No he visto ninguna película de Mizoguchi (Tokio, 1898- Kioto, 1956) que no sea para enmarcar. Todas ellas encierran un valor en sí mismas, porque expresan las sensibilidades más profundas del ser humano. Es más, me gusta pensar en esa época de los grandes cineastas japoneses: Ozu, Mizoguchi, Kurosawa y Kobayashi, como la época del cine humanista. Y, tiene sentido, si nos damos cuenta del periodo de tiempo que lleva el cine entre nosotros. Pero la labor de Mizoguchi no es comparable a la de ninguno de sus homólogos; básicamente, por el ritmo de trabajo que se imponía a sí mismo.
Se suele decir que en las peores condiciones surgen las genialidades. Quizá haya que ser justo y admitir que el maestro Kenji queda muy lejos de todo lo que hayamos podido ver. Realmente, su cine está a otro nivel.
Pensar que rodó esta película (“Chikamatsu Monogatari”/ “Los amantes crucificados”) casi al mismo tiempo que la maravillosa (“Sanshô dayû”/ “El intendente Sansho”), y, además, conviviendo con el cáncer… deja a cualquier artista en una posición incómoda.
Lo más alucinante del cine del director japonés resulta esa cadencia perfecta que te atrapa, ese manejo erudito del ritmo. Si Bresson (el gran maestro europeo del cine) buscaba tocar y concretar la frontera del minimalismo con la que el lenguaje del cine (el Cine-Ojo o visual primitivo de Vértov) ya se convertiría en puro lenguaje gestual, Mizoguchi enfatiza las cualidades propias que se substancian de la acción.
Por otro lado, fijándonos en lo que nos enseña la película, centrándonos meramente en su historia (es una adaptación de una obra de kabuki japonés del siglo XVII, de Chikamatsu Monzaemon), podemos ver cómo se nos posiciona deliberadamente cuando se muestra el final casi al comienzo de la película. Lo importante no está en ese final, sino en lo que viene después de ese final. El film persigue un límite no acabado, que tiende a infinito. No refiriéndose a un plano físico estrictamente, sino al concepto firme de la voluntad de ser libres que tienen los protagonistas cuando comienzan a vivir su condenado amor, como fugitivos. Porque sólo te tienes a ti y/o sólo el amor te podrá salvar.
También, el espectador que no se haya encontrado con el amor en su vida (me refiero al amor verdadero, al amor espiritual) es posible que todo lo que se propone pueda parecerle un regodeo cursi, facilón y sentimentaloide… y, no por ello, estaría equivocado. Es algo similar a lo que viven los personajes secundarios. No están necesariamente equivocados, ni son símbolo del mal, simplemente desconocen en carne propia lo que es el amor, que es lo único que podría liberarles de las “cadenas” (son explotados y sometidos a una jerarquía feudal). Es muy interesante ver esa transformación en los protagonistas: Salen de la cueva platónica donde sólo hacían genuflexiones y afirmaban lo establecido, justo en el momento que se declaran su amor en una barca a la deriva.
Si el amor es pura poesía de la inmanencia, también, vivirlo, implica, a veces, el mayor de los sufrimientos. El maestro japonés, además, sabía que era música, la música de la naturaleza (el sonido del viento zarandeando los juncos y/o el remo hundiéndose en el agua). La unión con ella. Cuando los protagonistas viven su amor, se refugian en la Naturaleza, en esa mirada contemplativa hacia la “Nada musical”. Pero, también, es certeza y libertad.
La libertad reside en el vínculo de dos figuras duales, es un fondo de permanencia, una burbuja que aísla de cualquier eventualidad, sin importar ya el tiempo pasado o futuro. Desde luego, personalmente, también deseo sentirme en ese fondo de libertad cuando me halle perdido en un bosque de juncos, porque a mi lado está la mujer a la que amo. Ya nada importará porque estaremos juntos en el presente eterno.