Cuando entré en el General Hospital de Southampton, lo primero que hice fue perderme. Llegaba desde una ciudad de provincias española, con varios títulos universitarios de dudosa utilidad y un inglés de jelou y jau arr you. Desde entonces han pasado más de cuatro años, cuando todavía se decía: «¡Salid, formaos mientras dure la crisis y volved con experiencia!» Confiando en aquella promesa tan difusa, y dispuesto a trabajar en lo que fuera, comencé limpiando los suelos y recogiendo las basuras de este hospital. Así, cada día en una planta distinta, no tuve más remedio que aprenderme cada rincón de esta mole como la palma de mi mano. Tanto, que cuando me convertí en auxiliar de enfermería -aquí no se requiere ninguna formación específica- pude recitar de memoria cada una de sus unidades. Aunque, por muy grande que sea, lo que más impresionaba era su ritmo, como una ciudad dentro de la propia ciudad. Ahora, desde que ha estallado la crisis del Coronavirus, todo es muy distinto.
A lo largo de este enero tuve la oportunidad de recorrer los 600 km de autopista costera HW1 que separan San Francisco y Los Angeles acompañado de mi primo, compadre de aventureos y fiel mirmidón afincado en Lubbock (Texas) por algún motivo.
Desde que estoy aquí (Lagos, Nigeria), observo los movimientos sospechosos y rápidos cerca de la cocina. Antes, pensé que se trataba de un error óptico de mi parte o que me imaginaba algo inexistente. Pero luego vi con mis propios ojos que los movimientos en cuestión son de las ratas.
Una vez que me di cuenta del asunto con claridad, cogí mi cámara de fotos. Quería, absolutamente, inmortalizar esos bichos en una foto. Sin embargo, después de unos días intentándolo, no conseguí nada. Las ratas de mi casa son tan rápidas y tan asustas que no se dejan sorprender. Pasan a veces a mi lado corriendo tanto que no hay manera de sacarles una foto. Sigue leyendo
Maximiliano tiene 10 años y de mayor quiere ser piloto. Sin embargo, es probable que nunca cumpla su sueño. Tiene miedo a las alturas, pero le gusta la idea de volar, aunque nunca lo haya hecho. Vive en la Villa 15 de Buenos Aires (Argentina), aquella conocida como Ciudad Oculta. La misma que el Gobierno tapió para esconder la miseria local a los ojos de las Olimpiadas de 1956. Reside en una obra a la que un europeo no podría llamar hogar. Cerca del fantasma de un viejo hospital que nunca llegó a construirse, y que, desde 1941, solo se ha usado como refugio para muchas personas. Nadie sabe una cifra exacta, no hay censos. Tampoco interesan. Al menos, de momento. Sigue leyendo
Mi amigo es sacerdote católico en Los Ángeles. Mi amigo está infiltrado en un congreso nacional de Homilética en San Antonio, Texas. No oculta, en realidad, su condición ad aeternum; de hecho, un corta-pega traicionero le hizo registrarse con un Fr. antecediendo su apellido. Pero al fin y al cabo, cuántos feligreses se sienten vinculados filialmente a sus pastores también en la inmensidad de iglesias americanas, el apelativo no resulta extraño.
Él y su compañero mexicano-californiano son los únicos católicos que han acudido a la humedad del río que fluye a los pies del mítico Álamo, más concretamente, a la catedral del Rito Escocés, un calco de un templo octástilo corintio sobre un zócalo que le sirve de monte Olimpo. Unos días cumple su función inicial de macrologia para albergar los capítulos del Sur del Estado, y otros acoge obras de teatro, conciertos, exposiciones, seminarios y conferencias. A todos los actos acuden sin falta dos convidados de piedra, George Washington y Sam Houston, esculpidos en el frente para que no pierdan ninguna de las sesiones de la fraternidad a la que pertenecían. La rigidez de su rostro nos dejará con las ganas de ver qué cara ponen al ver a una de las principales atracciones a este evento, Nadia Bolz-Weber. Sigue leyendo
Este relato está inspirado en conversaciones, fotografías, costumbres y contemplaciones recogidas por el periodista Manuel Gonzalez, quien estuvo en La Habana,en casa de Miguel y Paola (nombres ficticios a petición de los protagonistas), durante tres semanas a principios de 2014.
22.50 de la noche. La Habana, Cuba.
A punto de alcanzar las once de la noche, la oscuridad va ganando terreno a la vida de La Habana. La ciudad aún resiste con luces que alumbran calles y asoman por las ventanas de los edificios viejos y desgastados de la Habana Centro. Por esas mismas ventanas se escapa el sonido de algún bolero, de un narrador omnisciente o la emoción de la telenovela. Por esas ventanas se asoman soñadores, enamorados que cuchichean en la distancia y algún vecino con pocas ganas de dormir.
