Mi amigo es sacerdote católico en Los Ángeles. Mi amigo está infiltrado en un congreso nacional de Homilética en San Antonio, Texas. No oculta, en realidad, su condición ad aeternum; de hecho, un corta-pega traicionero le hizo registrarse con un Fr. antecediendo su apellido. Pero al fin y al cabo, cuántos feligreses se sienten vinculados filialmente a sus pastores también en la inmensidad de iglesias americanas, el apelativo no resulta extraño.
Él y su compañero mexicano-californiano son los únicos católicos que han acudido a la humedad del río que fluye a los pies del mítico Álamo, más concretamente, a la catedral del Rito Escocés, un calco de un templo octástilo corintio sobre un zócalo que le sirve de monte Olimpo. Unos días cumple su función inicial de macrologia para albergar los capítulos del Sur del Estado, y otros acoge obras de teatro, conciertos, exposiciones, seminarios y conferencias. A todos los actos acuden sin falta dos convidados de piedra, George Washington y Sam Houston, esculpidos en el frente para que no pierdan ninguna de las sesiones de la fraternidad a la que pertenecían. La rigidez de su rostro nos dejará con las ganas de ver qué cara ponen al ver a una de las principales atracciones a este evento, Nadia Bolz-Weber.


Es la predicadora de la f* word y de todo un repertorio de tacos, la de los gags y la soltura sobre las tablas que le dieron sus años como monologuista. Pero sin que abra la boca, ya llaman la atención sus 1,85 cm de altura, su cuerpo de gimnasio y su piel, de la que no queda un resquicio sin cubrir de tinta. El alcohol y las drogas la rompieron, pero seguía creyendo en Dios, aun dentro del ambiente más queer. Nadia, que pensaba que los excesos se la llevarían por delante antes de los 30, ahora recorre el mundo como predicadora y conferenciante, además de seguir atendiendo a la feligresía de la iglesia que fundó, la Casa para todos los pecadores y santos, en Denver, Colorado.
Hoy es conocida como la predicadora de los outsiders y aún se sorprende cuando ve entrar a gente normal en su iglesia, pero el último niño transgénero que se incorporó dice que se alegra de ver a gente como sus papás, ya que ellos le rechazan. Seguramente el pequeño también se sienta comprendido por Stuart, el predicador drag queen, Minister of Fabulousness. Un tercio de su grey particular está formada por homosexuales y transexuales.
Los decálogos de Homilética, como de Oratoria general, indican que las homilías deben, sin perturbar el mensaje, amoldarse al público/oyente/devoto/señor-que-acompaña-a-su-esposa, y cuánto más en un país en el que la competencia es implacable y los mensajes religiosos son omnipresentes, ya sea en los rótulos de neón a la entrada de las iglesias, ya tratando de captar la atención del conductor –esperemos que sin provocar un encuentro temprano con San Pedro-. Un anuncio en concreto, un panel gigante con únicamente un God listens, permanece aún hoy grabado en la retina, como el cartel del optometrista del Gran Gatsby.
Cuando el camino está despoblado y los estímulos visuales se reducen al mínimo, pasan menos desapercibidos. Millas y millas por carreteras solitarias tras atravesar el condado Comanche de cabo a rabo, diez horas al volante sin salir de Texas. No hay nada, ni señal de GPS. La línea continua del arcén sólo se pliega para marcar de cuando en cuando la entrada a un rancho… y una cowboy church, inconfundibles con su cruz hincada en la llanura, junto a un granero y a una arena de rodeo. Las estaciones de radio alternan entre rockabilly, country clásico y esa aberración de pop-country actual que triunfa en las grandes ciudades, pero que no ha conquistado el Far West. Un momento: la letra es una alabanza a Dios –los versos anteriores eran una loa a su caballo-.
