Siempre he pensado que si tuviera que ir a algún festival de cine iría a Cannes. No me refiero a una elección a punta de pistola, evidentemente. Simplemente, a veces me gusta imaginar una vida en la que todo es posible y elijo lo que me da la gana. Me encanta. Me imagino levantándome a media mañana, asomándome a la terraza de mi habitación en el Hotel Carlton y encontrando el Mediterráneo entero para mí. En la terraza de al lado está Cary Grant ofreciéndome un pitillo. Junto a él aparece Grace Kelly y está tomando algo de champagne para desayunar. No llevo aquí ni media hora y ya me apetece cotillear, beber, amar y fumar como en Buenos días, tristeza. Miro a los lados, parece que de cualquier rincón saldrá Jep Gambardella dispuesto a dar un largo paseo en el que podamos hablar de la nostalgia.
Esta semana se ha montado una enorme polémica con el festival de Cannes, aunque ya ni siquiera recuerdo lo que era una polémica de andar por casa, si soy sincero. Almodóvar contra Netflix. El primero defiende las salas de cine, el segundo defiende que pueda verlo mientras hace sus necesidades. En concreto, el director se refería con dureza a la negativa de la productora (y plataforma de vídeo en internet) a mostrar sus películas previamente en las salas de cine de Francia. Todo ello ha conllevado que se desatara la furia en las redes, como siempre.
Reconozcamos lo evidente: lo que ha muerto no es el cine, ni la música. Lo que se está muriendo es la experiencia.
Es cierto que Netflix es barato, accesible, cómodo, más acorde con la sociedad tecnológica en la que vivimos. Lo único que se pide es que nos dejen vivir al margen. Desde todos lados se han escuchado críticas a Pedro Almodóvar por considerar que no se ajustaba al presente. Pero, oigan ¿de qué presente están hablando exactamente? En los conciertos la gente está más pendiente de grabar vídeos que nunca más verá que del artista, a los restaurantes se acude con la intención de subir una foto a las redes, incluso creo que ahora se puede visitar El Prado desde el ordenador. Reconozcamos lo evidente: lo que ha muerto no es el cine, ni la música, ni la literatura, ni siquiera el tabaco, lo que se está muriendo es la experiencia, ahora que precisamente pontifican tanto sobre ella.
De todas maneras, es inútil tratar de explicarlo. La sala de cine es la última muralla de los que no tienen fe en el futuro. El olor del terciopelo de los asientos, la compañía, el silencio al apagarse las luces por completo. La inusitada falta de consistencia de los problemas de la vida, que se dejan a la entrada esperando. La capacidad para recorrer en un par de horas los recovecos de la condición humana. Eso es más que cine, oigan, es una pasión. Y las pasiones no se explican, ni se eligen, se viven.
Imagen de portada de Xavier Legall