Estudio en París desde hace casi tres años. No es mi patria, pero con sus calles, sus músicos, sus cafés, -incluso su gente-, forma parte de mi casa y de quien soy ahora. Algunos dicen que “afortunadamente” el fin de semana pasado, no estaba en las calles de París, como hubiera sido perfectamente posible. Gracias a Dios, todos mis amigos están bien, aunque esto no elude parte del problema. Los atentados de Charlie Hebdo en enero los viví de cerca. Las calles de la ciudad vacías, silenciosas, y numerosas esquinas repletas de militares armados. Nos asustaba salir de casa y el frío se convertía en una excusa para tapar al miedo.
El viernes por la noche, hasta arriba de llamadas y mensajes, agradecí estar viva, agradecí que mis amigos y conocidos estuvieran vivos, agradecí los mensajes de preocupación… pero no era suficiente. El corazón se rebelaba. ¿Qué ha sucedido? ¿Es posible la Justicia? ¿Y ahora qué? ¿Qué tiene que ver las cosas bellas de la vida, el levantarse por la mañana, ir a la Universidad, con la muerte de 129 personas, de cientos de personas (en otros lugares del mundo) a manos de salvajes criminales? Estoy sobrepasada de información entre los medios de comunicación y las redes sociales… Puedo conocer morbosamente los detalles, sin embargo, la lista de preguntas se multiplica. A veces con escepticismo demoníaco. Necesito respirar. Necesito rezar. Es cierto: “la cuestión no es quien tiene razón, sino ahora, cómo vivir”.
Esta mañana me asustaba montarme en el avión de vuelta que la Guardia Civil chequeaba. Una mujer, en el asiento de atrás, vestía de negro y gafas de sol. No ha dejado de llorar. No sé quién era ni qué iba a hacer, pero se me ocurren opciones probables. Las calles de París volvían a estar vacías y a llenarse de militares armados. La gente habla bajito, no he visto a ningún músico e incluso también han desaparecido los vagabundos. Dicen que las colas para donar sangre son largas. Deben ser algunos valientes que por solidaridad salen a la calle. A muchos, nos entran ganas de quedarnos en casa y cerrarnos bajo llave.
De pronto, un hecho así nos (me) resquebraja de arriba abajo. No sé si es suficiente preguntarme de qué depende mi vida, si podemos perderla en un segundo, escuchando un concierto o tomando cerveza con los amigos. Necesito vivir de la respuesta. Y aunque la pregunta no sea suficiente, solo viviendo (con todo lo vulnerable que soy), saliendo a la calle, podré poner a prueba de qué sirve lo que hemos visto, oído y vivido hasta ahora. No envidio a los que a menudo viven en la indiferencia o que ahora se pegan a un sentimentalismo cursi que como diría Bauman, es líquido, se diluirá progresivamente, que temo que no será del todo sincero, salvo en casos contados.
No envidio a los que saben dar un discurso ideológico y presuntuoso argumentado con la lista de cosas que se deberían de hacer o se han hecho mal. Lo que ha sucedido es “también” responsabilidad de todos y cada uno, allá donde estemos. Del mundo que estamos (o no) construyendo.
Ahora, quizá dentro de dos semanas no, pero ahora sólo puedo fijarme en el presente, en el hoy, en el ahora. Los que vivimos aquí, y casi en cualquier lugar del mundo, -porque París no es el único objetivo del horror-, estamos en un momento histórico exigente, desafiante.. con una responsabilidad de la cual no me siento ni un gramo capaz. Pero que en cierto sentido, se me (nos) ha dado.
No quiero pasar de puntillas, quiero ser protagonista, y quiero vivir mi vocación como estudiante, como jurista, como persona, como mujer, como amiga, como algo que (re)construya lo que parece caer a pedazos. No podemos devolver la vida, y parece que nuestros quehaceres (ir a clase, entregar trabajos) no van a cambiar nada. Parece que la única seguridad (ya no oímos la palabra esperanza) viene del Estado y “en nombre” de la “Democracia”, de la “Tolerancia”. Pero me chirrían los oídos.
Soy joven y me queda por aprender muchísimo, pero he visto que lo que cambia el mundo son las personas. Las relaciones, los ojos con los que nos miran y con los que miramos. Lo que puede posiblemente cambiar el rumbo que toma Occidente –y me hago pequeña diciéndolo porque parece utopía barata, porque gracias a Dios, todavía no me toca gobernar ningún país-, es el tú a tú que vivimos con el que tenemos al lado (y con lo que tenemos delante). No estoy diciendo que no haya que poner medidas de seguridad o que no haya que bombardear Siria o Iraq. No tengo la certeza de las consecuencias de ello, pero estoy segura que la belleza del matrimonio de la boda a la que fui el sábado pasado habla de una Promesa que ojalá pueda vencer a la violencia y al terror.
Las calles vuelven a estar desiertas y a menudo hay momentos de pánico. Hoy se ha ido la luz en clase unos cinco segundos y la situación ha resaltado el miedo que llevamos dentro. Me siento algo huérfana (quizá sea ésta una ocasión privilegiada para dirigirse a un Padre), estoy asustada y no entiendo lo que ha sucedido (y esto no es para nada el fin), pero debemos ser protagonistas de esto, de lo que estamos viviendo. Con esto que sucede, se nos está pidiendo todo. Ayudémonos a no perder el gusto por la vida, y más cuando aparentemente no coincide con el amor y la belleza. Yo lo necesito más que nunca.
Yara García Ramos Estudiante de Derecho en Université París 1, Sorbonne – Panthéon.
Otras perspectivas sobre los atentados de París:
- ‘Silencio, s’il vous plaît‘, por Chema Medina
- ‘Banderolas, himnos y lemas: Todos somos Francia‘, por Ignacio Pou
- ‘Atentados en París: Condenados a vivir juntos‘, por Ignacio Pou