La talla juxta crucem de un sombrero gigante me recuerda al buen tipo que observé en trance en la Iglesia de Lakewood, en Houston. Fuera de sí, escuálido como Lucky Luke, con las manos apuntando al cielo y lanzando alabanzas sin cesar. Lo he sacado del contexto al recordarlo, como si lo hubiera sentado en el asiento del copiloto y se quejara de no poder saltar y gritar. Qué más quisiera yo que tener un descapotable, aunque sea por otras razones.


Y sin embargo, aquellos fines de semana que fui a Lakewood no desentonaba su presencia; de hecho, desde el escenario se nos animaba constantemente a orar con el cuerpo, a no contenernos para no dejar de parecer personas serias, professionales. El miedo a que la que desentonara, en todo caso, fuera nuestra garganta, sería también irrisorio: la voz se diluye entre las de los miles de fieles congregados en la sede, el antiguo Compact Stadium que se estrenó con un concierto de The Who en 1975 y que hasta hace no demasiado era la casa del equipo de baloncesto de la ciudad, los Houston Rockets.
Por él pasaron grandes como los Bee Gees o Michael Jackson, pero la música no se mudó cuando los fundadores de esta iglesia, la familia Osteen, se hicieran con el edificio tras verse desbordados de fieles. Cañones de luz iluminan un escenario enmarcado por gradas frontales en las que se sitúa de pie un coro de animadores. Al tiempo que baja la intensidad de la luz, se encienden las máquinas de humo, y las caras de los cantantes aparecen iluminadas en pantallas gigantes repartidas por el cielo del estadio, réplicas del bebé-sol de los Teletubbies. Comienza un puro concierto con tonos de rock o de balada, estribillos que se manducan despacio y que se interrumpen con gritos que animan al sing along: todas las letras se proyectan, pero parezco una de las pocas que necesitaría leerlas para cantar.
Una entre las miles de personas que estamos aquí, distribuidas en tres pisos, todas volcadas hacia lo que en su día sería la cancha principal. Es sólo uno de los seis servicios dominicales –el siguiente será en castellano-. Se ven algunos claros entre los 17.000 asientos, y se debe sin duda a que hoy no predican los renovadores de Lakewood, Joel Osteen y su esposa Victoria. Mi acompañante no oculta su decepción cuando se anuncia a la presentadora del servicio, Lisa Osteen –en realidad Lisa Comes-: empezáis a ver un patrón de consanguinidad, y buscar fotos os reafirmará en vuestra idea.


Lisa no lleva esas joyas grandes y centelleantes por que hayan sido las primeras que ha tomado del joyero. Un vestido elegante y muy sobrio, aderezado con brillo y una sonrisa constante. Llamémoslo branding si queremos ser pedantes, pero lo cierto es que su imagen compendia dos pilares de la fe de esta iglesia, que al igual que los diez mandamientos se reducen a dos: la felicidad y la riqueza, basadas ambas en Dios.
Fui a Lakewood por motivos acumulativos. Los primeros meses en Houston conducía más temerariamente de lo habitual en el tramo de la carretera que pasa por delante, en pleno corazón de la ciudad. Estás acostumbrado a ver pequeñas iglesias en todas las calles, de mil y una denominaciones, y dentro de ellas, destinadas a tal o cual grupo social, pero no a semejante edificio. No pasó mucho tiempo hasta que noté que aquí, la que ya es la ciudad más multicultural de todo Estados Unidos, me topaba constantemente con parroquianos, cuya única matriz común observable es que no eran de todo pelaje, sino sólo “gente bien”, y de los orígenes más variopintos: el neoyorquino que probó y probó iglesias en Houston al mudarse hasta que aterrizó aquí, el entrenador personal y life coach de millonarios, el joven asiático activista del GOP, o personas que observas en los cafés viendo vídeos y leyendo material de los Osteen.
