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En el arca del General Hospital de Southampton

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Cuando entré en el General Hospital de Southampton, lo primero que hice fue perderme. Llegaba desde una ciudad de provincias española, con varios títulos universitarios de dudosa utilidad y un inglés de jelou y jau arr you. Desde entonces han pasado más de cuatro años, cuando todavía se decía: «¡Salid, formaos mientras dure la crisis y volved con experiencia!» Confiando en aquella promesa  tan difusa, y dispuesto a trabajar en lo que fuera, comencé limpiando los suelos y recogiendo las basuras de este hospital. Así, cada día en una planta distinta, no tuve más remedio que  aprenderme cada rincón de esta mole como la palma de mi mano. Tanto, que cuando me convertí en auxiliar de enfermería -aquí no se requiere ninguna formación específica- pude recitar de memoria cada una de sus unidades. Aunque, por muy grande que sea, lo que más impresionaba era su ritmo, como una ciudad dentro de la propia ciudad. Ahora, desde que ha estallado la crisis del Coronavirus, todo es muy distinto.

Poco a poco, el General Hospital ha perdido velocidad, como un buque antiguo al que los maquinistas han dejado de alimentar. En la entrada principal, la cafetería de Mark & Spencer y el restaurante Subway han cerrado, mientras que Costa Cofee ofrece únicamente bebidas para llevar. Quedan abiertas la cantina, infatigable a la hora de servir huevos, salchichas y pescado rebozado con patatas; un pequeño supermercado para compras de urgencia tipo leche, platos precocinados y bollería industrial (desde donuts rellenos de mermelada a unas tejas con albaricoque pasando por el sobrio pretzel alemán); y un quiosco que incluye un periódico editado en polaco, muchísimas revistas (jardinería, política, automóviles…) y libros en ediciones de bolsillo. También ofertan una notable variedad de chocolatinas, que conviven pacíficamente con una estantería de manzanas y plátanos a 59 peniques la pieza. Estos comercios son suficientes para satisfacer las necesidades y los antojos de los más de diez mil empleados que, en diversos turnos, trabajamos en este hospital.

Las visitas de familiares se han restringido y prácticamente nadie ajeno al NHS (National Health Sistem, el Sistema Nacional de Salud británico) puede entrar en esta arca que, de momento, ha de mostrarse recelosa y huraña. Para controlar los accesos, en cada puerta hay una pareja de jóvenes, a veces con un chaleco amarillo, ante quienes mostramos nuestra identificación. Tienen cierto aire de desgana, como si los hubieran forzado a madrugar en domingo para escuchar misa. Pertenecen al Comunity Service: han tenido algún problema con la policía y éste es el trabajo social que cumplen como servicio a la comunidad. No es raro que los acompañen, más con camaradería que como guardianes, algunos venerables voluntarios de la League of Friends. Esta ONG del hospital, integrada por jubilados, se dedicaba a repartir chocolatinas y diarios a los pacientes, y contaba con distintos guías esparcidos para ayudar a los visitantes perdidos y asfixiados por las aglomeraciones. En estas circunstancias, tal servicio carece de sentido.

En los pasillos no hay bullicio ni atasco, y es tanto el sosiego que si alzas la voz el eco cruza de una punta a otra. Antes, aventurarse en ellos a la hora punta era practicar un slalom que dislocaba la cadera y fundía la rótula para al final quedarte sin medalla: se podía adelantar a la pareja de enfermeras que conversaban, superar sin problemas al paciente en silla de ruedas con derrotero diagonal pero…no, al final te encontrabas con un trolley con entregas de material y no había nada que hacer, sólo aguantarse y esperar con resignación hasta conseguir llegar a los ascensores. Una vez allí, lo más probable es que al menos uno o dos de los cuatro que son de estricto uso sanitario estuviera ocupado por un paciente que se trasladara. Ahora hay que tener bastante mala suerte para encontrarse una estampa similar.

En las plantas, las habitaciones compartidas de cuatro, de seis y hasta de ocho pacientes muestran cada vez más claros. No hay admisiones, el ritmo es cada vez más suave, el ruido de fondo es menor y el alboroto ha dejado paso al bisbiseo, como si no se quisiera interrumpir la siesta de los pacientes. Las plantas más diligentes están ya prácticamente vacías y su paisaje parece una plantación de camas con las sábanas y las mantas muy bien planchadas. Se necesitan las más de mil que alberga el hospital, todas.

Por cada paciente que recibe el alta no entra ninguno en su lugar. Las cirugías torácicas, ortopédicas, pediátricas…todas han sido pospuestas sine die y quienes han esperado 20 semanas tendrán que añadir unas cuantas más hasta ver atendidas sus necesidades. Los treinta y un quirófanos y sus contiguas salas de anestesia están paralizados y sólo se operan emergencias, casos extremadamente graves u operaciones tan sencillas que sean incluso bajo anestesia local. Cada uno de ellos tiene un ventilador, por lo que suman sesenta y dos, que serán distribuidos en otras unidades. Los preparativos obedecen al objetivo de incrementar el número de camas de cuidados intensivos: de 55 a 250. El personal de quirófano y recovery, unos 630 entre quienes me encuentro, también será desplegado por otras plantas.

Las imágenes de Italia y las noticias de España nos preceden: caos, colapso y saturación. Los responsables quieren estar preparados. Si Londres se convierte en una nueva Lombardía o en otro Madrid, se recibirán pacientes para descongestionar la capital. Siempre que la propia región no se desborde: este complejo atiende a 1.9 millones de personas de Southampton y el condado de Hampshire, y sus especialidades cubren a más de tres millones del suroeste de Inglaterra y las Islas del Canal.

–Pero tantas camas…y los ventiladores, y las enfermeras… ¿eso es realista?

Es la pregunta que le hago a mi jefa, en la unidad de reanimación en la que trabajo. En puridad, no es la Jefa Máxima, sino la mano derecha de la que manda, la siguiente en el escalafón y quien, de facto, nos gobierna con auctoritas.

–Nos van a dar cursos y trabajaremos por equipos cuando nos convirtamos a una UCI. Everything will be fine…Todo irá bien….

Ella no lo sabe, pero su mantra optimista es el mismo que se ha repetido en los países más azotados por el Coronavirus en el intento de levantar el ánimo pese a las cifras oficiales y las previsiones. Compruebo en el ordenador la lista de operaciones del día siguiente y sólo hay tres: una de espalda (en las cervicales) y un par más en el cráneo, como corresponde a este rincón de neurocirugía. Al tiempo, recibo un correo en el que me informan del horario de los distintos cursos.

Se ha frenado el ritmo para poder cambiar de rumbo y afrontar la tempestad lo mejor posible. Y para aguantar, cueste lo que cueste, hasta que en el exterior retrocedan las aguas.

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Quise ser periodista pero he descubierto que lo mío es hacer tés. Como decía Machado, 'quien habla solo espera hablar a Dios un día'

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