Camarero, otra copa por un año más con vida

En La angustia de vivir por

Acabo de cumplir años, ahora mismo, otro año más. El paso del tiempo es desconcertante -o al menos eso he leído-: una vez estás aquí y otra vete tú a saber. En fin. Este tipo de cosas me descolocan completamente. No me siento cambiado. Y eso es porque realmente soy el mismo, lo sé. Pero todo cambiará, evidentemente. Por lo menos muchas cosas lo harán.

No se crean que me encuentro ante una especie de cifra trascendente o algo así, poderosa o definitiva de alguna manera. Es más bien al contrario, se trata de una cifra que, como tal, es poca cosa. Pero, oigan, que no se trata simplemente un número, ¡es mi vida de lo que hablamos!

Al fin y al cabo, a partir de ahora se inicia un nuevo año de mi existencia. Seguramente esté abarrotado de experiencias gratificantes, algunas de ellas novedosas y desafiantes y otras, irremediable y gozosamente ordinarias. Soy más amigo de las segundas que de las primeras. Pero -no les quepa duda- las primeras quedan mejor en una camiseta, son como muy hijas de nuestro tiempo.

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Manuel Jabois escribió una vez que “los años tienden a evaporarse, no solo en las mujeres sino en los hombres, que encuentran en el desprecio por el aniversario una forma muy propia de dandismo. Y es sabido que hay tres cosas que nunca pasan de moda, los dandis, los curas y los demodé. Lo cual, bien mirado, no deja de ser terrible”.

Yo, por mi parte, no siento desapego. No desdeño mi fecha. Prefiero enfocar esta evidente celebración del paso del tiempo al más puro estilo Gambardelliano: haciéndome muchas preguntas, sí, pero sobre todo tomando copas con mis más allegados.

Como una suerte de amago irónico de Gatsby, lleno mi casa recurrentemente para celebrar mi propio aniversario. Sin embargo, en lugar de buscar el amor, lo compartimos, y mi hogar está muy lejos de ser una de esas horteradas de Long Island. Tengo suerte: en mi vida hay más de un Nick Carraway, y mi Daisy particular es la antagonía pura a la idiota de la novela.

Porque no tenemos más remedio que mirarnos a la cara, hacernos compañía y tomarnos un poco el pelo. ¿O no? Viviendo esa vida que envidiaba el soñador de Dostoyevski que vagaba por las noches blancas de San Petersburgo: real, incapaz de desvanecerse como los vestigios de un sueño, la que se renueva continuamente, la que es siempre joven.

Fue Bob Dylan el que cantó eso de que el que no está ocupado naciendo lo está muriendo. Ahora mismo, en el inicio de otro año más en esta comedia, me adentro en lo desconocido con la única luz de los cigarros encendidos, con el calor de la amistad veraz, con la rotundidad del enamoramiento profundo y con la convicción de que la vida no es un suspiro -como dicen los cursis en otra de sus camisetas estrella-, pero tampoco una eternidad.

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Graduado en Derecho y Periodismo. Amante indómito. La literatura, la escritura, el cine y la música guían mis pasos. Colaboro en Radio Internacional y también he publicado una novela titulada Tormenta de verano. Actualmente busco la gran belleza en el fondo de los vasos y ceniceros.