A través de una de esas ventanas se puede ver a un hombre. Miguel cumple fiel con su costumbre de esperar al sueño sentado en el butacón del salón. Lo hace mirando a la televisión, vestido con el pantalón y las chanclas de todos los días y fumando el mismo tabaco que ha fumado toda la vida.
Todo está como siempre. Miguel aún saborea el regusto de la cena, que es la misma de siempre. El aire suelta la brisa marina en el marco de la terraza, donde se corta en un silbido susurrado. Pero como es el mismo sonido de siempre, Miguel ya no lo oye. Nada dista de cualquier otro día en la vida de Miguel. Nada en ese día familiar ha advertido a Miguel de lo que vivirá esa noche. Una noche que recordará para siempre.
Una cara de siempre irrumpe en la televisión. Esa cara mira para donde nunca miró. Le mira a él. Miguel se siente intimidado y se incorpora en el asiento. Ese rostro familiar que se toma tanta confianza con Miguel lanza un mensaje. Unas palabras que cambiarán para siempre lo que para Miguel significó, durante toda su vida, la palabra ‘siempre’.
“El barbas ha muerto”, se dice Miguel para sí. Trata de repetirlo en voz alta, pero apenas logra susurrarlo. Se pone en pie y se precipita sobre el mando de la tele que está encima de la mesa. El cigarro se tambalea en su boca, pero él no se da cuenta. Sube el volumen a toda velocidad.
— “¡Paola!”- grita sin levantar la cabeza del televisor – “¡Paola!”- Está excitado, el tiempo se detiene o va demasiado rápido. El emisor del mensaje, Raúl, habla con palabras de plomo, saboreando cada pausa, pero a Miguel todo le parece un destello, como si medio siglo se concentrara en siete palabras.
Miguel sale corriendo a la habitación. Al llegar, asoma la cabeza por la puerta .
— “Paola!” – que está sentada de espaldas en la cama, doblando la ropa, ladea la cabeza por encima de la chepa. – “el
Barbas” – dice Miguel, que se toma un respiro para abrir bien los ojos. Ahora sí, Paola gira el cuerpo. Entonces, Miguel saborea el momento y deja que la historia salga de su boca: “ha
muerto”.
Paola se levanta como un resorte. Sus manos se abren y la ropa cae por el suelo y la cama. Arranca cojeando, casi a saltos por su discapacidad, hacia el salón. No quiere llegar tarde a la historia. Allí ya está Miguel, de pie, inquieto frente al televisor. Paola mira al aparato con los ojos vidriosos. No sabe si de alegría, de esperanza o por ver un sueño cumplido. Un sueño que tantas veces aterrizó sobre su cabeza; de día, de noche, de joven y de adulta. Un sueño que podía verse en sus ojos perdidos, y que ella tantas veces había visto en los de cualquier otro. Un sueño que había tenido mil sabores, pero que ahora, convertido en realidad, no correspondía a ninguno de los imaginados.
El cubano lleva 62 años acostándose con la tranquilidad de saber que al día siguiente todo seguiría igual.
Miguel se acerca suspirando éxtasis o nervios, ni él ni Poala saben aún muy bien el qué. Se para frente a ella, que aún no está del todo ahí. Esboza una sonrisa, no se sabe quién a quién primero, quién se la pega a quién. El caso es que los dos sonríen.
Miguel se apresura sobre la ventana, echa un vistazo a un lado y a otro. La calle está desierta, como si la ciudad se hubiese rendido estrepitosamente a la noche. Corre la cortina y vuelve con Paola.
— “Esto hay que celebrarlo” – dice en bajito mientras la envuelve en sus brazos. Ella se deja caer sobre él y la pareja queda petrificada, apoyado el uno sobre el otro.
La incredibilidad da paso a la reflexión y ésta al cariño. Poco a poco empiezan a mecerse, a acariciarse y a besarse. Un movimiento lento, al que pronto acompaña una carcajada silenciosa que acentúa el brillo en sus ojos. Por un instante sienten un profundo desahogo. Se besan, dan vueltas sobre sí mismos como si bailaran en silencio por miedo, o por festejar algo que deseaban desde hace tanto tiempo, que ese tanto, es un siempre.
El cubano lleva 62 años acostándose con la tranquilidad de saber que al día siguiente, salvo catástrofe, todo seguiría igual. A más del 80% de la población siempre le ha acompañado una misma canción sin letra, que hoy, en frío y sin aviso, se toca públicamente. Pero es un sabor extraño, dan ganas de reír por la emoción de ver un imaginario hecho realidad, pero ¿cómo asimilar de repente que hoy es el día? El día en que tras toda una vida con un regalo enfrente, llega el momento de abrirlo. Ese día del que tanto oíste hablar pero que nunca nadie pronunció. Han llegado al futuro. Lo que no sabían es que ese futuro, tan cierto como aparentemente inalcanzable, es ahora un presente incierto donde nada cambia, salvo que desde esa noche, caminan por el limbo de la incertidumbre de no saber qué pasará mañana. Eso contenía el regalo, un sabor que el cubano ya había olvidado; el de la incertidumbre.
