Decía Cicerón que instruirse es el verdadero alimento del alma, instruirse siempre. Los niños van a clase estos días en medio de huelgas, padres gritando al televisor y cargas policiales. Repentinamente, el colegio se ha convertido en un santuario, un remanso de paz en el que encontrar conocimiento, amistad y tranquilidad entre tanto revuelo. El otro día escuché a un niño en el bus decirle a su madre: “Mamá, ¿por qué ahora siempre estás hablando de política?”. El chaval lo comentaba tranquilamente, como una mera observación mientras barajaba sus cromos de fútbol.
Los maestros son una de las figuras más relevantes de nuestra sociedad. Al fin y al cabo, se les deja a cargo de parte (sí, simplemente de parte) de la educación de los hijos. En ellos, los estudiantes han de encontrar a una persona capaz de inspirar, crear, fascinar, cultivar y demás infinitivos, cursis, pero muy reales. Los chavales no piden más, van allí a encontrar algo de conocimiento, reírse, comentar sobre el partido de liga del pasado fin de semana, quizás echarle una miradita a alguna chica y largarse. Sin embargo, los niños en Cataluña se encuentran con algo muy distinto (chicos, chicas, mayores y pequeños).
La pasada semana, una profesora de Barcelona leyó un manifiesto en clase a favor de la independencia en el que describía la “opresión del Estado de España”. Posteriormente pidió una votación a mano alzada sobre si querían ir a la huelga del viernes. Cinco estudiantes fueron los únicos en levantar la mano posicionándose en contra. Un gesto que los sitúa como los últimos románticos de la zona, porque si la revolución se consigue con sacrificio, la resistencia siempre necesita de símbolos. El problema está en que estos actos no deberían ser considerados heroicidades, pero así están las cosas.
Este lunes, a primera hora y delante de toda la clase, un profesor de Sant Andreu de la Barca espetó a un niño, hijo de Guardia Civil: “estarás contento con lo que hizo tu padre ayer”. Una niña de quince años del mismo colegio, también fue humillada ante toda la clase. Expresó su indignación y pidió permiso para abandonar la clase. Le rogaron que se largara. Enfadada, tuvo que irse. Se había topado con la democracia.
El aparato mediático de nuestro Nuevo Mundo ha permitido y colaborado con la creación de un relato extremadamente suculento. Lo tiene todo: un agraviado injustamente, una propuesta desmedida, y una pareja inmóvil ante los reflejos de la luna, incapaz de sentir la soga del viento en el que corre la brizna de hierba de los brazos amados. Esos brazos se han posado en otro rumor, se han cruzado con otros brazos y esperan a que llegue el final de sus días, antes que un posible retorno a su cama. No se ríe, ni se salta, se gime. Simplemente espero que, si algún día Cataluña se independiza, vuelvan a legalizarse allí los duelos al amanecer, aunque sólo sea por coherencia narrativa.