Me dieron la aguijada definitiva en San Antonio, cuando los sacerdotes católicos me hablaron de la repercusión de Lakewood en todo el país, especialmente desde que Oprah Winfrey comenzara a dejarse caer por aquí, entrevistara a Joel, promocionara su libro y –lo que no se ve- inyectara generosos donativos. Anda también detrás de John Gray, el predicador de hoy.
Nada más entrar al templo, me indican que vaya a la sala de bienvenida, en la que un grupo de top models afroamericanas –bien podrían haberlo sido- saludan y acogen a todos los que van a Lakewood por primera vez. Pauline llegó a Houston con lo puesto después de ver cómo el tejado de su casa ascendía hacia el cielo de Nueva Orleans. Hoy es mi prayer partner, lo que significa que esta afro con el cuerpo y el estilo de Iman Bowie rezará por mí durante toda la semana. Es el día de mi fresh start, el comienzo de mi nueva vida, me dice en el comité de bienvenida cuando afirmo que es la primera vez que vengo. Entrelazamos las manos y entra(mos) en una oración martilleante en la que intercala su historia, ejemplo del poder de un Dios que quiere nuestro éxito: de sus pasos con el agua a la cintura durante el Katrina a trabajar en el downtown en el puesto con el que soñaba al llegar aquí. Los milagros existen, rezará por que sea receptiva a ellos.
Es el tema de la prédica de hoy. Como introductor subió al escenario un visitante especial, el Dr. Paul Osteen, otro de los hermanos. Cuando murió el fundador de la inicialmente pequeña Lakewood, su padre, sintió que debía dejar su carrera como reconocido cirujano para ayudar en la iglesia, pero finalmente ha combinado ambas vocaciones: pasa la mayor parte del año con su esposa y sus cuatro hijos en misiones médicas en los lugares más conflictivos del planeta. Con su excelente oratoria, contó un puñado de anécdotas en las que Dios ha hecho milagros a través de su equipo médico: niños en Siria, ancianos en Zambia…
Con el cuerpo removido, el sermón de John Gray, que más bien recordara a un espectáculo cómico, fue chocante. El concierto inicial y el tono jocoso pintaron una muesca en mi cara cuando el pastor se refería a otras iglesias como buscadoras de espectáculo. Y es que se trata de jugar con las emociones, el paso de las lágrimas –que el mismo Osteen dejó escapar- a la carcajada a mandíbula batiente, los chistes y bailes y golpes de efecto del pastor, el pedir a los asistentes que repitan una determinada palabra varias veces, las apelaciones a familiares… y la intercalación de versículos bíblicos a voluntad, ya que no tienen un calendario litúrgico que les indique sobre qué textos predicar.
Todas las homilías comienzan con la audiencia levantando sus biblias o sus móviles –siguen la lectura en la app de Lakewood-. En la librería del piso superior pueden comprar la biblia de mujeres, la biblia del bombero o la del oficial de policía. Con ellas apuntando al cielo, todos recitan al unísono:
This is my Bible. I am what it says I am. I can do what it says I can do. Today, I will be taught the Word of God. I boldly confess: My mind is alert, my heart is receptive. I will never be the same. I am about to receive the incorruptible, indestructible, ever-living seed of the Word of God. I will never be the same. Never, never, never. I will never be the same. In Jesus name. Amen.
Es un momento solemne, una declaración de fe que sirve como signo de identidad, y todo se detiene en la iglesia. Incluso las filas de gente que pide oraciones a los voluntarios de Lakewood -4000 semanales en distintas funciones- dejan de cuchichearles sus necesidades, pero podrán pedir su intercesión también en la web o en la app. En su literatura, los folletos del pack de bienvenida, leemos a toda página: Santiago 5:16, Confesaos vuestras ofensas unos a otros [not just to God] y orad unos por otros, para que seáis sanados, para justificar esta práctica de confesión con un miembro de la iglesia. Los corchetes, por supuesto, no están en la Reina Valera.
