Cuando Borja Negrete sacó su libro “El cine que cambió mi suerte”, pensé al instante que algún día le fusilaría el título para un texto.
En este año he estado buscando el molde autojustificativo para tal vileza. Y ha sido un pañal de Teresa, la menor, el que me ha dado los argumentos.
Pase lo que pase en el juicio del procés, con Democresía, en Uganda o en el Polo Ártico, a Teresa hay que seguir cambiándole el pañal.


La frecuencia es de tres a cuatro horas, para desgracia y palpitaciones agresivas de los “progenitores helicópteros”, esos que Gregorio Luri vaticinaba como serios responsables del desquiciamiento pedagógico que vivimos hoy y que estudian a sus hijos como si fuera un título propio de Harvard, como esos sesos de cordero que nos ponían en primaria cuando tocaba “Science”.
En realidad, cambiar un pañal no es complicado. Quitas las tiras, calibras el tamaño de su obra, limpias, haces un puchero al bebé al ver sus genitales rosados, pones crema y vuelves a cerrar las tiras y a poner el pijama correspondiente. Si estás con buen ánimo, puedes llegar a fantasear con esa presteza de movimientos que ejecutaban los mecánicos de Fernando Alonso cuando el asturiano ganaba carreras en la Fórmula 1.
Con el pañal damnificado, con los Bambis contaminados de excreciones, te deshaces de él tan pronto te es posible. Su perfume, a pesar del plato diario (y único) de leche materna, hace zozobrar a cualquiera. El desafío físico de computar tal cantidad de esencias en un cuerpo tan diminuto te da a entender que no estamos bien hechos por dentro, diga lo que diga la teología del cuerpo.
Sin embargo, ocurrió, hace no muchas tardes, que me quedé frente al pañal usado un tiempo inusitado. Como Teresa, la menor, no lloraba, entretenida con la cortina luminosa del tragaluz, decidí prestarle atención a aquel accesorio de la modernidad higiénica.
Y, para ser sinceros, no concluí en aquel instante nada más allá de que el olor era pertinaz y que estaba haciendo el ganso.
Días más tarde, devorado por las fagocitaciones y sinsabores laborales, me asaltó el pañal y mis cinco minutos de análisis crítico. Y me llegó una epifanía escatológica.
Ese pañal conforma mi vida. Me explica mejor que cualquier disertación, que cualquier soliloquio acertado en esta o aquella Melopea. Esa bolsa interior de cagarrutas es tótem del sentido de mi vida.
Cuando un hombre llega a la mistificación franciscana con una cosa tan prosaica, no le queda otra que responsabilizarse de su propia vida. Y, ¡oh, maravilla!, de la de personitas que no regalan, la mayor de las veces, otra cosas que pañales sucios.
Vivir de manera que lo cotidiano nos interpele como lo que es -una muestra de orden creativo y relacional- es, para los de cascos güeros, el último bastión de la cordura.
Amigos, si estáis en una situación similar, agarraos a esa mierda como clavo ardiendo. Puede que os salve la vida.

