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La ilusión de un niño. La confianza de un hombre

En Cuero por

La historia de Fernando Torres podría ser la típica historia de un deportista de élite con final feliz. La del aventurero que sale de casa para aliviar la economía familiar y que, años más tarde, vuelve cargado de experiencia para conducir a la familia hacia su época dorada. La historia también podría ser la de aquel héroe que jamás encontrará la ansiada gloria en su casa, sino que tendrá que cruzar mares y montañas para firmar las estocadas que ponen fin a las más épicas batallas.

Tendría yo unos diez años cuando escuchaba a uno de mis tíos contarle al otro sus preferencias en torno a equipos gallegos. El calor aplastante de junio en la sierra madrileña obligaba al padre de uno de ellos a tumbarse a la bartola – bien ligerito de ropa – a ver si así le facilitaba el trabajo al aire acondicionado. Sin embargo, había algo más que le inquietaba, que le obligaba a voltearse en el sofá estirando repentinamente la pierna, como si le diera un espasmo, o a incorporarse una y otra vez. Yo, que lo observaba haciendo balancín en el respaldo del sofá, pronto me percaté, por sus voces y aspavientos, de que era el Atleti el que incendiaba la casa por dentro. Y claro, ante eso no hay aire venido del silencio japonés ni tecnología alemana que pueda combatir semejante temperatura.

En eso, un niño rubio, más bien escuálido, con el 35 sobre un camisón en la que bien podía entrar otro como él, entraba al campo sustituyendo a Kiko Narváez – es decir, quizá el hombre en quién más confianza tenían los buenos de mis tíos – “¡¿Y quita a Kiko?!, ¡pero este tío es un subnormal¡”. Ese chico rubito, de pelo pincho (tal y como dictaba la moda de aquel entonces) era Fernando Torres. Un blanquecino y pecoso de apenas 17 añitos, que pronto iba a enmudecer Albacete para hacer berrear a más de uno en Madrid (entre ellos, claro está, a mi tío y sus padres) y, de paso, mantener la ilusión del Atleti de volver a primera división.

Esa fue su carta de presentación, el niño venía con la ilusión debajo del brazo.

Eran años pestilentes a orillas del Manzanares. El río, a su paso por la glorieta de Pirámides, soltaba un fétido olor a escándalos financieros, el hedor plasticoso de juergas en jacuzzis, tiempos de telefonazos a oscuras donde las brasas del puro iluminaban relojes de oro, de puñetazos a destiempo, de jugadores sin cobrar y de una afición en continua revolución.

Tuvieron que pasar dos años en la categoría de plata aguantando la mirada burlona de sus compañeros de capital, cargando con la vergüenza que suponía caer en campos auspiciados por la Carnicería Ramón y demás anunciantes locales, la desidia de poder quedar cualquier viernes, sábado o domingo por la noche sin problema de horario porque su equipo – ese que antes plantaba cara a los grandes de Europa y luchaba por las ligas mano a mano con Madrid y Barça – ya no jugaba en horario prime time.

Aunque quizá hubo alguien que si sacó partido a la Segunda División. Aquel huesudo canterano de Fuenlabrada, que por entonces ya lucía el ‘9’ en la camiseta, consiguió siete goles en Liga y uno en la Copa del Rey, lo que le sirvió para ganarse la confianza del entrenador – nada menos que un tal Luís Aragonés – y el cariño de los aficionados que empezaron a volcar en él la ilusión que todo aficionado necesita, y más si en mayor o menor medida está acostumbrado a disputar grandes títulos.

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En 2002, ya con el Atlético en Primera, Torres se convirtió en el ojito derecho de la afición – de sobra es conocida la paciencia que las aficiones otorgan a aquellos jóvenes que se han curtido en barrizales, despertando con el pelotazo de primera hora de la mañana (mucho más efectivo que cualquier gallo, madre o alarma) y esquivando piedras e insultos por la mera satisfacción que supone llevar la camiseta de su equipo y soñar, aunque sea levemente, con llegar a defenderla algún día ante las cámaras. Pues bien, uno de esos cien mil niños que lo sueñan se convirtió en El Niño, se consagró como delantero titular, escaparate comercial del club, estandarte y hasta capitán del tercer club más importante de España. Y sólo con 19 años. Ese chico tímido, de rostro infantil, criado en un barrio humilde, atlético de corazón, y al que la afición convirtió cariñosamente su apodo en mote. ‘El Niño’ aceptó el reto de cargar sobre su espalda los por entonces recién estrenados 100 años de historia, que llegaban con el rojo a flor de piel y el blanco en las cuentas bancarias.

