De pequeño marzo era un mes malo.
Demasiado frío para correr en el patio, demasiado embarrada la tierra como para llevar el vaquero al suelo y hurgar con un palo en los poros de la roca. Siempre, el joven homo sapiens sapiens, en búsqueda activa de arcilla con la que pringarse las manos.
Las peonzas no rodaban, los gogos se manchaban y arañaban, los tazos se perdían en los charcos y las Magic, los cromos de la Liga y los Pokemon de cartón perdían color y la textura propia de sobre nuevo recién abierto. Obviamente, este problema era cosa ajena a los que tenían el mazo plastificado. Benditas madres.
En cualquier caso, para los despistados y algo dejados eran definitivamente días malos.
Las vacaciones de Semana Santa todavía estaban a mil años luz.
El sol salía entre los nubarrones con calor y cuando te quitabas el abrigo y te disponías a correr como buen salvaje se marchaba sin avisarte dejando unos goterones en la nuca y en la espalda insoportables.
Los profesores estaban también de mal humor. Lluvia era sinónimo de ganado humano hacinado en la cancha cubierta.
La chancha cubierta era pequeña, húmeda y helada. Las verjas de acero oxidado, los canalones desbordando porquería, las planchas onduladas de metal sobre nuestras cabezas repicando con un eco atronador la tormenta, el helor de las gradas de hormigón. El frío y el cansancio tenían forma propia y era, sin duda, el ambiente de aquella cancha cubierta.
A pesar de ser un espacio abierto y con ventilación, el olor a bocas sucias, alcantarilla y un algo de chorizo con zumo de melocotón y plumón de anorak abierto y mojado, se hacía presente. Los profesores, siempre que caían cuatro gotas, nos llevaban al habitáculo y desde la entrada de la cancha tenían que controlar a las bestias con mano dura porque si no aquello podía terminar como los niños de “El Señor de las Moscas”.
En la cancha cubierta, los más activos derrochaban energía a tutiplén. Les sentaba bien la sopa de ave y el lomo adobado (¡Puaj!, dice el niño friolero acurrucado entre abrigos al final de las gradas).
Una actividad frecuente, solo apta para los que disponían de músculo y grasa corporal suficiente, era coger las enormes colchonetas azules que habían quedado de alguna clase anterior -en la actualidad todavía me pesan- y deslizarlas de un lado a otro por el suelo, con algún chaval o chiquilla digna de atención encima, enseñando melladura de dientes al público.
Este “juego” era infumable para los que no podíamos participar en él. No tanto por el divertimento excluyente, que también, sino más bien porque el sonido propio del plástico resbaladizo, arañando el suelo a buena velocidad junto a la tierra de los zapatos, parecía profetizar que algún día veríamos en la gran pantalla al Nazgûl sobrevolando Gondor.
Bola de lamentos, indicaciones de adultos y el griterio de prepúberes iba pasando de grupo en grupo entre carcajadas y olores.
Yo, por la debilidad de mis miembros y mi miércoles de ceniza permanente (la comida y el comer era para la gente aburrida, como los padres), no tomaba ningún tipo de iniciativa. Me sentaba en una esquina y esperaba a recibir una invitación formal a jugar al pilla pilla o a lo que tocase. Todo salvo lo de las colchonetas.
Y al final la invitación, aunque algo tarde, siempre llegaba. Y ese día, a pesar de todo, cerraba con una sonrisa.
Hace varias semanas estuve en un seminario sobre el distributismo.
Esta corriente, inspirada en las tesis de Belloc y divulgadas por G.K. Chesterton y su camarilla de amigos intelectuales, surgió a comienzos del s.XX como una alternativa a los estragos que a diestra y siniestra causaban el socialismo y el capitalismo.
La deshumanización de la persona, la desvirtuación de la idea del capital y el trabajo, la industrialización como corriente de una sociedad mecanicista y cosificadora del individo.
El caso es que en este seminario el Dr. Francisco Javier Carballo, experto en Doctrina Social de la Iglesia (DSI), hizo un repaso exhaustivo (levantando raramente la vista del papel en un afán de pulcritud extraordinario) sobre los vínculos existentes entre el distributismo, la DSI y la lectura que hoy debemos hacer sobre esta última.
Las tesis defendidas por el distributismo tomaron como referencia la encíclica Rerum Novarum del Papa León XIII. Esta encíclica ubicaba de manera significativa la situación que vivían los obreros de aquel entonces, la relajación moral que sufría la sociedad y el embebimiento por parte de las masas en las luchas y conflictos de clases. La iglesia de entonces, como institución mediadora y con capacidad y responsabilidad de influir y opinar sobre los signos de su tiempo, se pronunció al respecto, sentando algunas bases fundamentales para afrontar los retos que la sociedad planteaba: desde poner en su sitio al socialismo más beligerante y a los que practicaban la usura desde las administraciones y las grandes empresas industriales hasta concluir con aquella forma de entender la economía y la comunidad de la que más adelante Chesterton y Belloc se valdrían para llevar a término su planteamiento distributista.
La cuestión es que llegado el momento de debate e intervención de los cuatro gatos presentes en el seminario, comenzó una pelea verbal de lo más disparatada.
