otra vez este anhelo de libertad unido a o directamente concebido como una búsqueda de la propia identidad individual en un entorno que parece oponerse o dificultar sistemáticamente tal empeño. El mensaje no puede ser más inquietante: esa vida en las sombras, en la convención y el artificio, no es libre y no lo es porque no sabe dirigirse, porque aún no ha descubierto la riqueza de una existencia realmente libre, que no tiene por qué vivirse en contra de los demás ni tampoco desechar por completo el contexto del que nace sino volver a él justamente para mejorarlo y descubrir las posibilidades de iluminar la vida que la costumbre y el prejuicio asentados desechan y vilipendian.
En Chicago no hay protagonistas que “despierten” del mundo de la convención sino, al contrario, personajes que se meten más a fondo en ese mundo y aprenden a jugar con sus reglas. La originalidad de la película reside justo en ese punto, en el entusiasmo con que adorna la inmersión en un mundo que, privado de toda revelación exógena y sin contacto con ningún ideal que permita imaginar alternativas, termina reducido a ser el escenario de una gigantesca representación.
Apariencia y realidad, una historia de siempre
Este juego de apariencias y dobleces, en fin, es lo que el espectador recibe al ver Chicago, y lo recibe de un modo directo, sin articulación discursiva explícita, lo que engrandece más la película. Pero lo sentido con la historia es prístino: lo aparente fascina, lo real se soporta. ¿Se complace la película con esto? ¿Celebra acaso vivir en el mundo de las sombras, por más divertidas y excitantes que se presenten? En modo alguno. Ese encandilamiento por la representación es una fascinación que impide ver lo auténtico, que tapa el brillo de lo real.
No resulta casual que la única persona realmente inocente en la película —la reclusa húngara— sea la única que es ejecutada. Es la única, además, que simplemente dice “soy inocente”. No lo justifica ni lo explica, es decir, no juega a re-presentar los hechos que la llevaron a la cárcel. No. Simplemente dice “soy inocente”. Y es que, en la tierra del oropel y en una sociedad del postureo, el destino que les espera a las personas que viven para los demás —que no son “nada” en el mejor sentido de la palabra, que son transparentes como el celofán— está muy lejos de ser alentador.
Pero Chicago no miente. No niega que la representación sí encubre la realidad. Roxie Hart podrá fingir ser una inocente chica de campo, pero a la mínima le sale su auténtica personalidad. La representación exige tener un control exhaustivo de los hilos de tus personajes porque, si no, se va todo al garete. En última instancia, ese vodevil es voluntad de re-presentación, o sea, voluntad de hacer que las cosas parezcan de una manera por cualquier medio que la voluntad pueda encontrar, como se ve “obligado” a hacer el abogado Flynn (manipulando una evidencia en el juicio para que todo salga según sus planes e intereses, al fin y al cabo, dirá, la vida es sólo “negocio” y búsqueda del propio interés, aunque ello implique bloquear un desarrollo más auténtico y pleno de la propia humanidad).
Y, así, en medio del fango, de la caverna, lo llamativo de la película es lo furibundamente que reaccionan los personajes femeninos ante la falsedad, que detectan de inmediato. Roxie mata a su amante, un tipejo que promete promocionarla cuando en realidad es un pobre vendedor casado con cinco hijos. La joven china mata a su novio, cazado in fraganti en una infidelidad patente que él niega. Y entre las reclusas también hay varias que acusan a sus parejas de lo mismo: de no ser lo suficientemente hombres como para reconocer lo que hacen mal. Literalmente, les saca de quicio estar con unos hombres que viven tranquilamente acomodados en la falsedad. Es decir, que ellas también perciben que sus hombres “re-presentan”, presentan como verdadero que son novios, amantes, maridos… pero no lo son porque, en el fondo, como dicen en una de las canciones, no las aman, sino que “se buscan a si mismos”.