En cinco años en Primera División, entre cabalgada y recorte, pirueta y cabezazo, picadita y de penalti; ‘El Niño’ consiguió 82 goles, poner al Atlético de nuevo en el telediario, y lo que es más importante, que los colchoneros volvieran a tener voz y voto en las tertulias del tapeo. Una Eurocopa sin pena ni gloria y un Mundial que ya prometía aunque firmara el mismo final de siempre (al menos hasta entonces), pusieron a Torres en el panorama internacional – siempre favorecido por su buen hacer delante de las cámaras de las principales marcas comerciales del negocio futbolístico.

 

Y cuando todo parecía despegar y el Atlético por fin regresaba al prestigio que suponía volver a pasearse por los campos europeos (aunque con razón dirá el lector que de segunda categoría), el club va y le vende. A mí, que por entonces era un puberto que disfrutaba de sus primeros romances internacionales bajo el sol de Malta y acompañado de los primeros lingotazos a chupitos indescifrables, me encontré con la mirada desconsolada y cristalina de mi compañero de aventura – un atlético de quinta generación – que miraba atónito la imagen de un Fernando sonriente en Anfield, posando con la bufanda del Liverpool y el ‘9’ en una camiseta a la que le faltaban las rayas blancas.

No recuerdo si llegó a decir algo, quizá soltó algún susurro inconsciente que nada significó y, que por supuesto, no alivió ni el más mínimo ápice el dolor que aquella imagen había causado. Yo sabía que mi amigo – que había convertido su cuarto en un mausoleo dedicado a su ídolo (ese que ahora vestía otra camiseta) – sentía tristeza por su marcha, pero al mismo tiempo saboreaba cierto orgullo. Orgullo porque por fin se valoraba al Atlético, y ese Atlético estaba representado en Fernando Torres. Que el equipo finalista de la Champions dos meses atrás hiciese el mayor desembolso de su historia por Torres era devolverle al Atlético parte del prestigio perdido y, que a buen seguro, mi amigo (puberto también), aún no conocía. Esa noche, en un oscuro pafeto maltés, entre un inglés de Rota, hormonas y Roacután, mi amigo saboreó – con cierta amargura – su primer título como rojiblanco.

Fernando alegó que se marchaba para ganar títulos y permitir que el Atlético creciera. Dicen otras lenguas que fue a raíz de un doloroso 0 – 6 del Barça en el Calderón. Sea cual fuese el motivo, a Fernando le fue muy bien en Liverpool. Metió 33 goles en su primera temporada, a la que acompañó una Eurocopa con mención especial por recorrer medio campo detrás de un balón y colar su puntera entre Lahm y Lehmann para quedar eternamente retratado en un salto de gacela que evitó la dentellada de la bota del cancerbero teutón.

Ese año, el Atleti reinvirtió sabiamente la marcha de su ídolo y formaron un equipo que devolvió la ilusión y la competitividad a la ribera del Manzanares. Forlán, Simao, Luís García, Fran Mérida, Reyes, Abiatti, Raúl García, Thiago Motta, etc. Algunos salieron bien, otros muy bien y otros pasaron con más pena que gloria. Ese año el Atlético acabó en blanco, eliminado de la UEFA (actual Europa League) cayendo en Bolton con un bochornoso escupitajo del Kun Agüero.

Sin embargo, el Atlético consolidó los cimientos de un proyecto estable, bien pensado y que a la postre le llevó a ganar una Europa League, perder una final de Copa contra el Sevilla y lo que quizá sea más importante en esto del fútbol: tener constancia y algo de cabeza.

El Atlético se convirtió en un ejemplo de rentabilidad, de reinversión y de lógica. Supo vender cuando ya no quedaba otra (Kun Agüero y De Gea entre otros), comprar con buen ojo (Falcao o Diego Costa), apostar por el talento del hogar (Koke) y repescar lo que ya estaba en su punto (Gabi o Raúl García). Dio estabilidad a sus entrenadores (salvo alguna excepción) y tras la vuelta al ruedo internacional con el mexicano Javier Aguirre llegó la etapa del título con Quique Sánchez Flores y la actual época mesiánica del ‘Cholo’ Simeone (otro de la casa) que comanda un navío de guerra que no entiende de tempestades ni tamaños. Pero eso es otra historia, que aún se está fraguando.

