Desde muy pequeño tengo la idea de que los árboles de los bosques, a la mínima que se levanta un poco de viento y entran en contacto sus ramas, se intercambian los secretos de los hombres. Y he aquí la principal razón -no el agua o el sol como la biología dicta- por lo que sus jugosas raíces se retuercen por la tierra. Por lo que sus troncos y bifurcaciones despuntan la gravedad, quedando expuestos a un vendaval de anhelos, absurdos y disparates.
Algo parecido a esto vino a decir Julio Llamazares en “La lluvia amarilla” ,donde su protagonista, un hombre enterrado en vida por su propio pueblo abandonado, fue a contar a un manzano de su huerto el suceso de la muerte de su esposa y el árbol le premió con unas apetitosas y mortales manzanas.
La cosa es que tan arraigada tengo ésta creencia de los hombres, los secretos y los bosques, que todavía hoy sigo compartiendo mis confesiones con las coníferas. A veces anteponiéndolas a las aturulladas mentes de mis allegados, que suficiente trabajo tienen con saber qué zapatos ponerse por la mañana como para soportar las inmundicias ajenas.
Cierto es que los secretos que custodian las copas de los árboles son cosa añeja y llamada al olvido por el ruido del mundo. Cada vez es más complicado ver caminantes entre las encinas en detrimento de los runners y grupos de amigos del Populus Nigra. Las recientes experiencias particulares me llevan a elevar a categoría de hecho la siguiente locura: el hombre ya no pasea. Se mueve, se desplaza, se transporta y se coloca; pero no pasea. No tiene capacidad de dotar a sus pisadas de un sin propósito. De esta guasa; el merodeador, con su abrigo, gorra y sus manos en los bolsillos, se ha convertido en el objeto favorito del desdén callado de los runners, que le echan encima la gravilla de sus Trabuco y les deslumbran con sus franjas fluorescentes y sus fundas de móvil en el brazo. Los paseantes son la mofa de los senderistas, que cubren distancias kilométricas a trote cochinero aprendiéndose de memoria el suelo y dejando en el aire un tufo pestilente porque en la marcha de cinco horas no han cerrado el pico ni un minuto; despotricando de aquello y del más allá, de Rajoy y del Coletas, de los desequilibrios del PIB, de los desamores en Aluche, de las tres cuotas del préstamo impagadas…
Un bosque desanimado por el hombre, que ha asustado a las alimañas y el silencio.
Las reivindicaciones de estos paisajes naturales como ente vivo y propio, a la par de nuestro derecho natural a la supervivencia, son un prólogo mediocre y desvirtuado de la verdadera importancia que entierran. Por encima de todo, los bosques existen para acoger nuestra capacidad de asombro. Para reciclar nuestro mal aliento y permitirnos emocionarnos por algo en lo que verdaderamente somos meros espectadores de otra especie que propone su propio canto. Tiene su belleza enterrada entre lombrices y larvas y en la pausada contemplación del jaleo de sus brazos, nos habla más de nosotros que nosotros mismos tratando de explicarnos.
En este mutismo compartido, diálogo de lo callado, que es la contemplación, se toma una sana distancia sobre lo importante, lo urgente, la chorrada y el cafrismo. La cabeza se ordena mientras jadea subiendo un pequeño cerro y los pies mantienen el equilibro en el barro. El hombre entiende mejor la condición de su pensamiento mientas se rumia oliendo a pino y resina, saboreando el mutismo y escuchando el reproche de una oveja en su pastar, que ante la febril observancia del par de ojos tranquilos y abrigados, no puede sino valar e interpelarnos.
Puede que ahora, que la madurez va equiparando mis responsabilidades a la de mis padres, me atreva a reprocharles en la próxima cena familiar lo siguiente: más valioso habría sido un “Anda hijo. Menudo comportamiento. Qué van a decir de ti los bosques” en las tardes de perpetuo recreo; que los constantes aspavientos e iras porque el chico no estudiaba y andaba todo el día haciendo el ganso.
Pues sea dicho entonces. Acerquémonos a los bosques y volvamos a confiarles nuestras tropelías. Que tienen por empeño darle aire a los quijotescos, pues bien necesario se presenta que el loco no pierda la palabra y que sepa enmudecer cuando cae una piña al suelo.
P.D: extensible son estas reflexiones a las que se originan en las montañas, en las playas libres de Georgie Dann y en los lagos muertos.