Lo malo de esperar toda la vida a un acontecimiento es que cuando llega, igual has olvidado en qué consiste. Ya no sabes si quieres lo que querías, o si directamente no sabes lo que quieres. Pero eso es un sobrevuelo que dejará la semilla de la incertidumbre para la resaca del mañana. Al menos para Miguel y Paola.
Bailan por los que ya no están. Bailan, porque no saben si después podrán bailar.
Miguel saca la botella de ron. La abre rápido, entre miradas jóvenes, llenas de ilusión y alegría; de risas susurradas, de sonrisas silenciosas y atontadas. Bailan a su ritmo. A su son. Con los pasos que siempre han acompañado su alegría. Pero hay una diferencia, esta vez es más lento. Es en silencio. Están saboreando que el momento ha llegado. Un momento histórico que, de momento, solo sabe a incertidumbre. Pero ellos bailan, porque no hacerlo significaría traicionar a tantos y a tantas veces que se prometieron que lo harían. Bailan por los que ya no están, por los que se fueron y por los que desaparecieron. Bailan por la muerte de un dictador, por la posible muerte de un sistema, por el imaginario hecho realidad y por la posibilidad de soñar. Bailan, porque no saben si después podrán bailar. Bailan por la incertidumbre, y ese baile, es un baile lento que media Cuba no bailará jamás. Pero que tanto los que bailen como los que permanezcan sentados, con lágrimas en los ojos, estarán más próximos de lo que piensan. Ambos se encontrarán en la pregunta de qué será ahora de tí Cuba; qué será de tu tierra, de tu futuro y lo que más les preocupa: qué será de nosotros, tu gente.
Quizás bailarán pensando en que el día de mañana se hablará en pasado de ese día. Una fecha que se escribirá en mayúsculas y que dará pie a mil historias y novelas. Un día que se estudiará en colegios y Universidades, no solo de Cuba, sino de todo el mundo. Se hablará de que en los días siguientes miles de personas hicieron cola para despedir a un dictador, a un ideólogo o a un revolucionario; para ver el pasado hecho cenizas y para no ver ya nunca más la barba de la Revolución. Se dirá que en esos días salían correos de Cuba al resto del mundo bajo el título de “Aquí nada se puede decir”. Pero quizá nunca se sepa que en aquella noche para la historia, Cuba saboreó la incertidumbre y bailó en silencio.
Al igual que ocurre con Sócrates, esta es una pregunta difícil sino imposible de responder. Es tal la riqueza de su legado que filósofos tan distantes entre sí como Jacques Derrida o Cornelio Fabro han visto en Kierkegaard un interlocutor imprescindible. Hermano Kierkegaard, le llamaba Unamuno a principios del siglo pasado mientras que las dos figuras decisivas de la filosofía del siglo XX, Heidegger y Wittgenstein, reconocen su influencia, como también los dos grandes de la teología cristiana, protestante y católica, Barth y Balthasar. Kierkegaard está más que presente en Ordet, tal vez la mejor película del genial Dreyer, así como en el cine de Bergman y, por acercarnos a nuestros días, nos lo encontramos también en las películas de Terrence Malick, los guiones de Charlie Kaufman o las series de David Milch. Sigue leyendo
Nada más poner los dos pies en la salida de Benito Juárez, a lo lejos, tras terminar la fila de taxis -ahora los hay rosa también- hay un puesto de tacos. Res, lengua, tamales, con suerte algo de carnitas con su cebollita y cilantro. Seguro que esa última combinación, con algo de chipotle, debe picar. Y mucho. Al lado de las salsas una caldereta vieja, humeante, suma sus vapores a la pelota climática del Distrito Federal; donde el ruido y las pestes de los casi diez millones de autos tapizan el atardecer con un color que trae nostalgia de costumbres muertas.
Tras una cola sempiterna, a ritmo de banda, cuero negro y perfume de gasolinera, avanzamos bajo la atenta mirada de diputados federales de todas las siglas. Perredistas, Panistas, Priistas y de La MORENA de López Obrador. En México, como en los pueblos castellanos de España, las paredes y la carcoma amarillenta del tiempo parecen indicar que siempre se está votando o repitiendo una misma votación. Sigue leyendo
Llevamos cuatro días en Marruecos y no siento nada.
Sé que he vivido mucho desde que salí de casa. He cumplido, a un puñado de kilómetros de Tánger -casi a la primera de cambio- con el propósito originario de mi aventura y de este escrito. He tenido ocasión de asomarme a otra persona y encontrarme a mí mismo. Pero no siento nada.
