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El gran insomnio americano

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A lo largo de este enero tuve la oportunidad de recorrer los 600 km de autopista costera HW1 que separan San Francisco y Los Angeles acompañado de mi primo, compadre de aventureos y fiel mirmidón afincado en Lubbock (Texas) por algún motivo.

Nos lanzamos a la carretera con actitud entre irónica y sacramental, a la caza de clichés oxidados, alitas de “pollo”, smoothies supersize y otros vicios ahora amparados por las leyes de California. Y lo cierto es que en la carretera está la quintaesencia del estilo americano. El coche representa atributos del héroe estadounidense -independencia, éxito personal-, y, a su vez, de la nación entera -su músculo industrial-. El automóvil es reflejo de las inmensas dimensiones geográficas del país y consecuencia de la historia de un pueblo que encontró su identidad a través de carreteras interminables cruzadas por carromatos y caballos de hierro en dirección al Pacífico.

A lo largo del santoral de pueblos arrimados al camino -Santa Cruz, Monterrey, San Luis Obispo, Santa bárbara, Malibu y Santa Mónica- y maravillas naturales al margen, nos cruzamos siempre con los mismos clásicos: cuatro carriles, aceras vacías, pick-ups como camiones, moteles regentados por indios, tanques de café diluido en proporciones homeopáticas y franquicias; franquicias todo el rato. Llama mucho la atención el pésimo estado de las carreteras, repletas de baches, en contraste con el enorme despliegue de infraestructuras por todo el Estado. Un sistema homogéneo y desmejorado, de usar y tirar, que aún recuerda a la precariedad de aquellos de pueblos del oeste de John Ford. Es como un mosaico de poblaciones idénticas formadas por recortes de estereotipos, quizás fruto de un país que creció demasiado deprisa con una idea comercial -la fiebre del oro- y un principio filosófico -el Destino Manifiesto– cómo único referente común.

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Los Angeles nos recibió con una lluvia de acero mas cercana a Blade Runner que a los Beach boys. Bajar el Mulholland Dr. bajo esa atmósfera plomiza fue como darse de bruces con el lado oscuro del sueño americano. Tras llegar a un destartalado hostal con olor a pino raro, gestionado por una panda de dealers y aspirantes a dios del trap decidimos trasladarnos a un hotel más caro. Al día siguiente, el amanecer seguía gris cuando visitamos el paseo de la fama de Hollywood. Caminando por la trasnochada y ojerosa Sunset Bulevard, hogar de los gigantes del Hollywood dorado, se entiende de qué hablaba la película El Crepúsculo de los dioses; la sensación de decadencia y sobre todo, de profunda soledad.

A pesar de la gran atracción conque me sedujo, Los Angeles es desangelado y chungo. La avenida encarna con fidelidad esa sensación de vacío y soledad que venía sintiendo todo el viaje en cada ciudad, a cada bache y cada acera, representada por la escandalosa cantidad de desamparados, hobos, y demás almas a la deriva a los que la soledad ha rematado con dureza. Aquí llegan en invierno los patos que buscaba Holden en El guardián entre el centeno, almas a la deriva amarradas en cada farola. Resulta desconcertante la mezcla entre desarrollo High-Tech y el aspecto segundomundista que proyectan las grandes ciudades californianas. Un liberal como yo echaba en falta un poco de sector público y de Estado del Bienestar. La soledad es el desecho contaminante del modelo empresarial americano, la cara menos épica del hombre hecho a sí mismo y que no necesita nada de nadie. La del contrato social en su versión más cruda.

De la mezcla entre el relato de carretera y la marginación surge el imaginario estadounidense; el country-folk de Dylan o Johnny Cash, las cafeterías muertas en los cuadros de Hopper o el desamparo de las novelas de Salinger y Steinbeck recogen la agonía del hombre apartado del sistema, que sale a la carretera para encontrarse a sí mismo en un mundo del que sólo puede hablar desde el cinismo o la aspereza de aquel que una vez tras otra se choca con la sordidez.

En las sociedades europeas, la mitología y los relatos grecorromanos y judeocristianos sirven como anclaje y raíz de su modelo social y económico. En EEUU, da la curiosa sensación contraria: frente a las promesas de libertad y prosperidad del modelo americano, el mito estadounidense surge precisamente a espaldas del sistema, como un Prometeo insomne y errante fuera de la inquieta mirada REM del sueño americano.

No sé si será por sus imponentes entornos naturales, por Hollywood, la dieta hipercalórica o por mis propias convicciones, pero siempre he respetado la cultura estadounidense. Ahora mi visión se ha visto trastocada y a la vez refundada por todas esas inconsistencias; entre progreso y precariedad, libertad y puritanismo, sueño e insomnio, que construyen este país inmenso y salvaje que nunca deja de sorprenderme.

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