El verano nos brinda la posibilidad de descubrir el boxeo no sólo como un deporte, sino como una forma de vida cuyos principios y valores desafían las convenciones de nuestro tiempo. Hace algunos años, en mayo de 2014, la editorial Libros del K.O. publicó “La edad de oro del boxeo. 15 asaltos de leyenda”, que reúne las crónicas de Manuel Alcántara, maestro de periodistas, editadas por el profesor Teodoro León Gross y por Agustín Rivera con epílogo de José Luis Garci, director de cine, hincha del Atleti y aficionado al noble arte del marqués de Queensberry, cuyas reglas inspiran las normas del boxeo moderno.
Este libro deberían leerlo todos los aspirantes a periodistas deportivos, pero no sólo ellos. Manuel Alcántara tiene una prosa certera, desafiante y colorida que atrapa al lector desde la primera línea: “Era negro como el betún, como su porvenir pugilístico, como algunas conciencias… ¿Quién sabe cómo se llama? Probablemente no se llama. Se anunció con un alias áureo y selvático: Lion King”, “destrozados y enteros, abatidos pero firmes, con tanta sangre por fuera como por dentro, Miguel y Pedro se abrazaron en el ring”, “Los Ángeles es la quinta población mexicana, aunque esté fuera de México”. Alcántara nos conduce a los palacios de deportes, nos sube al ring para ver a estos boxeadores que merecerían ser dioses griegos en lugar de hombres. Alí, Legrá, Tury Pineda y tantos otros. Si Homero hubiese vivido en el siglo XX, habría escrito de boxeo. No tenemos a un poeta griego, pero tenemos a un cronista malagueño como Alcántara que, según nos recuerda la solapa del libro, “cada día desde hace 50 años, duerme nueve horas y escribe 27 renglones a Hispano Olivetti”.
Vivimos en un tiempo muy injusto. El sentimentalismo imperante, la emotividad a flor de piel y el horror ante toda forma de sufrimiento condenan al boxeo a los rincones de nuestra cultura. Algunos le cuelgan etiquetas que lo estigmatizan. Se lo acusa de uno de los pecados capitales de la posmodernidad: el boxeo es violento. No se debe enseñar a los niños ni se lo debe poner como ejemplo de nada. No sirve como referente de disciplina, ni de esfuerzo ni de sacrificio. Los boxeadores -cuyas historias de superación nadie podría discutir si las leyese- van cayendo en el olvido. Por supuesto, no han logrado prohibirlo porque es un deporte y esta consideración aún le sirve de escudo protector. En este sentido, no sufre los ataques que padecen la tauromaquia o la caza. Nadie intenta detener por la fuerza un combate de boxeo -tampoco sería una buena idea si uno lo piensa bien- pero sí va quedando relegado a los canales de deportes y a las páginas especializadas de la prensa deportiva. No goza, desde luego, de la popularidad del fútbol, el baloncesto o el tenis. Me temo que, cuando un joven dice que quiere hacer boxeo, su familia no lo toma como una buena noticia.


Yo aprendí a admirar y respetar el boxeo por mi padre, que iba con uno de mis tíos a ver los combates siendo muy jóvenes. Por supuesto, no se trataba de ver a dos púgiles subirse a un ring a reventarse a trompadas. La velada empezaba mucho antes. Había unos prolegómenos, se comentaba el estado y la forma de los contendientes. La atmósfera previa a la pelea es eléctrica. Aquello puede resolverse en un instante -Alcántara describe cómo San José tumbó a Lion King en cinco segundos- o durar una eternidad de golpes cruzados como el duelo ya mencionado entre Carrasco y Velázquez en junio de 1969. Uno podía salir transformado por esta catarsis de dolor, coraje y nobleza. Esta forma de vida salvó a muchos jóvenes de la droga en el Madrid de los años 70 y 80.
El boxeo enseña que el sacrificio y el esfuerzo se justifican por sí mismos, que valen la pena, aunque uno no triunfe y que, incluso si lo hace, todo éxito es pasajero. Siempre llegará uno que pegará mejor, más rápido y más fuerte. Siempre habrá aspirantes al trono. El boxeador aprende que no se trata sólo de golpear, sino también de resistir los golpes, de sobreponerse a las dificultades y de saber levantarse y seguir adelante. Hay una radical autenticidad en estos combates que nuestro tiempo teme y, a veces, rechaza. Al final, tarde o temprano, ni las frasecitas inspiradoras ni los libros de Paulo Coelho pueden contrarrestar los puñetazos verdaderos y metafóricos que da la vida. “Todo el mundo tiene un plan hasta que le dan un puñetazo en la boca”, decía Mike Tyson. La vida tiene una dimensión de dolor que el boxeo redime a fuerza de coraje y disciplina. Hay gente que mide su éxito en las cosas que puede conseguir y otra que cifra su grandeza en el dolor que puede soportar. De estos últimos, hay muchos en el boxeo. Todo pasa -el campeonato, los aduladores, los oropeles- y sólo queda esa gloria que, sin embargo, el dinero no puede comprar.
El boxeo enseña que el sacrificio y el esfuerzo se justifican por sí mismos”.
Algunos de los grandes escritores de nuestro tiempo – Norman Mailer y Julio Cortázar entre otros- cultivaron la crónica o el cuento de boxeo. “En la cima del mundo”, sobre el combate entre Ali y Foreman en 1971 o “El combate” -nada menos que Ali contra Foreman en Kinshasha el año 1974– se han ganado por derecho propio un lugar entre los grandes libros del periodismo y la literatura del siglo XX. Lo mismo cabe decir de relatos como “Torito”, en el que Julio Cortázar dio voz al boxeador derrotado: “Qué le vas a hacer, ñato, cuando estás abajo todos te fajan”. Este libro de Manuel Alcántara editado por Libros del K.O. con el título “La edad de oro del boxeo. 15 asaltos de leyenda” merece estar junto a ellos.