He comido un Tajín, he regateado unos fósiles, he dormido en el desierto, casi atropello a una oveja y a una madre, me he planteado comprarme una alfombra bereber. He reído las gracias de españoles que no tienen gracia y he tomado el pelo un rato largo a unos cuántos marroquíes que en ese momento aborrecía con todo mi espíritu. He cantado, bailado y reído con mis compañeros de viaje. He registrado con mi cámara el pliegue del alma de este país, a medio camino entre la miseria absoluta y una suerte de Almería a lo basto, con desierto, plástico y autopistas de peaje. Sigue leyendo
A las 4:54 de la mañana suena la llamada a la oración en Midelt.
-¿Pero qué coño es esto? ¿Qué dicen?
-No lo sé. Pero es una maravilla.
Durante al menos diez minutos más, el potente canto divino -creo que teníamos un altavoz justo encima- va revotando entre los coches, los plásticos de las tiendas de campaña y los aromáticos cuerpos del Rally, de vacaciones boca y sobaco desde Meknes. El hecho de no tener un bolsillo generoso que nos diera acceso a la pulsera negra -la del todo incluido- hizo que la mayoría de aventureros terminásemos apiñándonos en los cuatro cachos de césped que había en el camping para, de alguna forma, burlar el frío del desierto. De esta manera garantizábamos que a las 6 de la mañana, con el despertar de los motores y la recogida del campamento, nadie se quedase sin correr aquella etapa por estar rendido a los esfuerzos de la carrera. Sigue leyendo
DOMINGO 20 DE MARZO. MEKNES – BOSQUE DE CEDROS – MIDELT
Tintín en el Atlas: Parte 1Ya disponible la primera parte de las aventuras de #TintínEnElAtlas siguiendo el recorrido del Rally Clasicos Del Atlas.Visita el episodio completo en https://democresia.es/2016/04/tintin-atlas-i-velos-corderos/
Posted by Democresía.es on Domingo, 10 de abril de 2016
Tras retorcer mil pueblos, de los que jamás llegaríamos a aprendernos sus nombres, extrajimos nuestra primera idea en nuestra primera tarde sobre Marruecos. Daba la sensación que este país en el momento en el que todo estaba a medio hacer, habían decidido darlo por terminado. Era como si siguieran al pie de la letra las escrituras apócrifas de un libro extraño, donde un dios macabro no hubiera llegado al séptimo día, por estar de no sé qué resaca, y se hubiera conformado con una tierra repleta de pedruscos y bestias, sin hombre ordenado que contemplase y diera nombres a lo que miraba.
Los sacos de yeso reventado, los escombros ardientes en la cuneta, la excesiva ventilación de las casas -con todos los ladrillos despuntando en los tejados con la misma irregularidad que la boca de un párvulo-. El adobe apretando sueños contra el suelo… Todo este caos, propio de quién está a diez cosas a la vez y ninguna en particular, es una de las antesalas de la locura, que en este caso lleva el matiz de la miseria -que no de la pobreza- lo que le da al relato un toque ocre y crea similitudes arriesgadas entre las ficciones del San Petersburgo de Dostoievski con la realidad de tres españoles de poca barba en algún lugar del Magreb. A propósito de la referencia, recuerdo sentir una aprensión similar por el perpetuo plano secuencia que era Marruecos y cuando me tocaba leer un soliloquio del enfermo Raskólnikov o las siempre febriles y morbosas exhortaciones de Fiódor Pávlovich ; el padrísimo en “Los Hermanos Karamazov”. Todo, ficciones y periplos; venían a parar al mismo desagüe existencial.
Todo aquel espectáculo distópico lo observábamos desde fuera sin poder ni querer ser partícipes de los asuntos de aquellos miserables, de aquellos deambuladores, que vagaban, como si de extras de “The Walking Dead” se tratase, por las calles de los pueblos. No paseaban. No caminaban. Todo era una cavilación perpetua de las distintas moradas oscuras que ataban las entrañas a la tierra. Y ese discurrir tenía un impacto palpable en el vaivén de las personas por las calles. Lo vimos. Lo comprobamos. Avanzaban unos pasos y se acomodaban en un sitio sin más, mientras se hurgaban los bolsillos o afilaban los zapatos de cuero con el bordillo. Después miraban el suelo un rato, donde pudiera haber algún dátil espachurrado. Intercambiaban un par de palabras en un corro de cuatro o cinco chilabas y así dibujaban la portada de algún relato nocivo de los padres de la sospecha. Y después de un rato largo, vuelta al deambule. Había miles de ellos por las calles. Muchísima gente sin ningún propósito claro, ninguna sugerencia para el espectador, más que el rumiar.
Esta observación que sacamos y que animamos al lector a que vaya a las comunidades rurales del desierto y del Atlas a contrastarla, fue el postre con el que nos despedíamos de cada repostaje, después de comer o cuando simplemente nos parábamos para averiguar en qué momento nos habíamos perdido.
Las carreteras de Marruecos están llenas de burros.