Mientras, en las islas, Fernando lo había vuelto a hacer. Pasó de El Niño a ‘The Kid’ y se convirtió en el ídolo del club más laureado de Merseyside aunque con un gran ‘pero’: No había títulos. Y claro, como ‘The Kid’ era reciente campeón del Mundo con la roja, quería más. Así que el delantero cambió Liverpool por Londres y el rojo por el azul. Por fin allí empezó a colgarse medallas. Ganó todo. La Premier, la Europa League, la FA Cup y hasta la ansiada Champions, pero el precio que pagó por ellas también fue elevado. El delantero alimentó su fama de jugador sobrevalorado que había explotado durante el mundial de Sudáfrica y cuyo origen se remontaba a la época del Atleti, donde sólo hizo un gol al Madrid en más de una docena de partidos, o por ser el líder de un Atleti sin  títulos. Torres pasó por el Chelsea con más sombras que luces, sin la determinación ni el peso que todo jugador sueña con tener en las conquistas de los trofeos. Es probable que en su paso por Stamford Bridge se le recuerde por su alto precio (el más caro por aquel entonces de la Premier), por su inicial sequía goleadora, por sus fallos garrafales, las suplencias habituales, y en el olvido caiga su gol en la final de la Europa League ante el Benfica, o el de la Supecopa de Europa ante el Bayern (en un siempre apocalíptico Mourinho – Guardiola) o por meter el gol de la tranquilidad en el Camp Nou y sacar un orgasmo al comentarista de la televisión británica (un tal Gary Neville que bien conocen por Valencia) o por forzar el córner que a posteriori supuso el empate de Drogba en la final de la Champions. Aun así, en general y en aquella etapa (la del mayor éxito deportivo en la historia del Chelsea), todo futbolero hubiera arqueado las cejas y retorcido el labio si se le preguntaba por Torres.

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Para colmo, quiso el destino que Fernando volviese a medirse a su Atlético y, gajes del oficio, ‘The Kid’ casi les deja sin la final de Lisboa. El Niño pidió perdón antes, durante y después del partido, aunque al final no hubo de qué disculparse. Al acabar ese año el Chelsea se deshizo de él como pudo. Lo colocó en un Milán en horas bajas, en el que cualquier renombre chirriaba a pasado. En Madrid había sonado tímidamente alguna trompeta que pedía la vuelta de El Niño a casa, pero el alto precio de su ficha y la apuesta de Simeone por algún jugador con mejor forma y cartel le alejó del Calderón.

Al Atlético no le terminaba de ir todo lo bien que se pretendía, posiblemente como consecuencia de no ver la luz detrás de la alargada sombra de la temporada anterior. Y fue entonces, en un frío mes de enero, tan sólo necesitaron cinco meses el Atlético y Fernando en darse cuenta de que ambos necesitaban una alegría, necesitaban volver ilusionarse.

Y ahí surgió el acuerdo. Un reencuentro que llenó el Calderón de ilusión y dejó entrever la lágrima de un emocionado Fernando. Al niño, al aficionado y hasta al peloestático presidente se les hacía más fácil sonreír. Cientos de niños y no tan niños se agolpaban en Majadahonda con el 9, el 19 y hasta algún 35 a la espalda para ver de nuevo a ‘El Niño’ – Su niño – lucir su rubio platino galopando por el verde.

Sin embargo, poco a poco la ilusión y el equipo se fueron desinflando. El Atleti cuajó una temporada mediocre para un grande y una gran temporada para un equipo mediocre. Así que volvió el revuelo en el Calderón sobre qué somos. ¿Seguimos siendo un grande? ¿O somos un equipo medio que cada cinco o diez años se cuela entre blancos y azulgranas? Del mismo modo cayeron las dudas sobre Torres. Pese a que El niño tardó poco en devolver el cariño a la afición con algunas actuaciones que siempre son caviar para el colchonero – un doblete en el Bernabéu, el amago de remontada al Barcelona y algún gol que valía su peso en puntos – al llegar el verano el nubarrón ya se había asentado sobre su cabeza: que si ya está viejo, que si ha venido a retirarse, que si le falta sangre para lo que pide el Cholo, que está condenado a no ganar nada con el Atleti, ni el Atleti con él…Incluso ese runrún que siempre le acompañó: que no, que nunca fue tan bueno, lo que pasa es que antes se luchaba por entrar en la UEFA. Por enésima vez El niño volvía a estar sobrevalorado.

