Escupitajo sin remordimiento alguno a los que se atreven a especializarse en una materia de las periferias del conocimiento humano y se empeñan en hacernos partícipes de ello
Recientemente, un buen amigo de la universidad acaba de presentar su tesis doctoral.
Le recibimos con vítores comedidos y elogios reservados el grupúsculo de comadrejas intelectuales con los que el futuro doctor se junta de vez en cuando. Manos blandas. Palmadas sin el cariño esperado. Por dentro nos regurgitaba la pregunta.
¿Cuánto tardará en caer enfermo?
La respuesta llegó una semana después; cuando poco antes de nuestro encuentro habitual los lunes por la tarde nos saltó el siguiente mensaje al móvil.
“Yo estoy hecho una piltrafa humana encarnada. Desde mi lecho convaleciente agrupado me encomiendo a vuestras plegarias inmortales”.
Sentarse a valorar si es turno de emular las hazañas del Licenciado Pedro Pérez y el barbero y acometer el mismo exterminio cultural, que con castellana sabiduría dispusieron los dos antagonistas de Don Quijote y Sancho en la biblioteca del hidalgo, no es de recibo. Ya lo hemos intentado. Un comité de cobardes villanos, asesorados por los revienta conferencias de la UAM, llevamos a Monteclaro teas y cinturones de cilicio para terminar con Santos Tomases, Von Balthasares y cualquier otro escorbuto teologal que se nos pusiera por delante.
Pero la casa de mi amigo es inexpugnable. Su lecho está protegido por una camada de hermanos, fibrosos y todos ellos con exceso de dientes, que lucharían a brazo partido contra cualquiera que se aproximase al que está llamado a tener, próximamente, las dos dichosas letras con el accidente ortográfico al final: “Dr. Periquito Fraile”.
Por esas dos letritas en Comic Sans MS (las universidades serias se la juegan a Helvetica Neue), cuatro años, en el mejor de los casos, de castigo auricular a todo el que estuviera cerca.
Malditos doctorandos, con sus andares extraños y sus reuniones deprimentes con “el director de tesis”. Con sus chupadas coléricas al decimoséptimo cigarro del día (ahora el loco, en la recta final de su majadería, le da al vapor) mirando a no se qué cancha de baloncesto al final de la cafetería, pensando en un párrafo de la tesis en vez de estar atento a los ritmos de Stranger Things que profetizaba Battiato y que le canturreamos al oído. Ese estertor insoportable, pestilencia del tabaco quemado por penurias y horas inútiles de estudios insulsos, con el que arrastran las palabras y su funesta sentencia: “no hagas una tesis”.
Este verano me topé con un albatros en horas bajas, embuchado en ropajes del Primark, con el pantalón sujeto por las costillas, los zapatos de dos tallas por encima y con una barba de chivo expiatorio.
La mirada hundida en el cogote, sacando la poca luz que queda dentro. Las piernas en una primera clase de claqué con descuento del 80% en Groupon.
Le pido que se quede quieto. Que nos sentemos a charlar un rato. Que deje a un lado el táper de lentejas y que interactue con el hombre que tiene frente a él.
No puede. Se mete el mendrugo de pan y el último tajo de chorizo a la boca mientras me da la mano y coge sus libros con su grasa. Se disculpa con la tradicional mala educación que se ha ocupado de arraigar en los últimos años. Tiene que volver al zulo a coger el colorcito del tungsteno. No vaya a ser que pase otro verano más y no tenga el mismo juego de blancos que los folios que todavía quedan por escribir de la tesis.
Los doctorandos se juntan de vez en cuando a comer y charlan de cosas desagradables.
Se les afila en estas sesiones de erudición, regadas por el menú del día, sus papilas gustativas para saborear las chorradas y lamentos ajenos; que al final saben a propios. Asienten acompañando en el sentimiento y bajan la mirada a la ensalada avinagrada con cada latigazo de aquel doctorando al que le han hecho su primera corrección y le han tirado por los suelos meses de trabajo. O eso cree él. Que son meses y no días que se hacen años para sus más allegados.
Por esta reunión de ratas los invitados aplazan cervezas espontáneas, funerales de familiares de segundo orden, ir a ver alguna película en la semana del cine e incluso unos jugosos dieciseisavos de la Copa del Rey.
Te mueven en su agenda como el sombrero del Monopoli. De la Castellana a la cárcel. Del plantón a celebrarte tu cumpleaños un 14 de julio (naciste en noviembre).
Macilentos, malhumorados y agrios a rabiar. Estos son nuestros doctorandos.
Te encajan en descansos de fin de semana que nunca existen; porque jamás cumplen con los horarios de estudio que han planificado. Es como si el tiempo les fuera concebido en abundancia helena u orgía dionisíaca, donde se les permite jugar a ser Chronos o a profetizar al viejo entrañable de los relojes en Momo.
Te reciben macilentos y malhumorados en el felpudo de casa, con una bata propia del más marrano de los Reilly. Están apagados. Acaban de salir de una sesión de pilates con un Dementor llamado “Pensamiento y reflexión antropológica sobre el vuelo a media altura de los pilotos indios en la Hungría del 46 al 51”.
No tienen esperanza. El objetivo de presentar la tesis a tiempo se desvanece en el abismo de los cursos, las tutorías y las clases forzadas que se ven sometidos a cubrir para poder “financiar” sus horas de estudio. Las dioptrías aumentan al mismo tiempo que se dispara el cortisol. Los veranos se suceden entre el potaje y el olor a huerto de la casa de la abuela, donde el antiguo tocador para preparar bailes y verbenas de posguerra sirve ahora para aguantar garabatos absurdos que en un tiempo imponderable, castigará a un tribunal académico.
No se compran un coche de segunda mano, no van al teatro (aunque sea gratis). No se abren una cuenta corriente, no se endeudan. No se hacen humanos de hoy. No avanzan con la tesis y la vida sí, lo que les arrincona y les reafirma en su rareza: una proyección idílica donde en algún siglo serán doctores y podrán estrechar la mano de otros doctores, que a fuerza de mímesis psicodélica –impuesta, Dios mediante, por enclaustramiento voluntario contra el libertinaje y la dispersión–, han acabado por encorvarse, ir pegados a las paredes como el estrafalario Juan Rulfo y por terminar sacándose el carnet de investigador perenne en la Biblioteca Nacional.
Pero cabe todavía una última esperanza.
Que se pongan a estudiar de verdad –que salgan de su ostracismo y tortura auto infligida– y que terminen la tesis de una vez por todas, su parto doctoral.
Y que vuelvan entonces a hincar el codo, pero esta vez en la barra de un bar. Que vean con el mismo pavor que la Unión Europea los tubos de haz blanquecina y mortuoria. Que las estanterías vuelvan a estar llenas de aventuras imposibles, apetitosas, y no baldes repletos de justificaciones malditas para citas absurdas.
Será entonces cuando le toque al torpe redactor de este escrito quitarse la máscara y descubrirse ante los Doctores con terrible confesión.
¡Cómo envidio a esos mamones! ¡Quiero estudiar una tesis doctoral!