Olvidaos de los camellos y dromedarios que os hemos mostrado en nuestro engañoso tráiler. Estos no fueron más que tres pinceladas entre las dunas. Acompañando nuestra expedición por el Atlas y sus faldas largas, nos vimos en un buen puñado de ocasiones cercados por ovejas, burros y perros del desierto. Pero sobre todo burros.
La mayoría de ellos portando carga humana o viniendo de un negocio provechoso, al ir desnudas las alforjas. Alguno que otro ya de costado, con sonrisas parecidas a las del equino de “La Pasión”, con las moscas celebrando su particular festín después del ayuno impuesto el último viernes de cuaresma.
Un par de frenadas suaves después, para medir bien la distancia entre el camión de delante y los pollinos, llegamos ya sin luz a Meknes. Nuestra primera noche en Marruecos. Allí conocimos los principios del Rally Solidario en el primer briefing del viaje.
Intercambiamos impresiones con su siempre alegre y liviana organización. Buscamos comodidades con personas afines en aquel caldo de anhelos que eran los más de 120 participantes venidos de toda España, Portugal y Alemania.
Al día siguiente, al escuchar el rugir de los monstruos y chatarras que nos acompañaban en la salida de la primera etapa, y después de mil gritos entre los integrantes del equipo Newjamii -nuestro equipo- por ver que el 4 x 4 tenía horrorosas dificultades para subir la primera cuesta y porque a los tres kilómetros ya estaba apagado por sobrecalentamiento del motor, definimos que nuestro objetivo definitivo para el apartado competitivo del Rally era terminar y llevar el coche, de una pieza a ser posible, de vuelta a Madrid.
Ya harto lejano habían quedado las risas, podios, trofeos e insulas que dibujaban nuestros espíritus la noche anterior.
Mientras se repartían las raciones de culpas, aproveché para tirar unos cuantos planos en aquel singular paraje. Arena roja, cedros, barrancos y nieve.
David Mesa, uno de los aventureros, iba echándole en pequeñas dosis hielo del suelo al líquido refrigerante mientras negaba con la cabeza. Pablo Martínez, se lamentaba, como fue y seguirá siendo habitual, por el deber ser y la realidad del ser. Por el “deberíamos haber hecho” y “hemos hecho”.
Y en esto, cuando pareciera por el amargor de las primeras líneas del relato, que el Otro en el otro se escapaba de los primeros vistazos que sacábamos, apareció un pastor con su rebaño.
Un centenar de ovejas peludas con sus perros guardianes se apretujaron, en la inmensidad de la montaña, junto al calor del metal que desprendía el coche.
Mirando inquisitivamente a la cámara que le atrapaba, hizo varios ademanes con la mano a David, por lo que entendimos que filmar aquella experiencia estética tenía un coste ridículo. Desembolsamos nuestro primer donativo, 10 dirhams, y nos deleitamos con aquel silencio interrumpido de vez en vez por el balar, el burbujeo del agua del motor y el viento entre los árboles.
Después de media hora apareció el coche de la organización que nos dijo que aquella primera etapa había sido cancelada debido a la nieve que obstaculizaba el camino.
Creyendo más en la providencia que en las inclemencias del clima, brindamos con zumos tropicales y nos pusimos a tirar fotos mientras hablábamos del pastor y sus ovejas.
Salimos de la montaña después de un rato de gambiteo.
Sabíamos que a Midelt, el punto de encuentro de aquella etapa fallida, quedaba un buen saco de horas y no llevábamos más referencias que los carteles marroquíes, al no disponer de conexión ni de mapa físico con el que menearnos por los nudos nacionales.
Paramos a comer unas cuántas brochetas de algo que se debía parecer al cordero en una gasolinera de la mala muerte. Alguien la noche anterior había sacado una audaz observación.
—¿Os habéis fijado que no hay burros viejos?
Asenté con omeprazol mi busaca y me atreví a todo lo que el presupuesto y la cocina iba ofreciendo.
De este modo y con algunos retortijones de más, hicimos nuestra primera parada solidarias.
Esta experiencia, repetida a diario y de forma constante, siempre fue el punto radical cada día. Por encima de la velocidad, los ríos secos y el polvo.
Esta zona de Marruecos tiene una gran afluencia de eventos deportivos con apellido solidario. Y hablamos de bereberes y tuaregs convertidos a la mendicidad. Gente que lleva milenios perfeccionando, porque le va la vida en ello, sus artimañas comerciales. Antaño se intercambiaban las distintas comunidades leche de camello con pieles, mujeres por dinero, ropas por turbantes. Ahora, a excepción de contadas tienditas y puestos, todo lo que tienen para ofrecerte es su tiempo y sus rostros comidos por la piedra.
