El otro día, no con cierto rubor, le regalé a un amigo de mi infancia ‘El Principito’. Fue mi pareja quien, al encontrarse en La Casa del Libro de Gran Vía, me hizo (a la postre nos hizo) el favor de ir y comprarlo.
Mientras pensaba en qué podía regalarle, recordé la extraña auto-propuesta que me había marcado respecto a los cumpleaños de los amigos más cercanos: “Año nuevo, libro viejo“. En un alarde que algunos camaradas pensarían que era otra jugada más hacia lo extravagante, me desmarqué del resto de compañeros del grupo que habían puesto 10 euros cada uno para una camiseta del ManU. Yo solo aporté 5.
Ya que no tenía mucho tiempo y ya solo el hecho de darle un libro iba a tener cierto recochineo, empecé a recitar varios autores que hayan bailado con el absurdo. Quería ser intermediario de nuevos disparates para la ya alocada mente de mi amigo. Tom Sharpe, Douglas Adams, Kennedy Toole y su simpática ‘La conjura de los necios’. También probé con ‘Ser madre hoy’ del engorilado Noguera.
Nada. Ni uno solo estaba en los estantes. Tras un par de minutos de tibia discusión para ver qué le podíamos regalar y sin haber llegado a ninguna conclusión, me sorprendió en nuestro posterior encuentro al traer sin envolver (creo que no lo necesita) la obra cumbre de Saint- Exupéry.
– ¿El Principito?
– Sí, ¿Qué pasa?
– No sé. Me da oso (vergüenza en mexicano).
– ¿Lo ha leído?
– No lo sé.
– Seguro que no sabe de qué va.
– No sé. A mí me encanta pero…
– Ya verás. Le va a gustar y si no lo dejamos por casa y ya buscaremos a alguien a quien dárselo.
Creo que no fallé. Mejor dicho, que no falló.
Ayer por la noche, al recuperar la lectura de G.K. Chesterton y la recopilación que hizo El Buey Mudo sobre “Los libros y la locura y otros ensayos”, recordé las palabras de Eduardo Segura en una conferencia en Madrid organizada por Culturradio sobre los superhéroes. “Hay que ser como niños: estrenar el mundo cada día”. ¿Qué es sino El Principito” que una apuesta firme por volver a jugar fuerte?
El hilo conductor de mi existencia, plasmado desde la antigua Jerusalén hasta la oronda figura del creador del Padre Brown, luce al tener presente esa mirada juguetona que en cada piedra, árbol y palo ve material suficiente para producir, sin temor a problemas de producción o presupuesto, las mejores superproducciones de ficción jamás contadas. ¡Y en cuestión de segundos! Esa es la mirada que arroja un niño. Esa es la mirada que se empeñan los muchachos sanos –los que corren como bestias enseñando al mundo sus agujeros dentales– en que sea vista y apreciada por los adultos. Y creo que en esa reciprocidad reside la más sencilla y profunda visión sobre la asombrosa belleza de la cotidianeidad.
“Somos nosotros, las personas maduras, quienes hemos inventado el absurdo, siguiendo nuestro gusto por lo sin ley. Nos sumimos en el abracadabra y el sésamo tal como nos sumimos antes en el espiritualismo y los cuentos de hadas célticos, porque nos dominaba una eterna impaciencia para con nuestra propia tierra monótona. Pero el niño está en una posición inconmensurablemente superior. Para él la tierra no es monótona; para él no hay necesidad de libros. Ese elemento salvaje y poético que evoca en nosotros el Duende de la Nariz Luminosa, lo evoca en él cualquier individuo corriente. Para despertar en él el sentido de lo extraño y humorístico, no es necesario dotar a un hombre de nariz luminosa. Para el niño – prototipo del verdadero filósofo, que no ha nacido todavía – es bastante extraño y humorístico el simple hecho de tener nariz”.
Mi amigo tiene una nariz notable. Pero jamás, desde que llevo zapatos los siete días de la semana, me había propuesto sentarme a mirarla, reírme y dibujarla en la arena del parque.
Ojo al apetito de las agendas y a la proactividad amante del ruido por el ruido. Tomemos los parques de nuevo. Exijamos placas hierro sobre granito a héroes que vencieron a los columpios asesinos, reconozcamos en prime time la hazaña de Carlitos, tercero de primaria, y sus simpáticos gusanos de seda. Reconstruyamos el ilustre colegio de artesanos de la peonza.
Sacudirse la nostalgia del absoluto que nos ronronea es más fácil si somos capaces de ver un elefante de pie (Babar mismo vale) en las entrañas de una boa. A mí parecer, eso es mejor que seguir empeñándose en ver un triste sombrero viejo.