Algún guasón que lleve el espíritu contento quizás ha entonado sonidos de ultratumba al leer el titular de este nuevo despropósito. Un ritmo con deje sevillano y de verbena que todos, con más o menos dientes, bailamos en pleno boom de lo efímero. Apostaría en monedas fuera de curso, maravedís me valen, a que un porcentaje ridículo de quien esté leyendo este artículo sabe algo a día de hoy de María Isabel, la chiquilla que puso a España a presumir de vanidades.
Del mismo modo que esto es así y en una oda a los saltos mortales de las relaciones ideológicas que suelo marcarme, estoy convencido que un porcentaje todavía más diminuto de los que no sabemos viajar sin cuatro o cinco libros somos capaces de superar las 20 páginas de uno solo de ellos (salvo que haya vuelos de por medio).
El libro, como objeto físico, pesado, de puntas traviesas y de una escasez práctica destacada (salvo que se use de almohada en siestas o torceduras de planes extremos); ocupa para este género de bichos extravagantes un papel elemental a la hora de hacer el equipaje. Chesterton, cuya oronda figura a la hora de desplazarse tendría que marear bastante a su señora, estoy convencido que metería en la maleta una pipa vieja, una vela de un velero que hiciera la veces de capa, un ternero vivo y quizás varias botellas de lo que sea. Y libros. Sobre paganismo o sobre hierbas medicinales. Pero libros. Y dudo, y eso me hace inflar costillas, que terminase alguno de ellos si había una taberna cerca con la que humanizarse.


La cofradía de los Prácticos Perpetuos dice en sus estatutos de constitución que toparse con un individuo de este calibre es <<poco higiénico y penosamente recomendable para aquellos que adolezcan de nervios delgados>>. En el epígrafe 5, barra 7, punto 9.A. indica con inefable claridad que <<viajar, trabajar, educar, charlar e incluso masticar a un tipo de estas características está abrumadoramente lejos de los estandartes en los que se apoya el ilustrísimo Lord Ivywood, doctor honorífico y patrono de nuestra practicidad absoluta>>. Indica el reverendo señor que debe “evitarse a toda costa cualquier tipo de contacto con estos sujetos, sean las circunstancias que sean, ya que tienen un peligro de convicción de lo absurdo solo equiparable a su caótica forma de actuar, pensar, beber y fumar”.
Amigos. Manden su Samsonite al traste y bajen a los chinos a comprarse una maleta de verdad. Esas delicias que permiten, a través de un juego de cremalleras esquizofrénico, ganar terreno al cielo para acumular hasta los calzoncillos de la primera comunión. Usen todo ese espacio para meter todos los libros pendientes (hasta los que vienen de las peores recomendaciones), que ya habrá algún primo, amigo o vecino salado que tenga unas chanclas de más para bajar a la piscina.
Lleven libros. Grandes y pesados. Que solo sirvan para calzar al mundo. Lleven libros. Delgados y con decoraciones en los costados. Que coloreen las sonrisas de sobrinos con tomate y macarrón en los labios. Lleven libros a que les de el aire. Lleven libros de albergue a hotel, de saco a somier. Espesen su sangre negra con tanto vaivén. Barco, avión, burro y tren. Lleven libros.
Canciones y trompetas a los que se tiran un farol con ellos al leer al borde del balcón frente al mar.
Hurras y bravos a los que con Eckhart Tolle machacan su verano.
Exámenes de julio, septiembre o descanso, sea como sea, aunque Coelho esté encima de la mesa. Lleven libros.
Y si tienen ocasión porque el mundo gira con un granizado en la mano, y solo si ven que hasta el más desconocido de sus conocidos anda liado, sea pues entonces cuando abran la maleta, enciendan el aire acondicionado y con la dicha de la tripa llena: lean un rato.