FOTO: Democresía/Ricardo Morales
Un montón de uñas partidas iban rebuscando por el maletero. Los niños son los que más presión ejercen, aupados por los padres, que les empujan a la primera línea para que señalen las necesidades de la despensa, aunque a ellos se les escape entre legumbres y lentejas “¡Stylo! ¡Stylo!”, que significa un rotulador de cualquier color que no sea negro. No hablaron más francés que este durante nuestra parada. Con el hambre les bastaba. Y pusieron mucho empeño en explicarnos cómo hay que entenderlo.
Esta experiencia no fue gratificante de ninguna manera. Y no lo fue en todo el viaje.
Fue torpe, duro y llegué a tener sentimientos de ruindad por mi parte, pues era plenamente consciente de que estaba pagando con comida el grabar sus rostros demacrados. Asumieron que ese era el trueque. Y les parecía un precio justo, aunque no les agradase en absoluto. No me paré a contemplarlos aquella vez más allá que por la pantalla de la cámara. No hubo Otro en el otro en esta ocasión… O sí. Porque ahora rezo por ellos.
Llegando ya a Midelt, con el cerebro embotado de una jornada tan repleta de contrastes, a las afueras de la ciudad, dos chicos y un burro, uno encima y otro tirando de las riendas, volvían a casa. Los vimos de frente. Llevaban hojas de palma colgando.
SÁBADO 19 DE MARZO. MADRID – TARIFA – TANGER – MEKNES
La espuma de afeitar de las hélices; las gaviotas en los bloques de hormigón.
El tráfico apelotonando los pitos de las rotondas; los corderos desollados colgando junto a la carretera, atrapando humores que volverán a ser devorados por su emisor.
Miradas negras y maquilladas rasgan el velo y apuntan a los barcos que vienen del vendaval de Tarifa. Entre aquel festín de lo humano, la bandera con el Sello de Salomón -verde forjado sobre los hijos de Mahoma- ondea a media altura sobre un extraño cielo nublado. Y empieza a llover. Y fabulosa sorpresa. En mi idea construida por Viajes Marsans sobre Marruecos solo había dunas, chilabas y mujeres con el vientre descubierto. Nada de agua. Nada de ruido retorcido. Nada de fósiles a espuertas esperando que cualquier coche con matrícula de azul y estrellas, símbolo inequívoco de la Europa dormida, baje la ventanilla y afloje la cartera.
Estamos en Tánger. Y no estamos preparados.
Acabábamos de salir con nuestro Land Rover de la rampa del Ferry cuando nos dimos cuenta de ello. La causa principal de esta primera conclusión fue motivada, principalmente, por el lance que sucedió con un agente de aduanas que iba abordo.
Nos obligaron a formarnos en una fila donde debíamos entregar nuestra “hoja verde”, una suerte de visado de andar por casa para que los europeos accedan a Marruecos. Al final de un par de puntos de datos personales pedían rellenar, resaltado y por partida doble, el espacio que rezaba: “profesión”. Tras someter mi sentido común a la siguiente dicotomía: hostelero o periodista; por tener medio pié entre cocinas y grasa de pato y lo que queda de uña escribiendo articulillos y hurgando historias, aposté, ¡Oh, yo; desdichado romántico! por lo segundo.
Me miró. Hizo como una arruga en el morro y mi tarjeta verde estrenó un montón nuevo sobre la mesa. Durante unos minutos aquella imagen, la del papel solitario, estuvo rotulada con un cartel debajo que ponía “estúpido”, que por alguna razón ahora lo imagino como un constante latido fluorescente.
La verdad es que, por ahora, aquella historia no ha quedado en más anécdota que desgastar la vista al lector.
Sea como fuere, después de dos horas en las aduanas , salimos a la ciudad portuaria al tiempo que llamaban a oración a aquella masa deforme de bullicio, tubos de escape y vocerío.
Ahora que reescribo estas líneas en la amabilidad de mi desordenado escritorio, suena el jaleo propio de la obra junto a mi ventana. Una grúa trata de levantar unas pesadas vigas de hierro. Y el sonido de este intento me recuerda a las suras cascadas -por la calidad de los altavoces- que nos dieron la bienvenida a Marruecos.
Quizás por ser ignotos en el árabe, el bereber y no tener más conocimientos del francés que saber leer adecuadamente las cajitas de galletas Petit Écolier, nos vinimos arriba en aquel momento. Y pensamos, cada uno de los tres integrantes de esta aventura para sus adentros. “¿Y si están anunciando nuestra llegada?”. Por el entusiasmo de sus gentes, que se apelotonaban en cada semáforo contra nuestras ventanillas, con el fin de colocarnos sus negocios -usando al pequeño Nicolás, Paquirrín y El Corte Inglés de calzador- bien podríamos decir que así era.
Esta historia tomó el cariz de tener que ser contada algún día allá sobre el mes de octubre del año pasado. Entre pizzas, anhelos de sal y carretera tomamos una decisión que bien mellaría nuestros dientes.
Rally Solidario “Clásicos del Atlas”.
