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A vueltas con los héroes

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En casa, pese a las advertencias que en su momento hicieron los puritanos, está triunfando Harry Potter. Tengo a Harry instalado en el sofá, con mi primogénito, cuando me levanto. O cuando me voy a dormir y le encuentro tirado sobre unos cojines junto a la librería de casa, porque, ¿cómo se iba a acostar dejando a su compañero en la situación en la que está? Como Bastian y Atreyu, mi hijo le va acompañando en su aventura hasta llegar al punto al que Bastian debe llegar, pasando por los aprendizajes que debe adquirir. Hasta que le toque a él ser protagonista. Y me parece bien que así sea.

Reflexionaba ayer sobre algunas sagas que triunfan entre los “medianos lectores”, que ya no pequeños (pronto calzará el mismo número que yo) y otros de más edad, ya adolescentes. Libros que son grandes clásicos, como El Señor de los Anillos, o pequeños clásicos, como Harry Potter, y el por qué de su éxito, más allá de la calidad de su redacción. Recordaba una pregunta que me hicieron hace muchos años, en la exposición de un trabajo escolar: ¿por qué gusta tanto El Señor de los Anillos? En aquel momento, me di cuenta de que nunca me lo había preguntado. Dando una respuesta a bote pronto, respondí que se debía a lo completo y acabado del mundo que refleja.

Por un lado, acceder un mundo entero, con su historia, su mitología, su geografía, sus razas y culturas, lenguas, incluso su literatura, tiene un gran atractivo. O su curiosa cotidianidad, llena de objetos propios y posibilidades imposibles, como en Harry Potter. Para alguien curioso, sumergirse en él tiene el mismo atractivo que un gran parque para un perro que desea correr a sus anchas. No porque no haya bastante que conocer en el mundo que nos rodea, sino porque nos ofrece un conocimiento sin reglas, acompañando tu criterio a lo que te propone ese compañero de juegos que es el autor. No tiene las presiones de rigor que exige el conocimiento del mundo real, donde el juicio que te formes debe ser verdadero, a pesar de lo parcial o sesgada que sea mucha de la información disponible.

Pero por otro lado, son libros, y no es casualidad, sobre héroes.

El viaje del héroe y el triunfo del bien

Ante la situación que nos ha tocado, y el desánimo que me rodeaba y que intentaba hacer mella en mí, deseaba poder leerles ya a mis hijos los apuros de Bilbo, Frodo y Sam. Poder transmitirles que las grandes aventuras no tienen por qué ser agradables, cómodas ni divertidas, y de hecho no suelen serlo. Las aventuras sólo son aventuras, y aún así valen la pena, porque te llevan a un lugar al que jamás habrías llegado de no salir de casa, y lo que es más importante, te devuelven a ella cambiado. Aunque tengas que recorrer, como el hombrevivo y cuerdo, toda la esfera de la tierra alejándote de tu hogar para volver a él con otra perspectiva. Sabiendo que tu hogar es refugio, pero nunca escondite.

Y deseaba que aprendieran, para cuando necesiten saberlo, que el héroe ve la oscuridad que le rodea, pero que desde fuera de la historia, o de la Historia, se puede ver cómo será asistido en el traspiés para que, con la ayuda de sus pobres fuerzas, pueda manifestarse la Gloria y transformarse la tierra. A veces, de una forma grandiosa, como en la Tierra Media. Otras, de forma más modesta, sólo operando un discreto pero esencial cambio en algún corazón, como el Quijote o como Mr. Smith en Washington. Pero el triunfo, según una lógica misteriosa, está asegurado siempre que el protagonista dé todo lo que tiene, siempre que no traicione la misión rindiéndose ante la evidencia de su pequeñez y la superioridad del mal.

Y reflexionaba sobre esta “lógica misteriosa” que se hace muy evidente cuando leemos un libro, pero que nos cuesta más afirmar en nuestra propia vida, y más aún afirmar de forma fundamentada. Es una convicción que nos exige navegar entre el pesimista o escéptico y el iluso, entre las pinturas oscuras de Goya y los carteles con arco iris que afirman que “todo irá bien”, y que veo colgados de los balcones de Barcelona. Que nos permite alejarnos del encogimiento de hombros y los comentarios sobre la mala suerte o lo que nos toca, que hay que aguantar de forma estoica.

¿Por qué cuando leemos el libro sabemos que todo acabará bien? ¿Que los desvelos del protagonista llegarán a buen puerto? No es por confianza en la bondad del autor. Las noticias nos ofrecen muy a menudo muestras de escasa bondad en nuestros semejantes. Tampoco es porque en la vida cotidiana falten ejemplos de situaciones injustas que se cronifican, donde el acto heroico es oscuro, desconocido y parece carecer de recompensa. Y desde luego tampoco porque haya calado en nosotros la sabiduría del libro de Job, quizás poco conocido entre los lectores de nuestra generación.

De hecho, en nuestra vida cotidiana parecemos dar por más cierto que se cumplirá la ley de Murphy que la acción de una mano invisible que, según la mentalidad calvinista, proporcionaría el éxito a los justos. Esa lógica que afirma un gran Robert Duvall en camisón en su discurso de “lo que todo niño debe saber para ser un hombre” cuando dice a su sobrino que hay cosas que todo hombre debe creer, no importa si son ciertas o no: entre ellas, que el bien siempre triunfa sobre el mal.

Y sin embargo, coges el libro y sabes que, por imposible que parezca, el héroe saldrá del foso en que se encuentra, alcanzará el triunfo o le será dado, por una lógica extraña que al parecer tenemos inscrita dentro, como una promesa que carecería de autor en el libro y que, teniendo Autor, no nos atrevemos a creer en la vida real.

Por eso pensaba que el triunfo del héroe es una prefiguración de la esperanza cristiana que aviva el valor en los corazones, recordándonos que la victoria está asegurada, pero que también lo están los parajes oscuros y peligrosos, el miedo y las dificultades. Que todo eso no desmiente el triunfo que está por venir, sino que es parte del plan y del camino. Y que muestra el triunfo de los que tienen hambre y sed de justicia, de los que trabajan por la paz, de los humildes, de los compasivos, de los que lloran. Porque el que mira alrededor, o se mira a sí mismo, tendrá a menudo motivos para llorar, o para reconocerse insignificante ante los requerimientos de la situación que le ha tocado vivir. Motivos para compadecerse y llorar junto a otro. Y es entonces que viene a la mente ese canto triunfante de los miserables, los que dan título al libro y a la película, los que realmente tienen motivos para indignarse y que con más o menos acierto han luchado para hacer el bien que estaba en su mano, en esa escena final en que el ansia de justicia terrena (“Do you hear de people sing?”), y que es también ansia de Bien, se ve colmada para toda la eternidad.

Porque el héroe no suele ser un personaje grandioso. Es pequeño o mediano, pobre, débil o loco, oscuro e insignificante, ridículo ante la tarea que se le propone. A menudo huérfano, enfermo o herido, rechazado… y aún así, indispensable, único y valioso. Y que, sea grande o aparentemente trivial la circunstancia que le ha tocado, su misión exigirá no traicionar al Amor y a la Verdad por difícil que se ponga el camino, para que algo cambie en el mundo.

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