En la cultura de la simulación nadie busca el bien del otro, no puede permitir de él más que el aplauso incondicional.
En la escena eliminada “Class” (“Cortesía”), Vilma y Mama Morton se preguntan “¿qué pasó con la cortesía, las buenas maneras, el trato justo?”, “ya no hay caballeros que te abran las puertas. Ya no hay señoritas, sólo cerdas y putas. Incluso los niños te empujan para pasar”. Hombres que no respetan y se aprovechan de lo que pueden, mujeres que no se hacen respetar y se venden a la mínima… Y la conclusión no puede ser más devastadora: “¡qué pena! ya nadie tiene cortesía”, que es lo mismo que decir que ya nadie busca el bien del otro. O peor. Una cultura de la simulación, en el fondo, no puede permitir del otro más que su aplauso incondicional, no su crítica, ni su miraba objetiva, ni ningún comentario que perturbe nuestra mayor y mejor creación, que es nuestro personaje.
Pero, a la vez, en Chicago se intuye un sincero anhelo de que las cosas no sean así. Un mundo en el que Dios queda excluido porque no sirve, en el que la justicia y la decencia no tienen sentido, donde la fragilidad es lo único real, donde todo es relativo e indiferente (simbolizado en ese periódico preparado con dos ediciones, inocente o culpable, en función del resultado del juicio)… En un mundo así no apetece vivir y, desde luego, si el mundo es sólo eso, la opción por la representación hasta parece razonable en contraste con un mundo “real” que es imperfecto, imprevisible, limitado, precario y zigzageante.
Ahora bien, ¿no hay en esa misma imperfección y movilidad un atisbo de esperanza? “Todo es jazz” se dice en la película, ¡y tiene mucho sentido que se diga! Porque el jazz es improvisado, loco, desordenado, caótico y, a la vez, rítmico, tal como la vida misma (para el que lo sepa ver, claro). Y, por otra parte, ni siquiera el mundo de la representación es perfecto. Y no lo es porque es parasitario, no es creación estricta, sino reordenación desde algo que ya estaba, y esa re-creación podrá ser “alegre, grande” pero “nada es eterno” como canta Roxie. La finitud humana está ahí, no se puede representar siempre y en todo momento, no tenemos tal capacidad de control (¡afortunadamente!) y, cuando menos lo esperamos, se cuela la realidad real, el imprevisto… y la vida, que pide poder entrar en la representación para animar y alimentar lo artificial.
En resumidas cuentas
No es una mala interpretación y es lo más parecido a una versión “oficial” que tenemos de esos años, avalada además por autoridades como el economista John Kenneth Galbraith (cf. M. T. Díaz Cachero, “La gran depresión”, en J. Paredes (coord.), Historia contemporánea, Actas, Madrid, 1990, 385-396). El problema con esa interpretación es que cae en el problema de la representación, pues los hechos no son tan fáciles de ordenar y, seguramente, haríamos mejor en adoptar la prudencia del historiador Paul Johnson (Estados Unidos: la historia, Javier Vergara, Buenos Aires, 2001, 645-653) cuando afirma que es un misterio saber a qué se debió la crisis económica con que se cerró esa década (los hechos antecedentes en modo alguno auguraban ese colapso).
Esta lectura contextualista daría concreción histórica a los dramas y personajes de Chicago. Pero que una película hable tan alto y claro del poder cegador de la representación para percibir la verdadera realidad es algo, creo, muy valioso y más grande que la visión de una época como auguradora de un período de recesión económica. La tensión entre la apariencia y la realidad, entre los sueños y la vida —que diría Calderón de la Barca—, es tan antigua como el ser humano consciente. Y, desde luego, que una película, un musical y una obra de teatro posean semejante capacidad de reenvío desde el poder cegador del vodevil hasta la escisión del hombre actual es un mérito a retener si queremos comprender por qué Chicago está muy por encima del típico musical al uso.