Compramos el coche más destrozado que cabía imaginar; un destronado Discovery del 93 que hacía al menos una década que se estaba carcomiendo y oxidando en alguna esquina de alguna finca toledana. Juntamos euros inexistentes de fuentes improbables para sellar la inscripción y guardar la suciedad del dorsal 712 hasta hoy. Y dejando el tiempo pasar, comprando repuestos que no sabíamos dónde poner, forzando llamadas a esperar y dinero al que echar de menos, llegó el inoportuno momento de despedirse de los pasos y tambores de Semana Santa. Poníamos rumbo hacia tierra de moros sin más expectativas que no tener que volvernos antes de tiempo.
Alguno de nosotros dijo, mientras bajábamos por la A-4, dejando al Toro de Osborne en la cuneta, que estaría bien volver de una pieza y sin grandes cambios. ¡Menudo blasfemo! ¿Acaso es posible volver de una aventura siendo el mismo? ¿Alguna vez ha empezado una aventura con el consentimiento total y el ánimo presto de quienes la conforman? ¿Qué me decís de Frodo, Sam o el propio Sancho y Don Quijote? ¿No estuvieron los primeros movidos por el destino de la Tierra Media a abandonar la hierba de “La Comarca” y los segundos a abandonar algún lugar de “La Mancha” por la desmesura de la locura del Hidalgo y el afán de ínsulas, gobiernos y vino de su escudero?
No cabía volver igual. No era deseable, en modo alguno, volver igual.
De nuestra precipitada estancia en Tánger no hay mucho que decir. Nada que pudiéramos criticar o reseñar a golpe de turista. A fin de cuentas el mismo mar acuna los mismos lamentos y anhelos a un lado y a otro. Los mismos ojos se asoman entre ventanales, terrazas y miretes. Unos, esperando noches de jaima en el Sáhara occidental, donde poder decir al volver – porque siempre hay vuelta- la “impagable” sensación de ser especial en la nada del desierto, contemplando las estrellas entre el perfil de la sombra de un camello. Otros, buscando la oportunidad de perderse entre las hileras de recolectores de fresones en Huelva – sin intención de vuelta- y con el ánimo enjugado de lágrimas al poder llenar una bolsa de Mercadona hasta arriba.
Salimos de las calles de Tánger sin haber aterrizado todavía el espíritu en África y nos dirigimos hacia Méknes. Durante las más de cuatro horas de trayecto hacia el centro de Marruecos, estuvimos cercados por un verde andaluz, por los páramos castellanos y por una hilera de árboles muertos a ambos lados de la carretera. El país crece, prospera, y hay que comerse el aire para dejar hueco al asfalto.
Recuerdo estar de copiloto, grabando todo lo que me caía en el ojo, cuando abrí la ventana para ver a qué olía este país. Y no olí nada, salvo la mala combustión de un Tuc Tuc que teníamos frente al coche. Daba bandazos. Y fijé la cámara en aquella escena entre la sorna de nuestro conductor, que dudaba, no sin razón, sobre el rigor para consumir alcohol en Marruecos.
Es ahí cuando me encontré con el primer Otro en el otro. Apoyado sobre bolsas y leños. Mirándome. Atravesando la luna del coche, mi objetivo, carnes, huesos y órganos.
Y lo primero que me dijo el Otro en el otro es “¿Qué haces? ¿Quién eres? ¿Yo soy cómo tú? ¿Tú eres cómo yo? ¡Olvídate de mí!”.
Nadie que despierte admiración puede aportar una conclusión seria con un solo vistazo; por mucha arena y polvo que haya tragado. Jamás deberían fiarse de quien extraiga juicios universales sobre la vida y sus miserias a 2000 kilómetros de nuestras fronteras -entre dunas y piedras- apoyando sus impresiones con datos de Wikipedia. Poco valor deben dar al relato si el personaje que les narra la presente aventura se tiene más guiado por intuiciones que por certezas.
Por eso pedimos que no se fíen de este escrito. Fíense de quién lo escribe. Que con el infinito rosario de torpezas que le atesoran tiene, sin embargo, una valiosísima anécdota que contarnos. En medio del desierto, de la agonía de la esperanza, se ha encontrado con Otro en el otro. Se ha puesto lo suficientemente en juego para que aquello que tenía frente a él, le hablase a él de él mismo. Ha caminado entre bancales muertos, peleado con espadas de goma espuma, reído al traducir del bereber al castellano una “caca de burro” y bebido un té de un pueblo sin pozo con la “divinidad de la persona”; tal y cómo rescata Kapuscinski aludiendo a Cyprian Norwid en su introducción a la Odisea, en su ensayo “El Encuentro con el Otro”:
«Allí, en la naturaleza de cada mendigo y de cada vagabundo extraño, se sospecha un origen divino. No se concebía, antes de acogerlo, preguntar al visitante quién era; sólo después de dar por supuesta su divinidad se descendía a las preguntas terrenales, y esto se llama hospitalidad; y, por eso mismo, se la colocaba entre las prácticas y virtudes más piadosas. ¡Los griegos de Homero no conocían al “último de entre los hombres”! Siempre el hombre fue el primero, es decir, divino.»
