Afirmó Francisco de Quevedo que a las grandes almas que la muerte ausenta, las salva la imprenta. Es el caso de Ángel González (Oviedo, 1925 – Madrid, 2008): cuando acaban de cumplirse 10 años de su fallecimiento, permanece muy vivo en los libros, y los jóvenes le siguen escuchando con los ojos, como escuchaba Quevedo a esos muertos que “al sueño de la vida hablan despiertos”.
Los teatros todavía se llenan para hablar de Ángel González, para escucharle hablar a través de sus poemas y de las voces de sus amigos y admiradores. En el aniversario de su fallecimiento, se han podido ver colas frente al Teatro Campoamor, que le vio recibir el Premio Príncipe de Asturias de las letras en 1985, para escuchar el eco de las palabras de poeta ahora, en 2018. Así, se suceden los reconocimientos en el aniversario de su muerte a quien debemos entender ya como una de las voces poéticas más importantes del siglo XX.
A lo largo de esos más de 50 años de trabajo poético, Ángel González cultivó el verso cuidado, de palabra precisa («espía de palabras, busco, / el término huidizo, / la expresión inestable / que signifique, exacta, lo que eres»), rechazando cualquier artificio innecesario. Acusado por los críticos literarios de realista, sus poemas se aproximan al lector como una fotografía manuscrita, límpido reflejo de la realidad que vienen a representar. Y tal vez sea por eso por lo que se mantienen vigentes a través de los años, hasta el punto de haberle convertido en poeta de cabecera no sólo para la generación del 80, de la cual ejerció como maestro directo; sino para buena parte de los poetas jóvenes actuales, de diversas corrientes, que le han tomado como referencia a pesar de no haber podido conocerle en vida.


La acidez burlona que impregna sus versos, incluso -o tal vez sobre todo- los más graves, es también seña inconfundible de identidad. Su última publicación, Nada grave, lo certifica:
Dicen que el agua pasada
no mueve molino.
Pero el río de la vida
que pasó
sigue moliéndome vivo,
hecho polvo
enamorado
del agua, del agua aquella,
cuyo murmullo lejano
aún oye mi corazón.
Desde su primera obra, son una constante los poemas que exploran la condición humana, desde el más puro existencialismo hasta la desgarradora nota biográfica pasando, como es ineludible en Ángel González, por la apreciación socarrona: «A toda bestia que pretenda / perfeccionarse como tal / (…) no cesaré de darle este consejo: / que observe al homo sapiens, y que aprenda». Y es que ahí está el punto central de su universo poético: el hombre envuelto en lo cotidiano, a través del cual transitan el amor, la historia, el tiempo y las penurias.
En línea con sus compañeros generacionales, Ángel González ocupa un buen número de sus versos con la cuestión social, presentando la cruda realidad de la España de posguerra en la que le tocó vivir. Un realismo crítico que plasma con claridad en su lúcido Discurso a los jóvenes, en el cual toma la voz de un alto mandatario de la dictadura de para dirigirse a los tres estamentos que identifica como responsables de la Guerra Civil: el ejército, la Iglesia y el capital; poema que, contra todo pronóstico, logró superar indemne la censura.
Cultivó también la metapoesía a través de su característica ironía, criticando a sus coetáneos por no separar «los ojos del firmamento», describiendo su poética pretendida («Escribir un poema: marcar la piel del agua»), o a la que a veces se aplicaba («Esto es un poema. / Mantén sucia la estrofa. / Escupe dentro»).
Pero no limitaba el ingenio a su poesía. El poeta José Luis Piquero cuenta en La voz a ti debida (Editorial Maremágnum, 2018), publicación que recuerda a Ángel González con motivo de los 10 años de su fallecimiento, una anécdota que viene a mostrar su agudeza imperecedera, a pesar de las circunstancias —y de las horas intempestivas—:
«De trasnoche, arribó a una cafetería que estaba abriendo (era muy tarde o muy temprano, según se mire) y pidió whisky. Imposible, dijeron: a esa hora solo servían cafés.
—Entonces podré tomar un café irlandés… —dijo Ángel.
—Bueno… sí —contestó el camarero dudando.
—Pues póngame un irlandés. Pero sin mezclar: el whisky por un lado y el café por otro. Y sin nata, que la nata me hace daño.
El camarero sonrió ante la astucia y le sirvió el whisky.»
Así recuerdan a Ángel González quienes le conocían: como un hombre extraordinariamente brillante que iluminaba todo lo que le rodeaba, coherente en vida y poesía. Un poeta que transitó con pasmosa maleabilidad desde lo reflexivo a la más delicada expresión de amor, desde el realismo crítico al existencialismo, siempre manteniendo el cuidado equilibrio que sostenía sus versos en un espacio innovador y fresco. Un poeta tan ciudadano de su tiempo como atemporal, que vive aún en conversación con los versos de las nuevas generaciones. Un poeta a quien la poesía, ya sin él, amará siempre.