La historia de cada persona pasa por momentos concretos. Hay acontecimientos puntuales donde la vida cambia, y que ocurrieron en ese momento y no en otro; en ese lugar y no en otro. Puede ser un día, un mes, o una estación. Y el del 93, a priori, fue un verano como tantos otros. Menos intenso, quizá, que el anterior, con la llama del Estadio Olímpico de Montjuic ya consumida y la omnipresente figura de Cobi que comenzaba a fosilizarse como un icono pop de nuestra historia reciente. Yo tenía cuatro años aquél verano del 93 y sólo guardo dos recuerdos: el viaje a Jaca con mi familia y la llegada de mi hermano Pablo. Uno de esos recuerdos se convirtió en hito, en memorial, en uno de esos acontecimientos puntuales donde mi vida cambió (aunque de eso fui consciente más tarde). Efectivamente, no fueron las vacaciones en los pirineos.
Y de esta vida cambiante, de la infancia y de los acontecimientos que lo trastocan todo habla Estiu 1993 (2017), donde la joven directora Carla Simó (Barcelona, 1986) se abre en canal para llevar a la gran pantalla un relato autobiográfico marcado por la muerte y la orfandad, de una manera absolutamente honesta y real.
Y es que el film narra la historia de Frida (Laia Artigas), una niña de seis años que, tras la muerte de su madre, a la que el SIDA se llevó por delante, pasará a vivir con sus tíos y su prima pequeña en una masía de un pequeño pueblo de Girona. Este es el argumento y la trama. Aquí no hay posibilidad alguna de spoiler, y es precisamente aquí, en esta sencillez apabullante, en este terremoto silencioso lleno de gestos y de miradas, donde reside la grandeza de la cinta (cinta que, todo sea dicho, y entre muchos otros galardones, se alzó con el de mejor ópera prima en la pasada edición de la Berlinale).
De hecho, partiendo de esta premisa, un análisis minuciosamente racional de la cinta sería, en mi humilde opinión, una bofeteda a su propia pureza y, por ende, a su propia esencia. Sería un error caer en la tentación intelectual de analizar esto o aquello, así como de aventurarnos en interpretaciones más allá de la propia vida que se muestra a tumba abierta, con toda su crudeza, como un chute de realidad, como una ostia en toda la cara con la mano abierta.


Por lo tanto, sólo diré que Estiu 1993 es un canto a la vida y a la realidad, al dolor y a la alegría que configuran la existencia de cada persona, donde la visión de la infancia, entremezclada con el mundo rural y el eterno concepto arquetípico del verano (ligado a su vez a la infancia y a lo rural) generan un aura mágica e hipnótica que invitan, con urgencia, a la contemplación.
Y es que ese no pasar nada más que la vida misma, contado/narrado/filmado, además, de una manera magistral, remite a una realidad muy profunda que conecta con lo más profundo del espectador, con lo más profundo de nosotros mismos. Nuestra única misión sería, en este sentido, tratar de abandonarnos al ritmo de la película y despojarnos de todo ese pesado fardo que supone el prejuicio hollywoodiense de la narratividad aristotélica, para contemplar, sin más, la vida, la infancia y la realidad, observando con delicadeza los detalles sutiles que van configurando la historia; la historia de Frida, de sus tíos, de su prima y también, por qué no, la nuestra.
Y aquí es donde creo que Estiu 1993 toca hueso. Aquí es donde, según mi experiencia de campo, películas como esta son etiquetadas, sin posibilidad alguna de apelación, como “cine de gafapastas y/o culturetas” o, lo que es peor, “cine de intelectuales”.
En su célebre testamento artístico Esculpir en el tiempo, el director ruso Andrei Tarkovski (a.k.a. El Maestro), hablando precisamente de esto, se defendía de las acusaciones que vertieron sobre su cine desde algunas instancias del Politburó, considerándolo “para intelectuales y alejado del pueblo”, con una carta que le mandó una señora. La buena mujer, oriunda de la estepa siberiana, analfabeta y sin cultura, relataba en su misiva la impresión que le había provocado el visionado de una de sus películas, El espejo (Zerkalo, 1975), con la que se topó casualmente en la televisión. A pesar de ser uno de los films más crípticos del autor (objetivamente hablando, mucho más complejo a priori que la obra de Carla Simó), nuestra amiga decía que no había entendido absolutamente nada del significado aparente, pero que le daba absolutamente igual porque había reconocido, en cada plano, en cada secuencia, pasajes de su propia infancia, situaciones, sensaciones y momentos concretos.
Con esto quiero decir que, más allá del valor cinematográfico de Estiu 1993, me resulta irresistible esa especie de provocación realista (venga, va, costumbrista también) que, sin caer en tópicos ni en típicos, provoca un rechazo evidente que es, a su vez, hijo de nuestro tiempo; un tiempo tiranizado por lo instantáneo y por el frenesí de las respuestas y los estímulos a corto plazo. Y es que, fruto de esta necesidad impuesta, parece que nos vemos obligados a buscar lo extraordinario y lo sublime fuera de nuestra realidad cotidiana, de nuestra vida, que es donde no pasa nada y pasa todo a la vez. Y por eso, Estiu 1993, más allá de la historia, del drama y de la catarsis final (que la hay, creedme, y muy fuerte), se erige como un grito en el desierto que invita a dejarse alcanzar por la vida, por todos aquellos momentos que la configura, por todos aquellos acontecimientos, todos aquellos hitos y memoriales que un día cambiaron la vida. Como cambió la vida de Frida. O como cambió también la mía, aquél verano del 93.