Se configura un sentido de pertenencia a una comunidad, y se cuida a través de las homilías, como el pastor Gray hizo aquel día: ¿Me decís que no hay milagros? ¡Mirad a vuestro alrededor! Cada persona tiene unos rasgos distintos, cada persona procede de un rincón distinto del mundo –ofrecen servicios de traducción y una gran parte de los actos son también en español-. ¿No es Lakewood un milagro? ¿No es un milagro que tengamos estas maravillosas instalaciones?
Precisamente este edificio es una muestra de la controversia en torno a Lakewood, de sus controvertidos abultados caudales y, sobre todo, de las ideas que transmite, las ideas que atraen semanalmente a 52.000 creyentes en el evangelio de la prosperidad y que la han convertido en la mayor congregación de Estados Unidos. Sus sermones se televisan en más de cien países, con una media de siete millones de espectadores a la semana, y sus publicaciones, especialmente los libros de Joel y su esposa Victoria, se convierten automáticamente en superventas. La financiación de la iglesia es un tema recurrente en las numerosas entrevistas que han hecho a Joel, El pastor de la sonrisa. Sus estudios universitarios de producción de televisión le enseñaron, dicen sus críticos, a forjar su embaucamiento, sus tácticas farisaicas para parecer santo y bueno.
Lo cierto es que en las entrevistas capea las preguntas incómodas, como las de Oprah, sin perder su indefectible gesto. Asegura no percibir ni un dólar de la iglesia –nutrida por el diezmo de los fieles y por otras donaciones-, sencillamente porque no lo necesita. Llena estadios en sus charlas –como el de los Yankees-, llegan a pagar 200 dólares por escucharle, vende millones de libros, y hasta puede acompañarte todo el día si descargas sus podcasts. Cuando Winfrey –quien, por cierto, se ha dejado caer más de una vez por la iglesia– le pregunta por los fastos de la casa en la que están, responde que no tiene que disculparse por tener una buena casa. Su familia dona millones, y estas comodidades son una bendición. El dinero no debe ser el centro de tu vida, el dinero debe ser una bendición para los demás.
En Lakewood se predica la prosperidad, ¿porque qué tipo de dios querría que fueras pobre y no salieras adelante? En palabras del pastor, la prosperidad, el éxito económico, trae también paz espiritual y salud corporal. La Biblia quiere que tengamos vida en abundancia y que seamos una bendición para los demás. Y no veo que pueda ser una bendición si soy pobre, estoy deprimido y no me siento bien conmigo mismo.
Las críticas a la mundanidad de sus interpretaciones bíblicas están más que servidas. En teoría, su misión consiste en lanzar al mundo una red de esperanza en un país en el que muchos se han criado bajo el dogma, abatidos por la culpa. Cada uno sabe lo que ha hecho mal, no necesita mensajes negativos, sino empowerment. Y hay dos palabras mágicas para conseguirlo, según predica en su libro más vendido: I am.
Obtendrás aquello que pronuncies tras esas dos palabras, o una en castellano. Ésa es la base de su mayor éxito en librerías y de su cada vez mayor feligresía, la autoayuda y el pensamiento positivo. El sentido común recomienda que a la repetición de estas ¿mantras? ¿jaculatorias? se una la explotación de la iglesia como red de contactos y el máximo aprovechamiento de las clases de economía y administración de empresas que ofrecen en el campus.
“I am blessed. I am prosperous. I am successful. I am victorious. I am talented. I am creative. I am wise. I am healthy. I am in shape. I am energetic. I am happy. I am positive. I am passionate. I am strong. I am confident. I am secure. I am beautiful. I am attractive. I am valuable. I am free. I am redeemed. I am forgiven. I am anointed. I am accepted. I am approved. I am prepared. I am qualified. I am motivated. I am focused. I am disciplined. I am determined. I am patient. I am kind. I am generous. I am excellent. I am equipped. I am empowered. I am well able. I am a child of the Most High God”.
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