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A mediados de la temporada siguiente – es decir ésta recién concluida – Fernando, con el 9 sobre una camiseta vintage del doblete, había disipado cualquier duda de aquel iluso que creyese que Torres aún era el delantero para el Atlético. Sobre la mesa su renovación y ahí parecía estar bien porque el Cholo, ferviente devoto de las causas imposibles, parecía que esta vez no tenía motivos para creer. Fernando, de nuevo, ensimismado en el banquillo, oculto en su abrigo en el asiento trasero, recordaba sus años de salvador, amuleto y líder de la ilusión de miles de personas. Esas que aún le apoyaban, pero cuyos aplausos sonaban más a un cariño nostálgico que a la esperanza con que un aficionado se agarra a ese jugador talismán que convierte la adversidad en un reto. El Atleti y Fernando parecían haber perdido lo que prometieron aportarse el uno al otro: la ilusión

Quizá en uno de esos momentos, Fernando se entristeció por no ser parte clave de esa alegría. Por no poder ayudar como a él le gustaría. Por no encarnar el sueño de su vuelta como tantas veces había imaginado. Fernando se había hecho mayor, había descubierto la vida fuera del hogar y con ella el éxito y el fracaso. El sabor de estar siempre cuestionado y el coste de voltear lo que se dice, lo que se narra y lo que se escribe, cambiar su fama y su destino. Y quizá fue eso lo que el hijo pródigo trajo de vuelta a su hogar. Su fuerza para luchar contra los agoreros, los pronósticos y las famas; y saber que él, sólo él, es quien alza la pluma que escribirá su historia.

Cualquier adivino futbolístico de barra hubiese certificado que Fernando estaba firmando su final. Tras meses perdido en un desierto sin goles, a uno de los 100 como rojiblanco, con la renovación estancada y el Cholo deshaciéndose de delanteros, el guión de la historia de Fernando dio un nuevo giro. Empujó un balón a la red para conseguir un gol trámite en un partido ante un rival menor (no se ofendan los del Eibar), pero eso fue suficiente para cambiarlo todo. Fernando empezó a encontrar portería, minutos y confianza, y el Cholo encontró en él a uno de sus corsarios más peligrosos. El mesías de su filosofía, aquel que no entendía de escudos, de estadios, de competiciones ni de presagios. Volvió a ser talismán, sus goles se convirtieron directamente en puntos, su confianza atraía la suerte. Al Barcelona se le colaba la estocada de Torres entre las piernas y ante el Bayern – ese que le ganó una Champions en el último minuto dando paso a ciento y un maleficios – hasta se permitió fallar un penalti, que al final, el Atleti iba a pasar igual. Ya no había pupas que lamerse.

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Con el tiempo se dirá que Fernando estuvo en los momentos más importantes del fútbol español, incluso en fotografías históricas del fútbol europeo. Se dirá que Torres fue una leyenda del Atlético. Pero quizá se diga que jamás ganó nada con el club de sus amores. Probablemente sea recordado como un jugador sobrevalorado, que representó como nadie la depresión en un campo de fútbol, clavado de rodillas ante fallos que pesaban más en su confianza que en el marcador. Aunque es probable que para algunos – entre los que estará este seguidor del fútbol – Fernando Torres será el estandarte de la lucha por llegar a ser lo que uno anhela y el ejemplo de cómo la confianza influye en un tercero y, sobre todo, en uno mismo. Antes de la final de Milán, en la que seguramente se le recuerde petrificado con las lágrimas recorriendo sus mejillas, Torres resumió en una frase eso que aprendió al hacer camino y que se llevó con él de vuelta a casa para afrontar el reto más importante de su carrera: “escribir la página que falta en la historia del Atlético”. Y quizá no lo consiga, pero lo que seguro ha demostrado es que con ilusión y confianza no necesitas a nadie que escriba tu final.

Editor de Democresía. Periodista, politólogo y aventurero a tiempo completo. Amante de la literatura y del cine de verano. Master Chef de emociones, que a veces sirve en plato de imágenes o palabras. Sueña con poder hacerlo a lo grande algún día y acertar 15 casillas en la quiniela.

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