Son las 19:03 de la tarde. Llueve y ha llovido durante todo el día, por lo que los caminos de tierra de El Retiro son una pista de patinaje arcilloso. Si uno se pasea con mal tiempo por la arboleda contigua al Paseo de Cuba, cerca del estanque, puede apreciar ese tono pestilente que destila el suelo, donde las hojas de los castaños de Indias se pudren entre los charcos.
Hace viento y frío. No está el día más que para café con un amigo, cama con alguien querido, cine solitario o libro hasta medianoche.
Sin embargo, ahí están. Inconfundibles, puntuales a su cita de machaque de articulaciones, jadeantes y sudorosos.


Pasa a mi lado un corredor, después otro, luego otra. Uno lleva al perro empapado a trote cochinero, haciendo expiar al pobre bicho sus propias calorías. Otro me esquiva con desdén y antes de hacer su filigrana, le da tiempo a recorrerme con su mirada de Torquemada, de arriba a abajo, censurando que lleve vaqueros y zapatos a aquella hora de la tarde. En el horizonte, con las rodillas reflectantes, aparece el protagonista de la tercera temporada de Stranger Things.
Son los zombies galopantes con sus AirPods: el aquelarre del fitness, los feligreses de la religión healthy.
Mientras voy apuntando notas mentales contra esos cuerpos hercúleos que transpiran soja, una runner hace un extraño y por poco no cae al suelo.
Pronadora errática con malos tacos, le diagnosticarán en Decathlon, mientras pasa la tarjeta de fidelización y la ilusión se remite, 60 euros mediante, a no tropezar en la próxima carrera.
Veo a una pareja de castizos a la altura de La Rosaleda mirar a los dos lados del camino, como si en mitad de Gran Vía se encontrasen. No hay pavor a ser atropellados por esas máquinas de carne, sino resentimiento añejo, como el que sintieron cuando apareció el primer restaurante de comida chatarra o cuando cerraron la mercería de la Paca para poner una casa de apuestas.
Es un hecho. El hombre ya no pasea. Se mueve, se desplaza, se transporta y se coloca; pero no pasea. No tiene capacidad de dotar a sus pisadas de un sin propósito. Por lo que el asombro, el silencio con sentido, ese que permite hacerte con el tempo de la vida, queda supeditado a esos momentos en los que te quedas sin cobertura.
Entonces, surge con toda su fuerza la gran pregunta: ¿y ahora qué hago?
Si el día de mañana mis hijas me preguntan sobre qué han de estudiar para mantener el estado de bienestar, sin duda les diré, sabiéndome respaldado por los healthiers, que han de cursar la carrera de quiropráctico.
Porque tengan esto muy claro. En este preciso momento, mientras usted se fríe su filete de pollo con patatas, alguien, en alguna parte de esta ciudad, se está untando las manos en aceite de ciprés para frotarse, o frotar, según la suerte y cartera que se tenga, alguna extremidad de triatleta en ciernes, de runner comprometido con su cuerpo y su salud, preparando su próximo reproche a tus caderas campanudas en la cena de antiguos alumnos:
— Joder, tío. ¿Has engordado, no?.

