Recuerdo con claridad una de las primeras citas que tuve con la persona que hoy ilumina mis días. Quedamos en la parada de metro de Quevedo. Por esa extraña razón que motiva a intentar mostrar lo mejor de nosotros mismos cuando conocemos a ese alguien especial, llegué antes de la hora acordada. Normalmente soy una persona que no es que sea impuntual, sino que siento una total indiferencia por las horas a las que queda el personal. He de reconocer que me parece una falta de decoro y buena educación pero, qué le vamos a hacer. Entonces pude ver sus ojos azules.
Paseando, como levitando por una de esas calles de Manhattan que siempre enseña Woody Allen mientras suena alguna trompeta de Sidney bechet, fuimos acercándonos al cine. Tenía muchas ganas, así que compramos entradas para ver El árbol de la vida, de Terrence Malick. Llevar a chicas de las que nos estamos enamorando a ver películas que no entendemos puede que en provincias quede como algo pretencioso. Sin embargo, en Madrid este tipo de cosas le dan a uno un cierto aire de romántico.
Al entrar en el mítico Roxy, olía ya a palomitas y a sueños. Nos sentamos en unas butacas apartadas, de terciopelo. Las mismas en las que varias generaciones de madrileños depositaron sus ilusiones, lloraron, incluso amaron. Y todo se apagó. Lo que molesta se deja en la calle esperando, mientras todo lo importante sucede entre esas cuatro paredes con una enorme ventana hacia los lugares más recónditos del alma.


Al salir no podía parar de rezar. ¿Te has aburrido? Pregunté tímidamente. Me sonrió. Fuimos a tomar una cerveza. Hablamos, nos miramos fijamente. Fumé como lo hacían Bogart, Mitchum o Kirk Douglas: encendiendo el pitillo con la colilla del anterior. No teníamos dinero para pagar las cervezas así que corrimos hacia el Metro. Lo sé, no es muy elegante, pero éramos jóvenes y nos creíamos con derecho a todo. Todavía hoy me sigue sonriendo, y nos seguimos amando.
El otro día bajé a los cines Victoria. Allí me he llegado a encontrar a algún cowboy de medianoche. Cuatro salas no numeradas. Acomodadores. Diego de León y Francisco Silvela, qué tipos. Abastecía a un público muy determinado: sus vecinos. La gente bien del barrio nos encontrábamos en misa de dos en Juan Bravo o Príncipe de Vergara y en la sesión de ocho de los Victoria, eso era así. Hasta ahora. Me topé de lleno con sus puertas cerradas. Alarmado, pregunté en la panadería colindante. Se trataba de un cierre total, para siempre. Creo que van a poner un ALDI. Joder, sabía que lo de los cines iba mal, pero juro que no tenía ni idea de que vivíamos en la edad de oro de los supermercados.
Los Victoria han cerrado, como los Roxy, los Tívoli, el Peñalver, el Cid Campeador, o el Novedades, entre muchísimos otros.
¿Qué nos ha pasado, Madrid? ¡Madrid, Madrid! ¡Rompeolas de todas las Españas! Ahora está todo lleno de cines/centros comerciales. Tienen todas las ventajas técnicas: sonido e imagen inmejorables. Sin embargo, en ellos nunca se tiene muy claro si se va uno a Zara o a ver la última de súperhéroes. Escaleras mecánicas, luces de neón y detalles de decoración propios de ese bar moderno que monta Moe. Han cambiado el terciopelo por un material oloroso negro. Los acomodadores han muerto. Si no te ha gustado la película te devuelven la entrada. Incluso creo que algunos han puesto un servicio VIP en el que hay camareros atendiendo.
Sin embargo, todavía quedan cines de barrio con vida. Al menos allí se es capaz de evitar esa sensación tan posmoderna de estar siempre en el mismo lugar. Algunos seguiremos amando, seguiremos sintiendo. Y nos seguiremos negando a hacerlo bajo luces cutres. Elijan ustedes en qué lugar les pillará el apagón.