Hete aquí el resuello del relato y la aventura. Revelar la plausibilidad del encuentro del Otro en el otro yendo a 80 kilómetros por hora durante 10 días en una tierra que de partida debe ser considerada como hostil.
Y si al perturbado lector ya no le es posible dar marcha atrás, pues desea ver cómo el narrador fracasa en la explicación de su fábula; cruce las piernas y sírvase un té moruno a ser posible. Afile bien el oído, tomando como ejemplo a los labradores y forasteros que iban a parar a la venta mágica de Cervantes. Estese atento a lo que en estas líneas acontece, no vaya a ser que entre tanto disparate se cuele una perla de verdad y a usted le pille con la boca llena de cualquier otra porquería.
Comienza la aventura. Bienvenidos a la fabulosa y mediocre historia de Tintín en el Atlas.
Hoy, 6 de diciembre de 2015, la antigua “Venezuela Saudita”, marca un antes y un después dentro de su historia reciente. Muchos dirán que estas elecciones supondrán el fin de una revolución/dictadura socialista que durante 17 años se ha ido sepultando en vida con el espectro de Chávez,que a través de pajarillos y carteles que le aferran a la vida, va recitando las suertes del país a Maduro . Muchos otros dirán que estas elecciones reafirmarán el proceso revolucionario y sueño del “comandante supremo y eterno” en un mundo confundido, destrozado por “las garras del capitalismo”. Y es que, aunque los medios internacionales den a entender que los segundos parecieran ser menos cada vez y que poco a poco abren los ojos del corazón para reconocer la realidad por delante de la demagogia socialista, siguen siendo prácticamente la mitad del país y sea cual sea el resultado de hoy,
grande será la tarea del próximo presidente de crear un proyecto común.
Salí de Buenos Aires a las 15 horas. Me habían aconsejado que me fuera en avión, pero yo quería ver el recorrido. Si voy a atravesar un país me gusta hacerlo por tierra y este iba a ser un trayecto de 21 horas.
Los autobuses en Argentina son más lujosos cómodos que los aviones. Compré un billete que se llamaba cama ejecutiva, que es un precio medio entre el más bajo y el más caro. Los asientos eran bastante grandes, se reclinaban casi completamente. El autobús tenía dos pisos. Había un chico que hacía de azafato y mesero. Como a las 2 horas de salir nos sirvió la merienda, que consistió en un alfajor, un mate cocido (té de mate) y unas galletas con mermelada (muy dietético todo). Me parecía sumamente raro que la televisión estuviera apagada, pero aproveché para dormir un rato. Sigue leyendo
Por vicisitudes vitales ajenas a mí y al interés del lector, vuestro querido camarada dio con sus huesos en Mascate, capital de Omán. No sólo eso, sino que encima me comprometí a escribir sobre las andanzas y desgracias que me depararían en aquel remoto lugar del golfo.
Apoltronado en el sofá me encuentro sin saber muy bien qué puedo contar que no pueda descubrir uno mismo en las archiconocidas fuentes a las que acudimos en busca de conocimiento inmediato, superficial si quieren, pero útil al fin al cabo. Si se decide por ello tras esta reflexión de dudosa calidad científica y periodística descubrirán que Mascate es un sultanato absolutista gobernado por Qaboos ibn Sa’id Al ‘Bu Sa’id ( se pronuncia como se escribe) que es un hombre de barba canosa cuidada y de sonrisa perenne. Al menos eso descubrí yo en las infinitas fotografías del monarca que presiden todo establecimiento que se precie en la ciudad. Además descubrirán que existen dos gentilicios admitidos por la RAE: omaní – el más común- y omanés – que recuerda a lateral izquierdo del osasuna más que gentilicio de un país del golfo. Sin embargo toda esta amalgama de conocimientos indispensables no le dirán ni una sola cosa sobre Mascate, sobre Omán, la vida en el desierto ni sobre la posible alineación del Osasuna la próxima jornada. Sigue leyendo
Estudio en París desde hace casi tres años. No es mi patria, pero con sus calles, sus músicos, sus cafés, -incluso su gente-, forma parte de mi casa y de quien soy ahora. Algunos dicen que “afortunadamente” el fin de semana pasado, no estaba en las calles de París, como hubiera sido perfectamente posible. Gracias a Dios, todos mis amigos están bien, aunque esto no elude parte del problema. Los atentados de Charlie Hebdo en enero los viví de cerca. Las calles de la ciudad vacías, silenciosas, y numerosas esquinas repletas de militares armados. Nos asustaba salir de casa y el frío se convertía en una excusa para tapar al miedo. Sigue leyendo