Aquel que otrora iba como los niños más raros de la cancha cubierta (aquellos que se abrían un libro por voluntad propia en el recreo), siguiendo la frase con el dedo para no salirse del guion ni una coma, animaba de forma encarecida a acciones que no debo siquiera mencionar aquí por lo belicoso del asunto y perdía los nervios ante los ataques de una mala moderadora (pues su función era calmar los ánimos y no echarle leña a un fuego muy vivo).
Me sorprendió, igual que a mi compañero de líneas, Alfonso Díaz, que nadie matizara estas palabras en un contexto universitario, que solo una persona del público hablara del sentido del humor de Chesterton, que nadie se le ocurriera ejemplificar el asombro y la paradoja como recursos indispensables para edificar una realidad nueva; sobreestimulada de emotivismo y carente de experiencias vitales comprometidas y comprometedoras. Que nadie hablara de la necesidad de trazar puntos de encuentro con nuestros antagonistas para crear una línea de acción y discusión que permita edificar una realidad nueva, inclusiva, que ponga al otro en el centro.
Nada de estrenar el mundo cada día ni de invitaciones formales a ser faros de una alegría que nos ha sido dada.
En casi tres horas de perorata sobre el deber ser del católico hoy, con algún que otro tinte propio de autobuses y caravanas que no venía al cuento, no hubo ni una sola mención serena y sensata sobre el ideal de comunidad, tan en vida de Chesterton y sus compañeros, que al final eran los que inspiraban aquel seminario sobre el distributismo y que es la lectura principal que debemos sacar de Rerum Novarum y de las enseñanzas de la Iglesia.
Aproveché entonces, en la quietud que viví como espectador de aquella trifulca dialéctica, para echar la vista atrás hacia mis amistades. Desde la cancha cubierta hasta hoy en día.
Y es ahí donde a lo largo de toda una vida, pero de forma muy especial a lo largo de estos dos últimos años, he encontrado un ideal que llevaba amarrado al pecho sin poder descoserme y que me invitaba a contemplarlo, admirarlo y hacerlo vida.
Hablo de la comunidad.
De la imperiosa necesidad de hacer comunidad.
De la imperiosa necesidad de hacer comunidad a través de los amigos.
Porque no se trata de irse al campo a plantar nabos y vivir de la electricidad que somos capaces de extraer de nuestros excrementos gracias al metano; propuesta con la que de una forma u otra comulgaba la moderadora. No debiera ser un llamado a copiar y pegar las desventuras de Bernarda Alba y su casa de palomitas negras enloquecidas por el luto. No se trata de encerrarnos a dictaminar los males de este mundo desde nuestra atalaya, teorizando sobre el todo y sin tocar nada.
Es más bien el saberse únicos y universales, exclusivos y generales, poseedores de una gracia y alegría que habla por sí sola ante los otros pero que está muteada, a propósito, para el resto del mundo. Es descubrir el secreto de una amistad trabajada con el tiempo y que cuenta con la coparticipación de consejos y silencios ante las desdichas y alegrías de la vida.
Pero ocurre en todas las comunidades que, una vez definida y donde sus miembros se identifican con una misión (que puede ser juntarse una vez al mes a ver películas extravagantes), de pronto surge una imperiosa necesidad de salir al encuentro. De ponerse en camino. De trasladar a los ajenos la particularidad de la comunidad con un afán integrador o de acompañamiento para la fundación de una nueva comunidad.
Que no requiere necesariamente de un plano normativo, estatutario o de usos y formas. Sino que se inspira en una intuición que pronto pasa a certeza de bien y bebe de otras fuentes más ricas, más verdaderas y con mayor recorrido. Comunidades más grandes en lo cualitativo.
Como en los grandes relatos épicos, los aventureros son llamados a la aventura con o sin su consentimiento y se ponen en camino hacia la proyección de la comunidad ideal.
Álvaro Abellán en su artículo a este respecto, venía a mencionar, referenciando la obra de Mounier, que esta comunidad ideal sale adelante gracias al reconocimiento por parte de sus individuos, de su historia personal y a que sean capaces de trazar una línea dentro de la comunidad donde se responda con su quehacer a su vocación personal.
Es entonces cuando la comunidad madura sale al encuentro de otras comunidades y otros individuos elevando lo que al principio era mera empatía a la corresponsabilidad, la que liga y hace que proyectarse al infinito cobre un nuevo significado cuando no se hace en soledad sino soportado en las cuestiones fundamentales por otros radicalmente distintos a ti pero que son igual que tú.
Los sueños, proyectados en un mapa de estrellas compartido, tienen más sabor. En mi caso tienen texturas, olores y sabores específicos a cerveza, vino, tacos, vapeador, película y abrazo.
En definitiva, la comunidad anima a salirse del mundo para ver el mundo tal y como es, con una belleza sin límites. Ve como buena la interpelación directa a la personalidad de cada uno de los miembros comunitarios que supone salir al encuentro de otros como él y de otras comunidades como la suya.
Lo mejor de la nueva reversión de Cosmos no es el bueno de Neil deGrasse viajando con su nave del tiempo por un átomo o por los confines de la galaxia. Es que lo que dice y de la forma con que lo dice. Hace un llamado, para quien pone apellido al asombro, a asombrarse. Y una comunidad, construida y edificada en torno a algo tan abstracto y tan concreto como el asombro, permite que se extienda, a pesar de la distancias de sus miembros, desde Madrid hasta Tierra del Fuego. Y que se reconozcan.