Nadine Labaki (Caramel, Et mainteinant, on va oú?) firma esta sinfonía de imágenes e historias extraordinarias.
El protagonista, Zain, presenta una querella contra sus padres por haberle traído al mundo. Quiere que se les impida tener más hijos y argumenta en el juicio que los hijos que vayan a tener serán como él, preso por un intento de asesinato. Recogiendo su planteamiento determinista, pese su simplismo, cualquier espectador le puede dar la vuelta a su argumento: saldrá entonces pobre como Zain, pero, también como Zain, hemos de preverle alegre, caritativo, valiente, resuelto y con mil talentos y virtudes más de los que el chiquillo hace gala a lo largo del filme. O quizá, ya repudiado el naturalismo de Labaki, salga malo, tonto e infeliz, pero eso, no depende de ser pobre.
Que sitúe la acción en Beirut, además por quedarle cerca, responde, o eso pretende que pensemos, a que es esta ciudad la moderna Cafarnaún maldecida en el Evangelio por Cristo o al menos sufre algo parecido a lo que Hijo del Hombre condenó a la antigua. Sin duda Labaki lo ve así, no puede imaginar peor escenario que uno donde haya compraventa de seres humanos, trabajo infantil y mucha y profunda pobreza. Sin embargo, busca siempre señalar la pobreza material, tiñendo su picaresca de ecos marxistas, de románticos tardíos; y en esa línea presenta una defensa del control de natalidad o de la difusión de preservativos en el tercer mundo que fracasa torpemente. Porque, pese a contarnos muy bien el dolor y el sufrimiento, se le olvida ocultar el amor, el bien y la belleza que florecen en alguno de sus personajes y que por todo lo anterior se ven llevados además a expresiones conmovedoras.
Las interpretaciones, casi todas noveles, son brillantes; la fotografía que es próxima a la de la escuela iraní y muy propia de este tipo de dramas familiares, se ejecuta a la perfección. El guion es magistral, quizá baile sobre la cuerda floja de lo improbable o sensacionalista en la precipitación final, pero no pierde la verosimilitud, clave en el arte crítico. La historia es dura, pero muy cierta, muy recomendable a cualquiera que vuele de gran ciudad en gran ciudad, que cante las maravillas de este mundo del bienestar o hable aún de “progreso”. La banda sonora, pese a que en algún momento se come la escena, orquesta estupendamente este canto a la belleza y al dolor.
En un desliz final, Zain al Rafeea, el niño sirio refugiado en el Líbano que interpreta al Zain de la ficción, cierra la película sonriendo. Quizá la ley natural que subsiste en todos nosotros haya traicionado a la directora libanesa. En todo caso, ha hecho una gran película.

