En el almacén de la casa de mis padres, encima de una cinta de La Tienda en Casa que a mediados de los noventa prometía unos glúteos perfectos, hay una caja repleta de Tintín. En formato VHS. Con las carátulas de cartón amarillentas; mordidas por las virutas del tiempo.
Cuando padre, con la furia propia de los estrépitos de la vida que nos llevó a varias mudanzas consecutivas durante la apestosa “crisis”, cuando quería hacer limpia general del pasado, tuve que quitar del grupo de restos que iban rumbo a la basura la colección completa de las aventuras del periodista belga.
Los chamanes mecanicistas de hoy dirán que aquellos retazos de mi infancia tendrían mejor uso siendo convertidos en vasos del Starbucks o folios para la nueva revolución. Pero yo sigo pensando que su lugar es aquel, cogiendo polvo encima de la cinta vieja, ocupando un espacio muy preciado para otros cacharros inútiles y alimentando la sed de peripecias que alguna vez tuve despierta.
Puestos a jugar a la nostalgia, recuerdo también el seminario que tuvimos en primero de carrera con Pedro Meyer sobre periodismo audiovisual. Antes de empezar con sus enseñanzas de esta vetusta morla del cuarto poder, hizo una rueda de reconocimiento a sus pupilos. Quería saber qué narices nos había empujado a estudiar una carrera con una tasa de paro tan brutal.
Varios Manolo Lama después, le tocó el turno a mis huesos. Que después de pensarlo unos segundos dijo “Larra“.
El posturero que suponía meterse hoy en día a una licenciatura difusa por un articulista romántico del XIX, se puso de relieve con varios aspavientos y bufidos que sustituían al clásico “qué flipao”. Sin embargo hoy, ante la misma pregunta, pasando de la que otrora fuera la mofa pública, le metería la coletilla de “y por Tintín“.
Porque solo de recordar las periplos del capitán Haddock, alcoholizado a bordo del Karaboudjan, abrasado en las dunas del Sáhara Occidental, siempre fiel, nunca dispuesto a la aventura y sin embargo acompañando a su amigo hasta las últimas consecuencias. A los hermanos Hernández y Fernández, que a pesar de su torpeza magistral, siempre aportaban datos fundamentales para resolver casos tan revirados como el del Cetro de Ottokar. El bloc de notas del reportero de calle, siempre disponible en el bolsillo. O los dedos en forma de pistola con la que Tintín desarmaba a sus oponentes, villanos de boina vieja y narices variadas, sin necesidad de disparar, sin necesidad de más amenaza que la palabra y la verdad.
La mejor creación de Herge emanaba buenhacer periodístico porque lo que narraba, aunque ficticio, era un marco idóneo para el desarrollo de las aptitudes necesarias para el ejercicio de esta profesión. Rigor, pasión, empatía, entusiasmo, paciencia, astucia… Todo este conjunto de atributos está imbuido en el transcurso de los hechos y su acción que, para cualquier muchacho inquieto y despierto con bocadillo de Nocilla en mano, no pasará desapercibido.
Tintín es un gran periodista porque no deja la realidad como se la encuentra sino que, con su persona, la transforma.
Y es ahí, frente al televisor y de rodillas, donde se empieza el discernimiento de una vocación profesional. Y se empieza este proceso, tan serio, tan estudiado, tan repleto de estadísticas y rankings internacionales, jugando. Por los pasillos o repartiendo roles ficticios entre los amigos de la piscina. Emulando, que no creando, una vida vivida en plenitud y con conciencia de estar en misión permanente. Tintín es un gran periodista porque no deja la realidad como se la encuentra sino que con su persona, la cambia y la transforma. Y de ese periplo, como en la vida misma, surge una historia que merece la pena ser leída una y otra vez. Vivida de forma constante.
Por eso, ni se les ocurra tirar sus cintas y tebeos que solo ocupan espacio encima de sus ex-máquinas de deporte. No sacrifiquen las aventuras de otro (seguramente pequeñito y con eco a pañal) al vender su colección de cómics. No reciclen sus VHS. Adáptenlos, eso sí, si lo consideran oportuno. Pero siempre, siempre, dejen Las Aventuras de Tintín a la vista en el estante por si algún sobrino, hijo o nieto despistado se asoma a las reliquias de tu infancia y te pide explicaciones.
Al menos, en ese caso, podrás estar tranquilo de que Tintín y Milú se pondrán a la carrera en cuestión de minutos para construir una nueva aventura.