Un café (o la búsqueda incansable de lo extraordinario)

En La angustia de vivir por

El otro día me encontré casualmente bajando el paseo del General Martínez Campos y me entraron unas ganas terribles de tomar un café. He de señalar que mi concepto de el otro día resulta siempre bastante vago, qué le voy a hacer. Recordé que por allí había siempre una cafetería clásica: barra de madera muy alargada, taburetes oscuros y camareros con corbata y chaleco.

Tras una pequeña duda, el sitio no parece el mismo, decidí entrar. Bajé los escalones y observé agradecido que tenían la televisión puesta. No sé muy bien la razón, pero el hecho de que haya un televisor cantando noticias mientras tomo café siempre me ha dado cierta confianza. Hoy en día parece una cuestión demodé. Yo lo veo como una de esas cosas que (desgraciadamente) caminan con lentitud sobre la línea que distingue lo nostálgico de lo puramente rancio.

Una vez conseguí alcanzar la barra, el camarero se dirigió a mí con firmeza. Antes de nada, considero necesario aclarar que servirme en un bar o cafetería puede convertirse en una liturgia compleja para muchos, al menos eso parece. Me gusta que me pregunten, que hablemos un poco y nos contemos la vida antes de pedir. No considero que sea demasiado. Odio que se vayan corriendo cuando les hablo o que me tiren el café a la mesa. Al fin y al cabo, los modales son como el francés o el amor, o se aprenden cuando joven o mal va la cosa.

El barman se acercó a mí y me dijo: 

–¿Quiere algo, caballero?

Así, sin preliminares. Está bien, al menos utilizó una fórmula educada (y tuvo el decoro de no salir corriendo), pero no fue nada personal. De repente me di cuenta: el tipo no me conocía lo más mínimo.

Hace años entré en un bar con un amigo, ambos decidimos que era el momento de crear lazos sentimentales con ese cuchitril. Nuestra meta era complicada aunque no imposible: conseguir llegar un día y decir eso de lo de siempre. Lo conseguimos. Ahora incluso somos amigos del dueño.  El otro día pasé por la puerta y estaba irreconocible. Han cambiado la pared de madera y las chapas moteras por un espacio blanco (casi hospitalario) muy abierto, con   plantas por todas partes y zumos naturales caros. No es el único. Definitivamente los bares de Madrid han conseguido hacerte creer que siempre estás en el mismo sitio.

En ese preciso momento entendí por qué me había recorrido media ciudad para conseguir ese café. En este mundo hay cosas que cambian: la situación del medioambiente, nuestros gobernantes o mi bar de siempre. Pero también hay cosas que no: el Madrid sigue ganando copas de Europa, el whisky no ha pasado de moda y en este bar los camareros siguen llamándome caballero. En la vida cada uno elige a lo que se aferra.

Me armé de valor y respondí al camarero con una leve sonrisa:

–Un café, por favor.

Graduado en Derecho y Periodismo. Amante indómito. La literatura, la escritura, el cine y la música guían mis pasos. Colaboro en Radio Internacional y también he publicado una novela titulada Tormenta de verano. Actualmente busco la gran belleza en el fondo de los vasos y ceniceros.